Este fin de semana el gobierno de Ecuador nos dio la
sorpresa de declarar una moratoria de sus pagos de deuda externa. No fue una
decisión fundamentada y serena, sino una salida desesperada, forzada por la
imposibilidad, asumida a regañadientes y en medio de disculpas de Estado. No
fue el equivalente de un discurso solemne, sino un sonoro gas incontenido en
medio de un banquete oficial: una vergüenza. Si el intestino económico
ecuatoriano tuviera las dimensiones del de México o del de Brasil, habría sido,
además, una catástrofe.
El presidente Mahuad tal vez habría podido ahorrarse el
bochorno si se hubiera dado cuenta a tiempo de la lógica según la cual la
deuda, en sus términos actuales, es impagable. Qué lástima: hace más de quince
años que sabemos, sin margen posible de duda, que la deuda externa de los
países de América Latina es impagable e incobrable. Los teólogos neoliberales
nos enseñaron, además, que es imprescriptible, progresiva y eterna. Entre los
gobiernos de estas naciones y sus acreedores se ha establecido el pacto cínico
de no saldar nunca el principal, a condición de que los intereses sean
cubiertos puntualmente. De esta manera, nos hemos resignado a pagar una renta
por el simple hecho de existir y de ser descendientes de los ministros de Hacienda
que formalizaron los primeros empréstitos hace diez o veinte o treinta o cien
años, y connacionales --o súbditos-- de los funcionarios que, día con día,
semana con semana, año tras año, renuevan puntualmente las obligaciones y los
instrumentos de nuestra cadena perpetua.
Ninguno de los regímenes democráticos de este subcontinente
le ha preguntado a la gente si desea seguir participando en la lógica del
endeudamiento externo y cargar sobre sus espaldas unas obligaciones nacionales
que, individualizadas, representan algo así como mil dólares por cabeza: tres,
seis o doce meses de trabajo, según las variaciones nacionales del ingreso per
cápita.
Nuestros gobernantes asumen que todos los habitantes de esta
porción del mundo disfrutamos el estilo de vida del tarjetahabiente compulsivo.
Podrían llevarse alguna sorpresa, y descubrir que una que otra viejita de
miscelánea preferiría --si le preguntaran-- vivir al día, pero sin deudas.
El hecho es que nadie le ha preguntado nada a nadie y las
viejitas de miscelánea, los bebés con cólico, las abogadas, los periodistas y
los barrenderos --entre otros-- llevamos a nuestras espaldas la renta de una
suma primigenia, siempre y puntualmente renovada, renegociada y ampliada. Quien
te diga que ha logrado reducciones sustanciales del monto te está presentando
un malabarismo aritmético muy cercano a la mentira.
Pagar la deuda externa --saldarla, cubrirla, devolver lo
prestado sin contratar créditos adicionales-- es, al parecer, un disparate
irrealizable digno sólo del extinto Ceaucescu, que tendría consecuencias
catastróficas para la población. Eso dicen. Negarse a pagar es una propuesta
que suena --después de tantas toneladas de propaganda a favor del “realismo
económico”-- obsoleta, incendiaria y quimérica. Entonces no hay más remedio que
pagar, puntualmente y hasta con entusiasmo, a la espera de que el crecimiento
económico algún día le gane la partida al incremento de la deuda, hasta
convertirla en una porción realmente despreciable del PIB, y rogándole a Dios
que los intereses no suban en forma brusca. El único problema con esa
perspectiva es que resulta demasiado frágil y sujeta a la Ley de Murphy --lo
que pueda fallar, fallará-- y que tarde o temprano (si les va mal a los
bolsistas de Tokio, si les va demasiado bien a los agricultores estadunidenses,
si le da herpes a un ignoto mafioso ruso o a un banquero de Bahrein) cada uno
de estos países estaremos en la situación de Ecuador.