Timor es la gran oportunidad para que redimas tu nombre,
institución obesa con la boca llena de buenos principios, grumo de impotencias,
hermana de la caridad al mando de cazabombarderos, esperanza de los humanos,
aparador de cristal y aire frío a orillas del Hudson, el mejor de los mundos
posibles, abreviatura hueca, membrete lleno de sentido, sigla del siglo.
Has vivido buena parte de tu vida de media centuria pegada
al equilibrio paralizante de las superpotencias; has sido rehén de tus poderes
máximos; has convertido en burocracia frívola gestos y gestas diplomáticos que
habrían podido humanizar el mundo si no hubieran tenido que pasar por tus
intestinos lentos; te has quedado a la zaga del pulso planetario; ante
numerosos crímenes de Estado has permanecido como testigo amordazado y amarrado
a un sillón ejecutivo.
Cuando la balanza de los hongos atómicos empezó a inclinarse
a uno de sus polos, a comienzos de esta década, te usaron para destruir un país
cuya única culpa había sido la de ser sojuzgado por un tirano sádico que,
varios años antes de invadir Kuwait, y ante tu indiferencia, roció con gases
venenosos a los bebés y a las mujeres y a los abuelos kurdos. Con tu nombre
como escudo moral, Europa Occidental y Estados Unidos ųademás de algunos otros gobiernos
pequeños y cortesanosų volcaron casi todo el poder de guerra del mundo sobre
los pobres iraquíes; los han estado matando de hambre desde entonces; para
colmo, Saddam Hussein sigue siendo el propietario, tan sangriento y acaudalado
como siempre, del país.
Aunque no sirvió para lo que habría tenido que servir
(resolver los problemas de la región, generar una legalidad internacional
sustentable) la fórmula sentó precedente. Este año los mismos protagonistas del
91 emprendieron un operativo de demolición semejante, esta vez contra Serbia.
Mismo resultado: un país destruido y un gobernante criminal que sigue en el
cargo. Sólo que en esta última ocasión tu nombre no fue ni siquiera necesario.
Frente a esas incursiones desastrosas, tú has sido incapaz,
durante muchas décadas, de defender del ejército israelí a los palestinos, de
los militares turcos a los grecochipriotas, a los saharauis del desierto de los
soldados de Hassán ųmuerto hace unas semanas, para bien de todos y hasta de sí
mismoų y, por supuesto, a los timoreses de los delirios indonesios de
archipiélago imperial. En Centroamérica y en Angola prestaste tus buenos
oficios para unos procesos que significaron, sí, el fin de la guerra, pero no
necesariamente el principio de la paz.
Ahora, en el Pacífico del Sur, te encuentras ante un
divorcio evidente entre la fuerza y la razón. Los timoreses, invadidos y
masacrados por Suharto, han logrado por fin expresar su certidumbre de
independencia. No hay una brizna de duda posible sobre la legitimidad, la legalidad
y la contundencia de ese deseo. Tú misma contribuiste a la realización del
referéndum. Tú tienes la certeza inequívoca de que su resultado es
indiscutible.
Pero en los días recientes los matones a sueldo del ejército
indonesio, los que no tienen otro modus vivendi que reprimir independentistas,
ni más instrumentos de trabajo que machetes y fusiles de asalto, tratan de
revertir la consecuencia inevitable del plebiscito por la vía del homicidio en
masa. Aquí, querida y detestada ONU, tienes la gran oportunidad de enmendar tu
prestigio y de dar un mentís a tu fama de hipócrita y de torpe. En Timor no hay
ambigüedad posible; no tienes pretexto válido para perder el tiempo consultando
con tus tripas diplomáticas, no tienes coartada para la lamentación y la deploración
de la sangre derramada: debes actuar, y rápido. Cuentas con todos los
argumentos morales, políticos y legales para conminar a la superpotencia y a
sus potencias asociadas a constituir una fuerza de paz que garantice a los
timoreses su derecho a la nación y a la vida antes que se vean obligados a
echar mano de la consigna terrible e inútil de patria o muerte; inútil, digo,
porque a los muertos ųde Timor o de cualquier otro paísų la patria no les sirve
un carajo.
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