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Triunfo sobre el tirano


Pensándolo bien, el prolongado manoseo legal de este anciano empieza a convertirse en un espectáculo sádico. En su horizonte inmediato puede entreverse una corte maculada por charcos de orina incontenida, gemidos del fondo de la próstata, estertores de un colon trémulo y jeringas de emergencia para inocularle los santos óleos. Quién sabe si escenas semejantes puedan ser castigo suficiente para el criminal, pero tal vez con ellas nos castiguemos en exceso el resto de los humanos.

En Londres no serán. La intervención secreta de un pánel de médicos ingleses y la compasión --injusta o no-- del ministro Straw, ratificada por una decisión judicial de última hora, pondrán a Pinochet camino a casa.

Pero el tirano no ha de volver triunfante a los brazos de sus adeptos. No regresará absuelto, sino desahuciado. Sus hijos de sangre o de complicidad recibirán un paquete fisiológico de fragilidad extrema.

Como lo hizo notar Viviana Díaz, el senador, hasta hoy vitalicio, ha pasado 473 días bajo arresto y en ese tiempo su figura ha perdido toda importancia política en el escenario chileno. Hoy es un pendón apestado que nadie quiere ondear. En ese tiempo, Pinochet ha sido reconocido --aun en su deterioro-- como arquetipo universal de hijo de puta, comedor de sangre, disfrutador del sufrimiento ajeno.

En su país podrán juzgarlo o no, desaforarlo o no, y esta disyuntiva colocará un marcador en el estado de la transición chilena: ¿Existe ya el estado de derecho? ¿Se ha abierto al menos una pequeña alameda para que transite la justicia? ¿Concederá el gobierno de Ricardo Lagos un resquicio para sanear el pasado? ¿Bajará Pinochet a la tumba en olor de impunidad?

Pronto lo sabremos. Como quiera, los muertos, los torturados y encarcelados, los amantes separados, los chilenos con la patria rota, los que nos brindaron su sufrimiento a los humanos en general a fin de que tuviéramos un agravio indeleble compartido y una comunión sin fronteras, así en la piedad como en el odio, tienen en su cuenta una gran victoria.

Ante la presión de quienes no olvidan, de quienes porfían en la memoria como ejercicio de sobreviviencia moral, los mecanismos judiciales europeos abrieron una brecha en la coraza de impunidad que cobijaba a todos nuestros asesinos. La captura y el arresto domiciliario de Pinochet dieron un impulso inapreciable a la procuración de justicia y a la lucha por castigar las violaciones a los derechos humanos. El blindaje constitucional de que se dotaron los verdugos militares en Chile ha sido puesto en evidencia. Desde octubre de 1998, a los genocidas de este hemisferio se les ha desvanecido la paz de su retiro y viven confinados en sus países de origen, temerosos de la orden de arresto que podría materializarse en cualquier aeropuerto de este mundo. Con ese precedente hoy, en febrero del 2000, la gestación de un nuevo Pinochet en las cloacas del sadismo de Estado es mucho más improbable que antes de este largo episodio liberador.

El trato humanitario a este criminal en la hora de su desgracia es otra victoria moral que a todos atañe. Y sobre todo: nadie ha alzado la voz para pedir el empalamiento o las descargas eléctricas. Pese a lo entendible del deseo de venganza, simplemente, civilmente, se ha exigido justicia. Con ello, hemos enterrado la fantasía de cinco lustros, tan íntima como colectiva, de descuartizar al dictador con nuestras propias manos.

En cuanto a la persona Augusto Pinochet, el horror histórico de su figura se ha reducido a un pequeño despojo en cuyo sufrimiento no vale la pena regodearse y cuyo destino inmediato ya no tiene ninguna importancia.

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