Ayer, en una ceremonia en el Auditorio Revolución, a
espaldas del Palacio Covián, el secretario de Gobernación entregó poco más de
dos centenares de constancias de inmigrados a otros tantos extranjeros, entre
ellos, el que escribe. Fue una bienvenida tardía, pero reconfortante, a este
país que es el mío desde hace muchos años. Mi sobrina, Alejandra Barajas
Echevarría, tenía sólo unas horas de haber llegado a este mundo. Es, al igual
que Clara, mexicana por nacimiento, y un día ambas --ojalá que juntas-- cobrarán
conciencia de lo que significa esa pertenencia a este México ríspido,
entrañable, y ahora, para bien y para mal, incierto.
La documentación oficial que certifica la condición de
inmigrado es reconfortante, pero aquellos dos centenares de extranjeros
reunidos en el Salón Revolución de la Secretaría de Gobernación, contentos y
agasajados por las autoridades, éramos un pequeño islote en el mar de
corrientes migratorias en que se ha convertido el planeta. Todos los que
dejamos atrás el país de origen tenemos el denominador común de la
insatisfacción y la necesidad. Compartimos un estrechamiento de nuestro entorno
que impulsa a buscar la realización personal, la sobrevivencia o la
subsistencia, en otra parte. Somos refugiados: políticos, económicos, laborales,
culturales, o, simplemente, afectivos. Hemos pasado, todos, por la pérdida del
país originario. No en todos los casos resulta fácil ųen mi caso, síų el
proceso de adaptación y aclimatación en los nuevos ámbitos de vida.
No conozco las historias personales, pero asumo que todos
los que fuimos citados ayer en el auditorio de la calle de Abraham González
hubimos de pasar por esas experiencias. Pero la enorme mayoría de los migrantes
(nosotros éramos sólo una pequeña parte en el mar de movimientos humanos) debe
enfrentarse, además, a cosas mucho peores.
La globalización es, entre muchas otras cosas, un acicate
formidable a las migraciones y, al mismo tiempo, una gigantesca prohibición de
cambiar de país. En el mundo contemporáneo, las asimetrías económicas, las
crisis cíclicas, los regímenes autoritarios, el bombardeo propagandístico y
hasta los desastres naturales, empujan a millones de personas a dejar sus
lugares de origen. Pero, al mismo tiempo, migrar se ha vuelto una actividad
tantálica y extremadamente peligrosa. No pasa semana sin que nos enteremos del
hallazgo de personas ahogadas en el océano y en los ríos, asfixiadas en
camiones de carga herméticamente sellados, calcinadas en los desiertos. De una
manera mucho más sistemática y menos publicitada, la migración coloca a sus
protagonistas en el riesgo de ser cazados como si fueran animales,
esclavizados, sometidos a la explotación laboral y sexual, discriminados,
humillados y maltratados. Son cosas que ocurren en todos los continentes. Son
historias de todos los días que tienen lugar, también, en naciones occidentales
que reclaman el liderazgo moral de la civilización. Son, sin embargo, prácticas
que reflejan una persistente barbarie.
Ayer, mientras recibíamos nuestras constancias de inmigrado,
pensé en los millones de mexicanos, chinos, centro y sudamericanos, europeos
orientales, y otros, que mueren o que son perseguidos y acosados por haber
cometido el delito inverosímil de pretender cambiar de país. Nosotros, en
cambio, estábamos vivos, felices y respetados. La diferencia entre nosotros y
el resto estriba en una mezcla de buena suerte, la generosidad proverbial de
México, el tesón de cada uno y, también, nuestra condición de mano de obra
calificada para arriba. Si hubiésemos sido jornaleros agrícolas ųde cualquier
nacionalidad, rumbo a cualquier paísų tal vez habríamos estirado la pata en un
desierto calcinante, en un vagón herméticamente sellado o en medio de un río
fronterizo. Esas cosas pasan en toda América Latina, en Estados Unidos y en la
Europa Comunitaria. No habría que olvidarse de ellas en ninguna circunstancia,
y menos cuando los procesos de inmigración de dos centenares de extranjeros
llegaban a su final feliz.