25.7.00

Reflexiones de un inmigrado


Ayer, en una ceremonia en el Auditorio Revolución, a espaldas del Palacio Covián, el secretario de Gobernación entregó poco más de dos centenares de constancias de inmigrados a otros tantos extranjeros, entre ellos, el que escribe. Fue una bienvenida tardía, pero reconfortante, a este país que es el mío desde hace muchos años. Mi sobrina, Alejandra Barajas Echevarría, tenía sólo unas horas de haber llegado a este mundo. Es, al igual que Clara, mexicana por nacimiento, y un día ambas --ojalá que juntas-- cobrarán conciencia de lo que significa esa pertenencia a este México ríspido, entrañable, y ahora, para bien y para mal, incierto.

La documentación oficial que certifica la condición de inmigrado es reconfortante, pero aquellos dos centenares de extranjeros reunidos en el Salón Revolución de la Secretaría de Gobernación, contentos y agasajados por las autoridades, éramos un pequeño islote en el mar de corrientes migratorias en que se ha convertido el planeta. Todos los que dejamos atrás el país de origen tenemos el denominador común de la insatisfacción y la necesidad. Compartimos un estrechamiento de nuestro entorno que impulsa a buscar la realización personal, la sobrevivencia o la subsistencia, en otra parte. Somos refugiados: políticos, económicos, laborales, culturales, o, simplemente, afectivos. Hemos pasado, todos, por la pérdida del país originario. No en todos los casos resulta fácil ųen mi caso, síų el proceso de adaptación y aclimatación en los nuevos ámbitos de vida.

No conozco las historias personales, pero asumo que todos los que fuimos citados ayer en el auditorio de la calle de Abraham González hubimos de pasar por esas experiencias. Pero la enorme mayoría de los migrantes (nosotros éramos sólo una pequeña parte en el mar de movimientos humanos) debe enfrentarse, además, a cosas mucho peores.

La globalización es, entre muchas otras cosas, un acicate formidable a las migraciones y, al mismo tiempo, una gigantesca prohibición de cambiar de país. En el mundo contemporáneo, las asimetrías económicas, las crisis cíclicas, los regímenes autoritarios, el bombardeo propagandístico y hasta los desastres naturales, empujan a millones de personas a dejar sus lugares de origen. Pero, al mismo tiempo, migrar se ha vuelto una actividad tantálica y extremadamente peligrosa. No pasa semana sin que nos enteremos del hallazgo de personas ahogadas en el océano y en los ríos, asfixiadas en camiones de carga herméticamente sellados, calcinadas en los desiertos. De una manera mucho más sistemática y menos publicitada, la migración coloca a sus protagonistas en el riesgo de ser cazados como si fueran animales, esclavizados, sometidos a la explotación laboral y sexual, discriminados, humillados y maltratados. Son cosas que ocurren en todos los continentes. Son historias de todos los días que tienen lugar, también, en naciones occidentales que reclaman el liderazgo moral de la civilización. Son, sin embargo, prácticas que reflejan una persistente barbarie.

Ayer, mientras recibíamos nuestras constancias de inmigrado, pensé en los millones de mexicanos, chinos, centro y sudamericanos, europeos orientales, y otros, que mueren o que son perseguidos y acosados por haber cometido el delito inverosímil de pretender cambiar de país. Nosotros, en cambio, estábamos vivos, felices y respetados. La diferencia entre nosotros y el resto estriba en una mezcla de buena suerte, la generosidad proverbial de México, el tesón de cada uno y, también, nuestra condición de mano de obra calificada para arriba. Si hubiésemos sido jornaleros agrícolas ųde cualquier nacionalidad, rumbo a cualquier paísų tal vez habríamos estirado la pata en un desierto calcinante, en un vagón herméticamente sellado o en medio de un río fronterizo. Esas cosas pasan en toda América Latina, en Estados Unidos y en la Europa Comunitaria. No habría que olvidarse de ellas en ninguna circunstancia, y menos cuando los procesos de inmigración de dos centenares de extranjeros llegaban a su final feliz.

18.7.00

Madrid y los etarras


El Estado español no sabe qué hacer frente al virus horrendo y diminuto de la violencia. Las medidas policiacas para acabar con ETA han llegado al límite de sus posibilidades en un marco de formalidad democrática; llevarlas más allá, dar más margen a la Guardia Civil significaría inscribir a España en la lista de países en los que se perpetran violaciones masivas a los derechos humanos. En el otro extremo, hacer concesiones políticas a los terroristas vascos implicaría, desde la lógica del poder, una abdicación inadmisible del Estado de derecho y una certificación de impunidad a los cientos de asesinatos perpetrados por la organización separatista.

La sociedad española tampoco sabe qué hacer ante el problema. Las movilizaciones de protesta contra ETA y la exigencia clamorosa para que deje de matar no encuentran ųni encontraránų receptividad, y mucho menos respuesta, de un grupo de mesías clandestinos que no creen en la política ųentendida como la disputa por el convencimiento y la simpatía de los ciudadanos hacia una causa determinadaų y a quienes los consensos y la popularidad los tiene, en consecuencia, sin cuidado. Parece ser que los etarras y sus simpatizantes buscan lo que el resto de los españoles y vascos desea evitar: el rompimiento brusco de la institucionalidad y, tal vez, una polarización irremediable entre España y País Vasco. De hecho, ya consiguieron que su guerra de bombazos y ejecuciones se traduzca en una crispación sin precedentes entre el gobierno autonómico y las autoridades de Madrid.

Por terrible que suene, la violencia bárbara de ETA cuenta con base social. Esta inferencia parte del hecho de que ningún grupo delictivo, a secas, podría mantenerse ųni mantener su capacidad de acciónų en su desafío al Estado a lo largo de tres décadas, a menos de que exprese una divergencia de fondo entre la economía y la ley (como el tráfico de migrantes y el narcotráfico) o esa manifestación de reivindicaciones compartidas por algún grupo social más extendido que la propia organización criminal.

Paradójicamente, y acaso sin darse cuenta, las instituciones españolas han aceptado la lógica de ETA. En vez de fortalecer las mediaciones políticas, sociales e ideológicas capaces de aislar a los terroristas, los han convertido, a ojos de sus adherentes, en mártires de los excesos policiales y represivos.

Orientada desde un principio hacia el paraíso económico y europeo, la democracia española cometió una omisión histórica fundacional: excluir a los etarras de la transición y escamotearles el reconocimiento que merecían por haber contribuido, así haya sido a bombazos, a la descomposición final del franquismo. Pero el separatismo vasco no tuvo lugar en la democracia y ahora, cinco lustros después, un grupo de asesinos compulsivos se empeña en destruirla. Si el gobierno español sigue, como hasta ahora, brindándoles ayuda, acaso lo consigan.