El Estado español no sabe qué hacer frente al virus horrendo
y diminuto de la violencia. Las medidas policiacas para acabar con ETA han
llegado al límite de sus posibilidades en un marco de formalidad democrática;
llevarlas más allá, dar más margen a la Guardia Civil significaría inscribir a
España en la lista de países en los que se perpetran violaciones masivas a los
derechos humanos. En el otro extremo, hacer concesiones políticas a los
terroristas vascos implicaría, desde la lógica del poder, una abdicación
inadmisible del Estado de derecho y una certificación de impunidad a los
cientos de asesinatos perpetrados por la organización separatista.
La sociedad española tampoco sabe qué hacer ante el
problema. Las movilizaciones de protesta contra ETA y la exigencia clamorosa
para que deje de matar no encuentran ųni encontraránų receptividad, y mucho
menos respuesta, de un grupo de mesías clandestinos que no creen en la política
ųentendida como la disputa por el convencimiento y la simpatía de los
ciudadanos hacia una causa determinadaų y a quienes los consensos y la
popularidad los tiene, en consecuencia, sin cuidado. Parece ser que los etarras
y sus simpatizantes buscan lo que el resto de los españoles y vascos desea
evitar: el rompimiento brusco de la institucionalidad y, tal vez, una
polarización irremediable entre España y País Vasco. De hecho, ya consiguieron
que su guerra de bombazos y ejecuciones se traduzca en una crispación sin
precedentes entre el gobierno autonómico y las autoridades de Madrid.
Por terrible que suene, la violencia bárbara de ETA cuenta
con base social. Esta inferencia parte del hecho de que ningún grupo delictivo,
a secas, podría mantenerse ųni mantener su capacidad de acciónų en su desafío
al Estado a lo largo de tres décadas, a menos de que exprese una divergencia de
fondo entre la economía y la ley (como el tráfico de migrantes y el
narcotráfico) o esa manifestación de reivindicaciones compartidas por algún
grupo social más extendido que la propia organización criminal.
Paradójicamente, y acaso sin darse cuenta, las instituciones
españolas han aceptado la lógica de ETA. En vez de fortalecer las mediaciones
políticas, sociales e ideológicas capaces de aislar a los terroristas, los han
convertido, a ojos de sus adherentes, en mártires de los excesos policiales y
represivos.
Orientada desde un principio hacia el paraíso económico y
europeo, la democracia española cometió una omisión histórica fundacional:
excluir a los etarras de la transición y escamotearles el reconocimiento que
merecían por haber contribuido, así haya sido a bombazos, a la descomposición
final del franquismo. Pero el separatismo vasco no tuvo lugar en la democracia
y ahora, cinco lustros después, un grupo de asesinos compulsivos se empeña en
destruirla. Si el gobierno español sigue, como hasta ahora, brindándoles ayuda,
acaso lo consigan.
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