Empezábamos
a acostumbrarnos a las delicias del siglo XXI, cuando las guerras sin muertos
(de uno de los bandos) son tan posibles como las naranjas sin semilla, y en
ésas nos cayó encima la confirmación brusca de un sueño o de una pesadilla: la
clonación de humanos marcha viento en popa y unos científicos de una empresa
particular cometieron la travesura de fin de semana de clonar un embrión de
gente con propósitos terapéuticos. Volvemos, de la mano de esa noticia, a los
tiempos del medioevo: por entonces, connotados e ignotos precursores de
Advanced Cell Technology se afanaban en macerar la planta de la mandrágora y en
producir homúnculos a partir del semen de los ahorcados, y los teólogos se
agarraban del moco en discusiones acerca del asiento corporal del ánima.
Desde
los tiempos de la oveja Dolly (es decir, en las postrimerías del siglo pasado)
era claro que el tabú de la clonación humana tenía tantas posibilidades de
perdurar como una aceituna en una recepción plagada de hambrientos. Pero no por
ello han sido menos airadas las reacciones. Ante la noticia, las herencias
morales de aquella teología han hecho brincar a George W. Bush y a Karol
Wojtyla, como si fueran muñecos de resorte. Uno y otro, y sus respectivos
bandos, se oponen con pasión --o lo que en ellos equivalga-- a cualquier
intento de clonación humana porque les parece que esa práctica equivale a meter
mano en el orden de la creación divina, si es que la operación fuera llevada
hasta el extremo de generar un ser humano, y porque, si se trata sólo de
manosear embriones para producir fármacos y ungüentos, ello significaría
descuartizar una persona, muy a la manera en que los pollos se convierten en nuggets y
pechuga deshuesada para gloria de los escaparates del supermercado.
La
compañía responsable del desaguisado ha tratado de minimizar las consecuencias
del acto científico argumentando que el embrión del escándalo no debe ser
considerado gente sino mera “vida celular” y “no humana”. Puede ser un
argumento buenísimo y hasta digno de simpatía, pero la discusión sigue fuera de
la bacinica o, para estos efectos, de la probeta. Algo más inquietante que la
teología llevada al ámbito de la nonatología es que, humano o no, ese embrión
ha dado más de qué hablar, y ha hecho correr muchos más ríos de tinta, que un
humano completo, maduro y plenamente conformado de esos que mueren destripados
en Afganistán o en los campos palestinos. Algo más preocupante que el número de
células que se requieren para fundamentar un alma es el hecho de que las llaves
para replicarnos a ti, a mí, a Santa Teresa o a Stalin, se encuentren en manos
de una empresa estadunidense que, como todas las corporaciones privadas de este
mundo, se rige por la lógica de la utilidad máxima y no por la ética mínima. Al
igual que Craig Venter, apóstata mercantil del equipo que ha venido
secuenciando el genoma, Advanced Cell Technology cabe en esa dinámica en la
que, teologías aparte, no hay más alma que la exigencia de dividendos anuales
para los accionistas de la compañía.
Si no
queda otro remedio que legislar sobre la clonación, no habría que hacerlo para
evitar un incierto pecado de suplantación de Dios o de asesinato de coágulos
microscópicos que no se sabe bien a bien si son personas, sino para impedir la
perspectiva de que los seres humanos, o sus pedacerías iniciales, puedan
convertirse en propiedad privada.