La
revolución bolivariana padece de la misma fugacidad que las rosas y, aunque no
haya sido nunca muy material, se desvanece en el aire. Tal vez sea cierto que
la culpa es de una oligarquía malvada, corrupta, cupular y minoritaria, como lo
jura Hugo Chávez, pero si es así, debe convenirse en que el Presidente ha
estado dormido demasiado tiempo, es decir, el tiempo necesario para que esa
oligarquía espantosa le polarizara, con éxito, el país.
Es
cierto que, si se hurga un poco entre el oropel de siglo antepasado del
discurso chavista, es factible hallar algunas ideas en principio plausibles
para el milenio actual en un país como Venezuela. Incluso es posible que algo
de los 49 decretos-leyes impuestos por el Presidente, en uso y abuso de poderes
extraordinarios, tuviera algún valor de cara al desarrollo social y a la
reducción de los contrastes sociales. Pero lo que hay en el fondo de la huelga
general de ayer en Venezuela, insólitamente convocada por empresarios y
sindicatos, no es necesariamente un mero estertor de intereses oligárquicos
afectados, sino también un malestar por la sobrexplotación del mandato
democrático y el estiramiento de las atribuciones presidenciales.
En otros
términos: si lo que Chávez quería era gobernar por decreto, como lo ha venido
haciendo desde 1998, bien habría podido ahorrarse las elecciones y el resto de
la mascarada de fe democrática, y proseguir en su golpismo: de todos modos contaba
con el respaldo mayoritario, y ahora nadie le achacaría, al menos, su falta de
escrúpulos institucionales y civiles.
El dato
significativo es que el antiguo oficial de paracaidistas ganó unas elecciones
cuyas reglas fueron mandadas a hacer al sastre con 60 por ciento de los votos y
que hoy en día repetiría la hazaña, porque la oposición está atomizada, pero
sólo con 24 por ciento de los sufragios. Si el 40 por ciento que no votó por
Chávez estaba compuesto únicamente por indiferentes y apáticos, el mandatario
habría sido capaz de desencantar, en menos de 18 meses, al 36 por ciento de sus
compatriotas. Semejante hazaña está bien para un radical y extremista de
cualquier cosa --y Chávez no lo es, o no se sabe bien de qué podría serlo--,
pero para alguien que se presentó como un político, tal pérdida representa un
fracaso monumental.
Cuando
veo esas cifras no puedo dejar de pensar en la fugacidad de las rosas, un lugar
común muy al gusto del siglo antepasado --ancla y brújula del discurso chavista--
que, traído a estos tiempos, equivaldría al efecto del éxtasis o
de alguna otra sustancia de esas que le hacen pagar caro al consumidor los
momentos de felicidad. No sé qué representa mejor a Chávez y a su demagogia: si
una rosa o una dosis de droga. En todo caso, el esclarecimiento de la duda no
justificaría un referéndum.