En
estado puro el sodio (Na) y el potasio (K) son, ambos, metales plateados, y tan
suaves que pueden cortarse con un cuchillo; colindan el uno con el otro en la
primera columna de la Tabla Periódica; son, incluso, elementos hermanos,
miembros de la familia de los metales alcalinos. Pero, si se combinan con el
Cloro (Cl), que se sitúa del lado opuesto (derecho) de la clasificación de
Mendeléiev, producen sustancias diferentes: el cloruro de sodio, o sea, sal
vulgar, y el cloruro de potasio, un compuesto blanco cristalino que sirve para
abono, para obtener potasio simple o bien para mandar seres humanos al otro
mundo. Aunque empleada en pequeñas dosis esta sustancia tiene virtudes
terapéuticas, su capacidad de provocar paros cardiacos fulminantes ha sido dirigida
en forma humanitaria, es decir, para ahorrarles la pena de la existencia a
enfermos terminales, incurables y dolientes, pero también para asesinar a
sádicos, enfermos mentales y pobres diablos, culpables o inocentes, en los
mataderos oficiales de Estados Unidos, en donde se practica un agujero en la
vena de los condenados y se les aplica, por allí, un coctel de pentotal --anestésico--,
pancuronium --paralizador de los músculos respiratorios-- y cloruro de potasio.
En
lógicas opuestas --la de los conservadores que odian la eutanasia, o la de los
humanistas a quienes repugna la pena de muerte-- este cristal blancuzco, mucho
más pernicioso para la salud que la cocaína e incluso que la heroína y el crack, tendría
que estar sujeto a severas regulaciones, pero hasta ahora no es así. Hace unos
días, Human Rights Watch y otros organismos humanitarios descubrieron que,
durante más de dos décadas, el Centro de Salud McAlester, de Oklahoma, había
estado suministrando a las jeringas de la venganza el compuesto mortal, y
lograron que el director del hospital, Joel Tate, ordenara la inmediata
suspensión de las ventas del cloruro a las penitenciarías del Estado, según un
reportaje de Justine Sharrock divulgado en el sitio web de Mother
Jones.
Los
laboratorios Borgen Brunswing y Cardinal Health, entre otros, producen esta
sustancia sin restricción alguna y trafican libremente con ella como si fuera
mantequilla de cacahuate -la cual, dicho sea de paso, también conduce al
infarto, pero con mucha mayor lentitud, y siempre y cuando se le consuma en
cantidades mayores. Abbot, por su parte, un fabricante masivo de pentotal,
afirma que no se le puede responsabilizar por el uso que se dé a sus productos.
Otro tanto podrían decir, en pie de justicia, los Arellano Félix y los accionistas
de las industrias militares que se colmaron los bolsillos con la reciente
destrucción de chozas miserables en Afganistán.
Entrevistado
por Sharrock, Steve Hawkins, director ejecutivo de la Coalición Nacional para
Abolir la Pena de Muerte, explicó la línea de acción: “las empresas
farmacéuticas están en el negocio de fabricar drogas para la salud y el bienestar,
no en el de matar gente”, y hay que encontrar la forma de que este último se
vuelva, al menos, caro y difícil.
Es una
estrategia plausible. En lo personal se me ha hecho clara, además, la necesidad
de argumentar contra la pena de muerte de manera profundamente amorosa.
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