El mundo gira a diario,
minuto tras minuto:
un ciclo se completa horas tras hora,
la vida no conoce principios ni finales:
mes a mes, decenio tras decenio,
hace girar las tuercas del dolor,
hace brotar flores de gozo.
Las ruedas de los días sedimentan
fósiles de serpientes que se muerden la cola,
renuevos, liquidaciones, tumbas y cunas.
No hay un momento para comenzar
ni una hora precisa para el término.
Estás. Respiras. Comes y desechas
en cada pausa del reloj;
no le pides permiso al minutero
para abrir los telones del amor
ni para ser cobarde
ni para revolcarte en la sentina
ni para edificar el paraíso.
Niguno de tus triunfos es de mármol
ni tus fracasos, siempre irremediables.
El ritual es hermoso
pero no te lo creas demasiado:
no hay misterio ninguno en esta fiesta.
Despierta. Duerme. Vive.
Todos los días hay un año nuevo.
31.12.09
Saludo
El último suspiro
del Conquistador / XVII
Jacinta marcó despacio los pasos que la separaban del cuerpo de don Rufina, como un gato que concentra el sigilo para atrapar una mariposa. Se agachó, tomó con cuidado el recipiente tirado junto al cadáver, lo acercó a su mirada, reconoció el pequeño escudo metálico que pendía del cuello del frasco. Allí asomaba, por entre una capa de pátina, la orla de siete cabezas unidas por una cadena en cuyo centro se ordenaban en cuarteles el águila bicéfala del Emperador, las coronas de los señores vencidos (Moctezuma, II, Cuitláhuac y Cuauhtémoc), el león rampante, símbolo de la fuerza y el valor, y la silueta muy imaginaria de la Tenochtitlan derrotada, todo ello rematado por un lema autoexculpatorio, redactado en latín pésimo, y del que el Conquistador nunca se sintió muy convencido: Judicium domini aprehendit eos et fortitudo ejus corroboravit brachium meum: “El Señor juzgó sus actos y fortaleció mi brazo”.
Sintió una contención a su alrededor. Se azotó contra ella, furioso, acicateado por tres palabras: el nombre, las cosas, el viento. Lo inundó la imagen dolorosa de la oquedad, de la nada, y con ella se agregó un cuarto vocablo: muerte. Y conforme se encadenaban las palabras, como cabezas unidas por eslabones de hierro, se engarzó una quinta: Huitzilan, sitio de colibríes, memoria de una vergüenza antigua: ¿por qué había encadenado y humillado a un emperador que se le presentaba en olor de sumisión? ¿Qué lo había hecho deslizarse por esa maldad, a todas luces innecesaria para su empresa? ¿No habría sido suficiente aceptar la rendición no pedida y evitar la sangre, el incendio, la destrucción de la ciudad más hermosa que contempló jamás? Todo lo que no era, que no era nada, se empeñó en la exigencia: “¡En el nombre de mi nombre, que el viento impulse las cosas de mis cosas, y las haga caer, y causen muerte a la muerte!”
Iván estaba desorientado y sentía una exasperación física insoportable. Sobre la acera de Pino Suárez, el intenso viento que venía del norte lo azotó contra la verja metálica que rodea el muro de piedra de la capilla del Hospital de Jesús. Vio cómo pasaban, volando, numerosas prendas de vestir y hasta una silla de montar. Golpeado y con los ojos macerados por la tolvanera que se abatía sobre el sitio, se aferró a los barrotes y buscó regresar al interior del recinto. Avanzó con extrema dificultad, contra el aire, logró doblar la esquina y dio unos pasos sobre República de El Salvador. Se tiró al suelo para evitar que el viento lo derribara y avanzó con dificultad hacia la puerta de la capilla, primero a gatas y después a rastras. Entonces escuchó un retumbo a sus espaldas, giró con dificultad la cara en dirección al cielo, vio cómo descendía hacia él una masa oscura, en forma de cuerpo humano, a continuación sintió un estallido interno indoloro y hasta placentero, y después ya no sintió nada de nada.
Jacinta viajó por los elementos del blasón, acaso como una forma de eludir la sórdida circunstancia en la que se encontraba, y por unos momentos se preguntó si habría habido algún orden o correspondencia entre las cabezas de la orla y los señoríos de Tacuba, Coyoacán, Iztapalapa, Texcoco, Xochimilco y Tlatelolco. En esas estaba cuando percibió una opacidad en el vidrio irregular del frasco y descubrió que éste se había empañado por dentro. La ráfaga de alarma la devolvió de golpe al sitio en el que se encontraba, con don Rufina muerta a sus pies. Se percibió a sí misma pequeña y frágil, se hizo cargo de la situación y su cabeza se llenó de fantasías horrendas. A fin de cuentas, pensó, ella era una intrusa en aquella bodega, don Rufina tenía destrozada la mitad de la cara y el pescuezo evidentemente roto, y todo eso indicaba que la habían asesinado. ¿Y si llegaba la policía y la acusaba de robo y de homicidio? ¿Y si quienes cometieron el crimen aún se encontraban en la bodega?
Entonces Jacinta sintió una abrumadora necesidad de protección y no evocó a su papá, ni a su mamá, sino a Andrés. ¿Por qué no estaba él allí, a su lado, comprometido con ella en ese momento peligroso y oscuro? ¿En qué instante preciso él había tomado distancia? ¿Cómo era posible que la hubiera descuidado tanto, que se hubiera desentendido tanto, que ahora ella no tuviera forma de localizarlo y de pedirle auxilio? La cólera súbita le dio la fuerza que necesitaba —como ese león metafórico retratado en el escudo de armas, que insufló ánimo al Conquistador para sobrevivir a la triste noche de Tacuba— para salir del trance. “Todos los hombres son iguales —pensó—; cuando se trata de pasión y romance, están más que puestos, pero cuando los necesitas, siempre andan lejos”. A continuación, se despidió mentalmente de don Rufina y abandonó el local, con el frasco cuidadosamente acunado entre los brazos y la vista fija en el suelo para no pisar nada.
“Me regreso a París. Fue padre conocerte”, escribió Andrés en el muro de Facebook de Jacinta. Horas más tarde, incrustado en un asiento incomodísimo cercano a la cola del avión, maldecía al destino por haber hallado sitio en el vuelo más inmediato. No era sólo el desgarramiento que sentía por la inviabilidad de la relación con ella, sino también una punzada dolorosa por haber sobrevolado México durante unos días sin haber establecido un contacto real con el entorno.
Había intuido la gestación de transformaciones en el fondo del país pero sus percepciones eran como las piezas de un rompecabezas incompleto y lamentaba irse sin haber tenido tiempo de armarlo mentalmente. Poco antes de dirigirse a la sala de abordar, compró en una tienda del aeropuerto un periódico, atraído por su titular: “Legales, las bodas y adopciones para gays”. A primera vista le pareció un despropósito que un diario mexicano dedicara su portada a una noticia procedente de Noruega o Suecia, pero al mirar con atención cayó en la cuenta de que la información correspondía a la Ciudad de México y se sintió profundamente conmovido ante el hecho de que, en medio de una situación política, económica e institucional desastrosa, hubiese sectores dispuestos a seguir impulsando, pese a todo, los viejos valores (fueron franceses en su inicio, pero hacía tiempo que eran ya universales) de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y empeñados en humanizar al país. Sintió dolor por dejar a Jacinta pero también por dejar México en un momento en el que, le parecía, una espesa oscuridad y una sólida esperanza luchaban entre ellas por definir el destino de la nación.
“Sobre la cúpula del campanario de la capilla del Hospital de Jesús estaba colocada, desde tiempos inmemoriales, a manera de rosa de los vientos, una escultura metálica de San Miguel Arcángel a la que el tiempo despojó de las alas. Era muy difícil apreciar, desde la distancia del suelo, detalles de esa figura, y la tradición popular la tomó por la armadura de Hernán Cortés, cuyos huesos están depositados unos metros más abajo. Un día de fines de la primera década del siglo XXI, poco antes del colapso definitivo del régimen oligárquico, en la Rinconada de Jesús, situada frente al edificio mencionado, se desencadenó un viento en espiral semejante a un tornado, fenómeno insólito que nunca ha podido ser explicado a cabalidad, y que dejó un muerto, varios heridos y serios destrozos en los comercios aledaños: talabarterías y tiendas de ropa, sobre todo. El monumento y la estatua de Francisco Primo de Verdad y Ramos, ubicados en el centro de la plazoleta , quedaron extrañamente intactos; en cambio, un vagabundo que medraba por el Centro Histórico murió al instante cuando la efigie del Arcángel fue derribada por el viento y le cayó encima. Los restos del infortunado quedaron irreconocibles y hasta la fecha ese tramo de República de El Salvador es popularmente conocido como ‘Calle del Aplastado’.” (Tomado de: Crónicas de la Regeneración: orígenes de la IV República, pantalla A-402, versión dígito-molecular, Editorial Buzón Ciudadano, México, D.F., 2047)
30.12.09
Vidas paralelas / II - 2
29.12.09
Carta a Monseñor
Emmo. Sr. Cardenal Norberto Rivera Carrera:
Usted y la mayor parte del alto clero están molestos por las reformas al Código Civil aprobadas en el Distrito Federal el 21 de diciembre, en virtud de las cuales dos personas del mismo sexo podrán unirse en matrimonio y gozar, en su condición de casados, de plena igualdad con las parejas heterosexuales constituidas ante el Registro Civil, incluido el ejercicio del derecho a la adopción de menores.
Comparto, en alguna medida, el malestar de ustedes: el matrimonio en general me parece una fórmula caduca, restrictiva y generadora de problemas en las relaciones amorosas. Encuentro, además, que la inclusión de una autoridad (sea juez o cura) en un ámbito tan íntimo como el del vínculo afectivo y erótico entre dos personas, así sea en calidad de testigo o garante, es un despropósito. Por ello, pongo distancia ante cualquier forma de promoción del matrimonio, independientemente de la raza, religión, nacionalidad, cultura, condición social, identidad de género y preferencias sexuales de los contrayentes.
Pero la vigencia y la defensa de los principios universales de la libertad y la igualdad me parecen mucho más importantes que la consideración anterior, personal y reconocidamente subjetiva, y no veo una razón por la cual el vínculo conyugal formal debiera prohibirse a gays, a lesbianas y a transexuales.
Estoy al tanto de las posturas eclesiales —formuladas por algunos padres de la iglesia, y consolidadas a lo largo de muchas centurias, hasta convertirlas en lo que el cardenal Lozano Barragán llama “palabra de Dios”— que pretenden reducir a los homosexuales a la condición de personas de segunda clase, a las cuales ha de privárseles de algunos derechos de los que gozan los heterosexuales. ¿Por qué? Porque, han sostenido ustedes, el amor erótico entre hombres y entre mujeres es “contra natura” (eso mismo me dijo un ilustre dignatario iraní al que conocí hace poco) y pone en riesgo a la sociedad en la medida en que se desentiende de la función reproductiva. Y si uno les replica que no es antinatural, y que están científicamente documentadas las prácticas homosexuales corrientes en centenares de especies de invertebrados, vertebrados y mamíferos superiores (véase, por ejemplo, Bagemihl, Bruce: Biological Exuberance: Animal Homosexuality and Natural Diversity, St. Martin’s Press, 1999), ustedes responden: “¡Ah, animalidad pura!”
Qué desacuerdo, Su Eminencia. A mi juicio, un verdadero peligro para la sociedad no es el coito entre dos hombres o entre dos mujeres, sino el ayuntamiento entre el poder religioso y el secular, porque bajo ese maridaje han florecido métodos de lucha contra lo que el Santo Oficio llamaba “el pecado nefando de sodomía” tales como la hoguera, la castración en acto público, la confiscación de bienes, el calabozo y los azotes. En apenas cuatro siglos, la Iglesia se ha modernizado (lo admito sin cortapisas) y ha pasado de las parrilladas inquisitoriales (en tiempos más recientes, el reichsführer de las SS, Heinrich Himmler, prescribía la matanza sistemática de homosexuales porque éstos, decía “pueden aniquilar a Alemania”) a la simple discriminación social y jurídica, pregonada por usted (La Jornada, 22/12/2009 y 28/12/09), y a la segregación celestial que estipuló Lozano Barragán (La Jornada, 3/12/2009). Toda atenuación de sadismos históricos ha de ser recibida con alivio y aplaudo, por mi parte, el patente esfuerzo de moderación.
Por lo que hace a las adopciones, Monseñor, me complace anunciarle una buena nueva: dicen los especialistas Maribel Nájera, del Instituto Latinoamericano de Estudios de la Familia, y Adrián Aldrete Quiñones, del Instituto de la Familia, que los niños adoptados por una pareja homosexual tiene las mismas probabilidades de verse afectados en su desarrollo integral que los menores que crecen en hogares formados por personas de sexos diferentes (Reforma, 27/12/2009). Más: “La Federación Mexicana de Educación Sexual y Sexología, que agrupa a más de 50 asociaciones de educación, investigación y terapia sexual, afirmó que ‘ni la homosexualidad, ni la heterosexualidad, ni la bisexualidad, determinan la orientación sexual de los hijos, de acuerdo con numerosas investigaciones científicas internacionales según las cuales los hijos con padres o madres del mismo sexo no tienen por esta situación un desarrollo psicosexual negativo ni sufren daños a la salud mental’” (íbid).
El peligro de que un niño o una niña experimenten agresión sexual está en todas partes: en Internet, claro, y también, acaso, en un hogar formado por dos gays o por dos lesbianas; pero esa clase de violencia la hemos visto, desde siempre, en dominios de los poderosos económicos y políticos (recuerde Ud. la red de pederastas, formada por empresarios y funcionarios, evidenciada por Lydia Cacho), en familias ortodoxas y convencionales, en escuelas públicas o privadas y también, desde luego, en casas parroquiales, nunciaturas, seminarios y conventos.
Razonemos, señor Cardenal: no hay agresión ni barbarie que broten del amor, ya sea en su vertiente mística (agape), en su manifestación familiar y de compañerismo (storge) o en su expresión erótica; la violencia, el abuso sexual y la manipulación afectiva derivan, en cambio, del ejercicio indebido de un poder (el del padre, el del cónyuge, el del maestro, el del guía espiritual, el del patrón...) sobre una persona vulnerable. Permítase, pues, que las familias se formen como puedan y por los caminos que sus integrantes decidan, sin exclusiones ni discriminaciones, y establézcase un compromiso verdadero contra las agresiones sexuales a menores, ocurran en donde ocurran, y sea cual sea la condición social, económica o religiosa de los agresores.
Le expreso, por último, buenos deseos para el año que comienza.
28.12.09
Vidas paralelas / I - 2
27.12.09
Compañeros de fobia
(Los homosexuales) “tal vez no son culpables, pero actuando contra la dignidad del cuerpo, por supuesto que no entrarán en el Reino de los Cielos. Todo aquello que consiste en ir contra la naturaleza y contra la dignidad del cuerpo ofende a Dios”.
Javier Lozano Barragán, en declaraciones del 2 de diciembre de 2009.
Las reformas que permiten el matrimonio entre personas del mismo sexo no sólo son inmorales y golpean en su estructura más íntima a las familias mexicanas, sino que además dan una perversa opción de adoptar a niños, acusó el Cardenal Norberto Rivera Carrera. En un comunicado, el arzobispo primado de México sostiene que “esta ley ha abierto las puertas a una perversa posibilidad para que estas parejas puedan adoptar a niños inocentes, a quienes no se les respetará el derecho a tener una familia constituida por una madre y un padre, con los consecuentes daños psicológicos y morales que provocará tal injusticia y arbitrariedad”. “Tal pretensión no es más que soberbia e inevitablemente llevará a la sociedad a la ruina, lo cual nos preocupa hondamente”.
Norberto Rivera Varrera, arzobispo primado de México, en declaración del 21 de diciembre de 2009.
“Si admito que hay de uno a dos millones de homosexuales, eso significa que del 7 al 8 por ciento, o 10 por ciento de los hombres, son homosexuales. Y si la situación no cambia, eso significa que nuestro pueblo quedará aniquilado por esta enfermedad contagiosa. A largo plazo, ningún pueblo podría resistir tal perturbación de su vida y de su equilibrio sexual. Un pueblo de raza noble que tiene pocos niños posee un boleto al más allá: no tendrá ninguna importancia en cincuenta o cien años, y en quinientos años estará muerto... La homosexualidad hace fracasar todo rendimiento, todo sistema fundado en el rendimiento; destruye al Estado en sus fundamentos. A eso se añade el hecho de que el homosexual es un hombre radicalmente enfermo en el plano psíquico. Es débil y se muestra cobarde en todos los casos decisivos... Debemos entender que si ese vicio sigue expandiéndose en Alemania sin que podamos combatirlo, será el fin de Alemania, el fin del mundo germánico.”
Heinrich Himmler, comandante en jefe de las SS y ministro del Interior del Tercer Reich, en discurso del 18 de febrero de 1937.
Vidas paralelas / IV
26.12.09
Vidas paralelas / III
25.12.09
24.12.09
El último suspiro
del Conquistador / XVI
Jacinta se quedó quieta a menos de dos metros del cadáver. Al ver la cabeza de don Rufina, volteada hacia atrás en un ángulo imposible, se le vino de golpe el recuerdo de la muñeca articulada de porcelana que recibió de regalo en una navidad, cuando tenía siete años. Jacinta había pedido a Santa Clos, con su letra manuscrita recién estrenada y una dificultad dolorosa, una muñeca parlante, de aquellas que tenían un mecanismo sonoro interno, activado por cuerda, a las que se les jalaba un hilo y repetían dos frases con voz de ardilla. Pero en vez de eso, al pie del arbolito apareció una caja que contenía una niña de porcelana, cachetona y muda, y al abrir el paquete la niña sintió tanta rabia que tomó el juguete con ambas manos y trató de partirlo en dos. El cuello de la muñeca cedió de inmediato a la presión y se dislocó. Su padre, escandalizado por el vandalismo de su pequeña, la obligó, como castigo, a dormir durante varias noches con el juguete estropeado. Jacinta no olvidó nunca esas vigilias de terror y de culpa junto a una muñeca de porcelana cuya cabeza colgaba en todas direcciones. La falta de sueño acabó siendo tan evidente en la niña que Eduviges, su madre, se apiadó de ella e intercedió ante el padre para que suspendiera la sanción. Décadas más tarde, en el local de don Rufina, cuando descubrió el cuerpo muerto de la propietaria, su primer impulso no fue salir corriendo sino tratar de acomodar aquella cabeza díscola en una postura verosímil y decente. Pero se contuvo, permaneció a dos pasos de la puerta y, aturdida, preguntó:
—¿Qué le hicieron, don Rufina?
La aludida no respondió, y su silencio introdujo a empujones, en la mente de Jacinta, la noción horrenda: “Don Rufina está muerta”, reconoció, y estalló en un llanto convulsivo. Se compadeció de la difunta y tuvo la idea irracional pero demoledora, de que ella, Jacinta, era la culpable de todo ese enredo que desembocaba en un cadáver. Sintió remordimiento por haber construido un espacio personal y sagrado en la bodega de la azotea en al casa de sus padres, por haber robado un frasco de un brujo chiapaneco durante una práctica de campo, de haber descarrilado su vida y la de su novio (¿o era ya ex novio?) por un capricho, de haber tratado a su propia madre con brusquedad, tanta que Eduviges había ensayado un suicido ridículo, de estar allí, con cara de tonta, mientras la verdadera don Rufina viajaba en el taxi de Caronte hacia el Estigia, o era llevado por las hormigas al inframundo de Xibalbá, o ascendía con alitas de plumas blancas y una lira en las manos hacia el Reino de los Cielos, o practicaba el estilo mariposa en el parque acuático de Tláloc. Entre sollozo y sollozo, su mirada era atraída, como por un imán, hacia el pescuezo torcido. Al cabo de un rato, Jacinta se atrevió a pasear la vista por todo el conjunto y entonces vio el objeto junto a la panza de don Rufina.
—¡Mi frasco! —gritó, al tiempo que caminaba hacia la muerta para recuperar el objeto.
Él se revolvió en su nada como un cuerpo en el agua. Entre tanta ausencia, la noción de Huitzilan, lugar donde abundaban los colibríes, se hizo más y más fuerte. Apareció Motecuhzoma, atónito ante la futilidad de su aquiescencia para con los recién llegados, con grilletes en pies y manos, humillado frente a los señores que le rendían obediencia. Y entonces, eso que no era él, don Hernando Cortés, pero que lo unía a los recuerdos de esa persona, se exasperó de rabia con las escenas de su crueldad pasada y cabalgó en tres palabras —el nombre, las cosas, el viento— que rápidamente tomaron forma: su propio apelativo, las cosas de hierro que cubrieron un cuerpo ausente y una ráfaga tan poderosa que fuera capaz de moverlas. “Más viento, más viento”, iba sintiendo conforme intuía que él —o lo que fuera él en ese instante— era al cuerpo ausente, sepultado en Huitzilan, lo que el viento a los trebejos de metal que un día lo protegieron de los venablos de los indios.
Disfrazado de Juana de Quintanilla, Tomás viajó de Castilleja de la Cuesta a Sevilla, y allí embarcó con rumbo a La Española, a donde arribó después de una travesía sin sobresaltos mayores. Junto a él, o junto a ella, como pensaban sus compañeros de viaje, iba un baúl repleto “con sus ajuares”, decía, del que no se alejaba casi nunca, y cuando lo hacía, ponía un pesado grillete enredado en las argollas de la tapadera y aseguraba aquel nudo de hierro con un candado de cien onzas. En el centro del baúl, tibado con vestimentas de hombre y de mujer, viajaba el frasco de vidrio soplado que Tomás había utilizado para guardar el ánima de su señor. Con esa extraña pasajera y su baúl, la nave atracó una mañana en el puerto de Santo Domingo, no lejos de la Fortaleza Ozama.
Tras un momento de paz en el frescor de la capilla del Hospital de Jesús, Iván tuvo la sensación de que en su cabeza bailaban las figuras plasmadas por Orozco en el mural que representaba el encuentro de Cortés con Moctezuma. El centro de la escena no está ocupado por ninguno de ellos, sino por los pezones enhiestos de una india que, acuclillada detrás de un guajolote, porta sobre la cabeza un platón de frutas mientras observa al europeo imponente con una mezcla de temor y curiosidad. Iván se sintió, a su vez, observado por los dos círculos perfectos en los pechos de la muchacha, sintió un nuevo desgarramiento interno y la necesidad imperiosa de droga la impulsó hacia fuera de la construcción. Ya en la calle, se topó con un espectáculo extraño: un viento poderosísimo soplaba desde el norte, justo de la dirección de la que él venía. Un lustrabotas ubicado en la esquina norponiente de República de El Salvador y Pino Suárez luchaba con todas sus fuerzas por impedir que el aire se llevara el toldo de su silla, y por la ancha avenida volaban objetos de todas clases. Iván no supo si aquello era realidad o delirio.
Andrés poseía un temperamento pacífico, pero estuvo a punto de salirse de sí cuando llegó a la casa de Eduviges y ésta se negó a permitirle el acceso a las pertenencias que él mismo había depositado allí, un par de días antes.
—Jacinta me dijo que le dijera que la esperara, y yo no tengo autorización para...
—Mire, señora —contestó Andrés en tono cortante—. Jacinta y yo ya no tenemos nada que ver, así que permítame recoger mis cosas.
—No puedo —se plantó ella.
—Pues con su permiso —dijo él, la rodeó y se encaminó hacia la escalera que conducía a la azotea.
Eduviges se doblegó y se resignó a seguirlo. Al llegar al cuarto que había sido la bodega de Jacinta, Andrés vio a primer golpe de vista sus tres cajas y cayó en la cuenta de cuán poco le importaba la gran mayoría de los objetos que se encontraban en ellas. Abrió al cálculo una de las cajas, vio el disco duro negro en el que guardaba todos los documentos de su investigación doctoral, lo tomó, y en forma cortés, pero firme, apartó de su camino a Eduviges, quien no atinaba a decir palabra.
—Hasta luego, señora —dijo, sin voltearla a ver. Salió a la calle con la mirada seca y, sintiéndose arrasado, vacío y muy triste, se preguntó cuál sería la ruta más corta hacia el aeropuerto.
23.12.09
Vidas paralelas /II
22.12.09
Tarjeta navideña
Quién sabe cuánto nos costó, a los causantes mexicanos, la difusión de las imágenes del presunto narco abatido en Cuernavaca, pero es dudoso que el montaje haya sido una mera ocurrencia de funcionarios de bajo nivel, federales o estatales, civiles o militares, como lo insinúa el calderonato con una hipocresía monumental. El despojo mortal era un trofeo (esa palabra usó una fuente gubernamental citada antier en este diario) demasiado valioso para el gobierno federal como para permitir que un empleado de poca monta de la procuraduría morelense lo manoseara e hiciera con él composiciones perversas. De hecho, el cadáver del capo fue estrechamente vigilado por fuerzas militares hasta que llegó a su destino final, en un panteón privado de Culiacán. Circunstancias aparte, la cuidadosa gráfica del muerto cubierto de billetes bien podría llevar, por pie de foto, “así o más”, “haiga sido como haiga sido” o cualquier otra expresión de bravuconería incivilizada.
Pero hay motivos para sospechar que no todo sea resultado de una catarsis festiva, sin duda explicable —aunque no justificable— tras los fracasos y hasta los desastres que afectan a la oficialmente llamada “guerra contra la delincuencia” (por cierto: ¿dónde habrá causado más regocijo la foto, generosamente reproducida por los medios afines al régimen? ¿En Los Pinos o en los escondrijos de los otros rivales de Beltrán Leyva?) Esto no habría ocurrido si no hubiera la determinación de convertir al Estado en portavoz de barbarie, de degradar a las instituciones hasta el punto de volverlas emisoras de cosas indistinguibles, en la forma y en el fondo, de los célebres narcomensajes, de enviar a la población en general, y particularmente a sus sectores más lúcidos, organizados y cívicos, telegramas de terror con este sentido: el poder público es capaz de exterminar, de brincarse todas las formas de la legalidad (una muy simple: ¿alguien ha oído hablar de una orden judicial de allanamiento o de captura que diera pie y cobertura al operativo de Cuernavaca?), de emplear todo el poder de fuego disponible contra una residencia enclavada en un condominio, de hacer maldades equivalentes a las que cometen los más malos de los malos, de solazarse y degradarse en la profanación del cadáver enemigo.
A fin de cuentas, si el gobierno tuviera intenciones reales de combatir al narco, en vez de promover combates espectaculares y cruentos, tendría que empezar por cerrar los circuitos financieros al lavado del dinero procedente de las drogas ilegales, dinero que es ya una de las tres principales fuentes de divisas para la economía nacional. Sería más barato, simple, civilizado y fructífero. Pero parece ser que el calderonato deseaba enviar al país una tarjeta navideña macabra para promover su poder corporativo, y eso hizo.
21.12.09
Vidas paralelas / I
19.12.09
La última felación de Cristo
Hail - mother mary - pray for me
With your tongue of steel
Demonic staccato erection
Hail - mother mary - perform fellatio
Religious butt fucked bitch
Demonic staccato erection
Qué hueva dan los satánicos y sus alrededores. Contrasten eso con aquella canción estudiantil divertida, ancestral y anónima, que --si mal no recuerdo-- iba así:
A Sor Piedad el Papa la bendijo
porque, al chuparle el pene al crucifijo,
realizó su labor con tal esmero
que la leche brotó de aquel madero,
un objeto ritual tan seco y magro
que el caso se aceptó como milagro.
Desde entonces es cosa pregonada
que el Señor no resiste una mamada.
18.12.09
Examen de lecturas
17.12.09
El último suspiro
del Conquistador / XV
El libro rojo (1870), Primo de Verdad se murió de las de acá.
Andrés revisó el perfil de Jacinta en Facebook y leyó una entrada, escrita por ella, que lo desquició: “Quiero conocer científicos exactos (y guapos, de preferencia)”. No se tomó la molestia de leer los comentarios puestos bajo el descarado anuncio por varios usuarios, sino que agregó el suyo, escueto y rápido como un escupitajo —“Qué poca madre”— y apagó la máquina. Pensó que ya no tenía nada que hacer en México y se dirigió a la casa de Eduviges, la mamá de Jacinta, con la intención de recuperar sus cosas. O , más bien: una cosa: el disco duro en el que guardaba todos los materiales de su doctorado.
Después de recibir de manos de un ayuda de cámara de don Hernando tres talegos repletos de doblones, títulos de tierras en Tabasco y el Soconusco y documentos varios que el Conquistador extendió a nombre de Juana de Quintanilla —la identidad que Tomás debía ostentar en España y habría de mantener durante su viaje de regreso a las Indias—, el almero volvió a su sitio al lado del lecho de muerte de su amo, no sin sorprenderse por el trato deferente que había recibido, por primera vez en su vida, de un español. Entonces cayó en la cuenta de que el paje lo había tomado por una mujer castellana. Se sintió reconfortado por la eficacia de su disfraz, que no se limitaba a las prendas sino que incluía afeites que blanqueaban su piel cobriza, le aumentaban el tamaño de los ojos, le extendían los labios y le disimulaban la prominencia de la nariz.
Un movimiento sutil de los pies del agonizante se coló por el rabillo de su ojo derecho. Volteó al lecho de Cortés y entendió que, en el cuerpo de éste, se desencadenaba la secuencia de estertores que había estado esperando. Al otro lado de la cama, el cura cabeceaba, sin darse cuenta de lo que ocurría. Tomás se acercó en silencio y sacó de entre sus ropas uno de los frascos de vidrio soplado y lo puso a unos centímetros del rostro macilento del Conquistador.
Iván siguió su camino vacilante rumbo al sur, sin reparar en nada más que los malestares que lo carcomían por dentro, como termitas. En el crucero de Venustiano Carranza estuvo a punto de ser atropellado porque cruzó el arroyo vehicular sin esperar a que el semáforo marcara el alto. El largo bocinazo y el chirrido de frenos lo exasperaron. En su cabeza bailaban las imágenes de don Rufina muerta, con la cara sangrante y el cuello descoyuntado, y con ese coreografía mental, desembocó en la Plaza Primo de Verdad, en donde solía merodear el vendedor de dosis. Tenía en mente comprarle todo el material que tuviera. Con un hilo de voz, inquirió por el traficante a los acomodadores del estacionamiento ubicado en la Rinconada de Jesús, pero no pudieron darle razón. Desesperado, cruzó la plazoleta y se topó con la estatua sedente del Prócer, Leyó, con dificultad, la placa en el monumento: “Francisco Primo de Verdad y Ramos / 1760-1808 / Síndico del Ayuntamiento de la Ciudad de México / Precursor de la Independencia / Ofrendó la vida para sostener el principio de que la soberanía de la nación radica en el pueblo”.
Iván no sabía que la idea de soberanía popular fue calificada de sediciosa y subversiva, ni que a principios del siglo XIX fue señalada como herética, proscrita y anatemizada por la Inquisición. Experimentó una envidia súbita de la placidez de la estatua, escupió con desprecio a sus pies y murmuró: “Primo de Verdad... Primo de Verdad... Pus ni modo que Primo de mentiras, cabrón”. Sintió el peso del sol en la melena revuelta, miró a su alrededor, en busca de un espacio de sombra y vio la puerta abierta de la capilla del Hospital de Jesús. “Una iglesia”, pensó, y cruzó la calle de República de El Salvador, con la intención de descansar un rato y hacer tiempo a que apareciera su proveedor. Entró al recinto, mucho más grande por dentro que por fuera, se tomó unos momentos para aclimatarse a la penumbra y cuando alzó la vista vio un conjunto de figuras humanas enormes pintadas en una pared. “Qué pinche dibujo tan feo”, pensó, aunque reconoció sin dificultad a dos de los personajes: Cortés y Moctezuma.
En el camino a La Lagunilla, Jacinta se moría por hallar a don Rufina (y el frasco que ésta se había llevado de la casa materna) y por saber algo de Andrés. Se detuvo en un cibercafé, abrió su cuenta de Facebook y se topó con el exabrupto que él había escrito minutos antes. La irritó mucho ese reclamo público, así que respondió con otro en el muro de él: “¿Y a ti qué te pasa? Te desapareces y luego me dejas un comentario ofensivo.” Cerró la sesión, pagó la tarifa y siguió su camino.
Los tiempos de sueño de Rufino se fueron reduciendo conforme le dedicaba más y más tiempo a su transformación en mujer y conforme incorporaba nuevas actividades en esa labor: peinarse, maquillarse, pintarse las uñas, rizarse las pestañas. Después de un rato de felicidad en su advocación femenina, tenía que sacarse de encima todos los afeites y revertir lo construido, y ello le tomaba cada vez más tiempo. Sin embargo, cada nueva prenda, cada nuevo cosmético incorporado a su repertorio de efectos, no sólo le proporcionaban el placer del descubrimiento sino que extendían su sensación creciente de bienestar.
El lugar. La aguda conciencia de un sitio y una toponimia precisa: Huitzilan, lugar en el que abundan los colibríes. No era el Tzintzuntzan de los tarascos, ni la localidad poblana de habla náhuatl fundada por nahuas y totonacas cercana a Zacapoaxtla, sino el punto de confluencia de las calzadas de Iztapalapa y Coyoacán, que juntas desembocaban en el islote primigenio. Horas antes, un sol frío y resplandeciente había caído desde el sudeste sobre el puñado de guerreros españoles que avanzaba desde el sureste hacia el corazón de México. Un millar de principales salieron a su encuentro allí, en Huitzilan. Un puente separaba a los europeos de los naturales. Desde el otro lado, percibió el aroma intenso de las flores que portaban los integrantes de aquel cortejo de recepción y vio a Motecuzoma, llevado en andas. La majestad del Tlatoani dejaba traslucir la zozobra de encontrarse ante el enviado de Quetzalcóatl. Ese lugar. Su inconciencia se revolvió mientras hacía un esfuerzo supremo por arremolinar el nombre, las cosas y el viento. En Hutizilan tenían que desencadenarse.
Jacinta no tuvo problemas para localizar el puesto de don Rufina. En el acceso poniente del Mercado de La Lagunilla le preguntó a una vendedora de ropa usada, y ésta fue precisa: al fondo del pasillo, “el local que tiene un maniquí pegado junto a la puerta”. La muchacha se dirigió, con su andar inconfundible de grandes trancos, hacia la dirección mencionada. Vio desde lejos la gran muñeca de estatura humana que extendía brazos y manos hacia adelante, como en una súplica, se acercó a la puerta entornada, dio unos golpes discretos con los nudillos, esperó unos momentos y como no obtuviera respuesta, empujó el batiente y se metió al local. Se había imaginado que habría de ser mucho más arduo encontrar a don Rufina, pero no: la comerciante estaba allí, y Jacinta le notó de inmediato dos defectos que no le había visto antes: tenía el cuello torcido y estaba muerta.
16.12.09
Villahocicos navideños
Vengan diputados,
vamos a votar,
cualquier ignominia
puede ser legal.
Anda, Felipillo,
vamos a beber,
a ver si borracho
logras entender.
Tanque de guerra
blindaje te da,
y por gabinete
tienes un congal.
Anda, Felipillo...
Hoy con Cesarito Nava
y mañana con Beatriz,
piensas culminar tu obra
de arruinar este país.
Anda, Felipillo...
Con música de “Campana sobre campana...”
Campana sobre campana
y sobre campana una,
asómate a la ventana,
verás una gran hambruna.
Belén, campanas de Belén,
¿qué nuevas canalladas
le hacen al SME?
¿Dónde vas tan desnutrido
que ya pareces un fiambre?
Me voy para el campamento
donde está la huelga de hambre.
Campana sobre campana
y sobre campana dos,
mejor cierra la ventana
que este gobierno es atroz.
Belén, campanas de Belén,
¿qué otras barbaridades
hace el Chapelén?
Campana sobre campana,
y sobre campana tres,
para que las cosas cambien
me voy al lado de Andrés.
Con música de “Los peces en el agua...”
La Virgen en Ciudad Juárez
está siendo asesinada.
A San José lo corrieron
del lugar donde chambeaba.
Pero mira cómo roban
los pinches funcionarios,
pero mira cómo gozan
robándole al erario.
Roban y roban, y vuelven a robar,
priístas y panistas,
corruptos por igual.
Durmiendo en la guardería
estaba el Niño Jesús.
Las llamas de la indolencia
fueron su temprana cruz.
Pero mira cómo roban...
A ese tal Chávez y Chávez
que causó tanto dolor,
Felipe y sus senadores
ponen de procurador.
Pero mira cómo roban...
Millones de miserables,
millones de desempleados,
treinta más ricos que nunca
y miles de asesinados:
Pero mira cómo roban...
Nos subieron los impuestos
por balancear al erario
pero no pagas ni un peso
si eres un gran empresario.
Pero mira cómo roban...
Con música de “Noche de Paz...”
Noche del PAN, noche de horror,
todos tienen gran temor
del desempleo y la inseguridad,
y el gobierno con su incapacidad,
nos lleva de mal en peor,
nos lleva de mal en peor.
Noche del PAN, noche de horror,
todos tienen gran temor,
sólo lucran en la oscuridad
los patrones que tienen su amistad,
y los socios de Repsol,
y los socios de Repsol.
15.12.09
Nuevo amparo para
usuarios de Luz y Fuerza
Bájalo con un clic aquí, imprímelo, llénalo y preséntalo, junto con el recibo que te envió la CFE y los documentos que se piden, en una oficina de la Profeco. No permitas el atropello al sindicato más antiguo del país, a más de 40 mil trabajadores, a la propiedad pública, a la economía nacional, a tus finanzas familiares, a tus derechos como consumidor.
“La guerra es la paz”
A Barack Obama le otorgaron una suerte de Premio Nobel preventivo con la esperanza explícita de que se abstuviera de utilizar en forma demasiado injusta y brutal el enorme poderío bélico que su cargo le pone en las manos. Pero los buenos deseos del Comité Nobel no guardan mucha relación con las complejas correlaciones de fuerzas en Washington, en donde el presidente tiene ante sí una encrucijada amarga: si prosigue y profundiza la guerra contra Afganistán, heredada de la administración anterior, le irá muy mal en términos políticos; si la detiene, le irá peor. Éste es uno de los casos en los que las consideraciones éticas y humanitarias no son compatibles con los cálculos electorales y las encuestas de popularidad.
Obama recibió en Oslo una distinción envenenada y lo más triste del caso es que la emboscada no fue necesariamente producto de la mala fe, sino de la estupidez: seguramente los responsables de la decisión soñaban con impulsar, mediante la concesión del Nobel de la Paz al presidente de Estados Unidos, un desarme nuclear rápido y profundo y un desempeño más propositivo y comprometido de Washington en la solución de conflictos regionales. Con esa lógica, ya podrán otorgarle el de Literatura a un poeta veinteañero y prometedor, con cargo a la obra que se espera de él.
Así las cosas, el gobernante, que venía de echar carne a los halcones de la guerra de su país —concretamente, treinta mil cabezas de infantería para descuartizar a sabe Dios cuántos afganos, pertenecientes al talibán, o no—, se vio en la amarga necesidad de mentir abiertamente, por primera vez, en un discurso. Desde luego, Barack no ha perdido el carisma, la simpatía ni las dotes oratorias a las que debe, en parte, su éxito político. Pero el tono de autenticidad que lo ha singularizado sirvió, en esta ocasión, para decir cosas tan falsas como que Estados Unidos “ha ayudado a garantizar la seguridad mundial durante más de seis décadas” y que “nunca ha agredido a una democracia”, o que la agresión occidental contra Afganistán es el empleo de una “fuerza necesaria”, o sugerir que Al Qaeda es el equivalente contemporáneo de la Alemania nazi, o circunscribir la proliferación nuclear a Irán y Corea del Norte, omitiendo deliberadamente a Israel, India y Pakistán.
Obama no es tonto ni ignorante, desde luego, y sabe perfectamente que en los ocho años de intervención militar de su país en Afganistán no se ha fortalecido la seguridad de los estadunidenses y que, por supuesto, no se han fortalecido la democracia ni los derechos humanos en la remota y devastada nación; seguramente no ignora que esa guerra sangrienta, que él decidió hacer suya, no tiene mucho que ver con el fantasmagórico Osama bin Laden ni con las tropelías cavernarias de los talibán sino, sobre todo, con enclaves estratégicos regionales, rutas para oleoductos y renacidos cultivos de amapola; por sentado, conoce que los destacamentos militares de Washington y de sus aliados en el terreno ha causado atroces y masivas violaciones a los derechos humanos de los afganos y muertes de decenas de miles (¿o centenas de miles?) de personas no involucradas en el conflicto. Un dato para el registro de la regresión a la barbarie: en la región afgana de Kunduz, y en el marco de ese esfuerzo bélico tan elogiado por Obama, el pasado 4 de septiembre la aviación militar alemana perpetró, por primera vez desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial, una masacre de civiles en territorio extranjero.
Cuatro mil 121 palabras hubo de emplear Barack Obama, en su conmovedora pirueta discursiva de Oslo, para propugnar lo que el horrendo Big Brother orwelliano podía decir en tres: war is peace. Qué tristeza y cuánta decepción.
14.12.09
Reprimir el pasado
13.12.09
El catedralazo de Milán
11.12.09
Capacidad de síntesis
En su discurso de Oslo, Barack Obama tuvo que emplear 4121 palabras para propugnar lo que el horrendo Big Brother orwelliano podía decir en tres: war is peace.
María Lionza
La estampa es un regalo de Yuri, y perdón por la incorrección política: seré descreído pero me encantan las deidades, sobre todo cuando están buenísimas y fuman, como ésta, que es Reina y máximo escalón de las cortes espirituales, caballera de la danta, Venus americana del agua, los aromas, los bosques y las montañas.
Willy Colón y Rubén Blades: María Lionza (del disco Siembra)
10.12.09
El último suspiro
del Conquistador / XIV
Parado junto al lecho de muerte de su amo, mientras esperaba la secuencia de estremecimientos (casi imperceptibles para el común) que anuncian la inminencia de la última respiración, el almero Tomás repasaba sus acciones futuras: para no despertar sospechas, tendría que salir de Castilleja de la Cuesta aún disfrazado de Juana de Quintanilla y hacerse de una coartada para abordar, como mujer sola, un barco a las Indias. Un ayuda de cámara a quien no había visto nunca antes ingresó en silencio a la habitación, en la que se encontraban el cura, Cortés agonizante y el propio Tomás, y le pidió a éste que saliera. El almero sintió terror de descuidar su puesto al lado del moribundo, pero obedeció. En una habitación contigua, el hombre le dijo, mientras le hacía entrega de los objetos que iba mencionando:
—El Marqués ha dispuesto que se os haga entrega de estos tres talegos con doblones, de estos títulos que amparan tierras en Tabasco y el Soconusco, ansí que de esta carta a la Casa de Contratación de Sevilla para que se os embarque en la nao más cercana a partir, y de estas dos otras, una para el Ayuntamiento de Chiapa de los Españoles, la otra para la Intendencia de Ciudad Real. Ambas os servirán de santo y seña como doña Juana de Quintanilla, esposa del capitán Juan de Malpica, encomendero en Chiapa de Indios.
* * *
Rufino no podía explicarse lo que sentía cuando se miraba en el espejo vistiendo ropa de mujer. Sólo tenía claro que el deseo de transformarse era más fuerte que él, que no podía evitarlo, que lo había acompañado desde que tuvo uso de razón e incluso desde antes de se hiciera una idea básica de las diferencias entre hombres y mujeres. Le sorprendía, eso sí, que la vergüenza y el orgullo pudieran venir mezclados y se dejaran sentir al mismo tiempo, con los mismos actos, con las mismas poses frente al espejo. Pero en las sesiones de travestismo que realizaba en el cuartito del fondo del jardín de la Seño, tras las jornadas interminables en la taquería del mercado, la incomodidad moral fue haciéndose pequeña conforme le crecía un sentimiento de dignidad.
* * *
Confiada en que más temprano que tarde Andrés volvería a buscar sus cosas, o por lo menos el disco duro en el que almacenaba su trabajo académico, Jacinta se dispuso a salir. Pero antes sacó el aparato de la caja en la que se encontraba, fue a la cocina, se puso a cuatro patas y lo escondió bajo el refrigerador. Oyó los pasos de su madre, que se acercaba, y se incorporó.
—¿Qué haces, m’ijita? —preguntó Eduviges sin notar su agitación.
—Voy a salir. Voy a buscar al tlacuache don Rufina —dijo Jacinta con voz cortante, harta de una vida de dar explicaciones.
—¿Y dónde la... digo, dónde lo vas a buscar? ¿En La Lagunilla?
—Pues sí. Es cosa de preguntar en el mercado. Con lo singular del personaje, todo mundo allá ha de saber dónde está su local —explicó Jacinta con paciencia fingida—. Ah, y si viene Andrés, dile que me espere y que no se mueva de aquí. Que no se lleve sus cosas. Lo entretienes, ¿eh?
* * *
Iván sintió que había pasado una eternidad en la esquina de Donceles y República de Argentina. Finalmente, sintiendo que tenía todas las espinas del mundo clavadas en el organismo, y con el pensamiento macerado por la imagen blanda del cadáver de don Rufina, logró incorporarse y dar unos pasos. Conforme avanzaba hacia el oriente, los dolores y el malestar fueron menguando. Siguió por Seminario, desembocó en un Zócalo excesivamente luminoso para sus pupilas aturdidas y quiso atravesar la plaza, encorvado y doliente, pero los elementos de la Policía Federal que secuestraban un tercio de la explanada pública le impidieron el tránsito.
—Por la derecha —le dijo con brusquedad uno de esos hombres disfrazados de robots bélicos del posfuturo tardío, señalando hacia la acera de Catedral.
En otro momento, Iván se habría alebrestado ante la orden, pero esa vez se sentía tan mal que obedeció y hubo de cruzar la plaza por en medio de la plancha central, bajo un sol inclemente. Al llegar al Ayuntamiento dio vuelta a la izquierda. Los dolores habían vuelto y cada paso era una lanza hincada en los músculos de sus piernas. Dobló una vez más a la derecha por Pino Suárez y sufrió un nuevo desvanecimiento justo al pie del conjunto escultórico que conmemora la mítica fundación de Tenochtitlan.
* * *
Andrés recurrió a todas las trampas mentales contra sí mismo para retrasar la visita a la casa de Eduviges, a la que tenía que ir para recuperar sus materiales de trabajo más necesarios, especialmente el respaldo de su información en un disco duro. En camino a la Colonia del Valle, con el pretexto de adquirir por vía electrónica un boleto de regreso a Francia, se metió a un cibercafé. Pero en vez de ir a la página de una línea aérea o de una agencia de viajes, accedió a su cuenta de Facebook y vio que tenía 72 mensajes nuevos y más de 500 notificaciones. Era natural: se había desconectado una semana antes y la comunidad académica le había ido dejando una estratigrafía de materiales, saludos, comentarios y peticiones. Con una pereza infinita, abrió una nueva ventana para revisar los mensajes y en ella, en el espacio de las fotos de sus amigos, apareció la cara de la mujer a la que amaba y detestaba tanto. Andrés se dejó vencer por una curiosidad ansiosa, dio un clic con el puntero sobre el pelo de la muchacha y fue transportado al perfil de Jacinta Dionez Manzano. Al ver lo que ella había puesto ahí, sufrió un ataque de rabia.
(Continuará)
* * *
Del Feisbuc y del Tuiter: El martes pasado, en El Universal, Carlos Loret de Mola escribió que el día en que Televisa transmitió su Teletón, en uno de los centros para discapacitados financiados por esa cosa se recibió una amenaza de bomba. Si fuera cierto el dato, habría sido una acción deplorable y condenable. Según Loret, “está claro” que tras el amago están “los anti-Teletón”, en referencia, parece ser, a quienes hemos criticado, en ambas redes sociales, el magno chantaje emocional de dudosas o jugosas derivaciones fiscales para la casa promotora: “Su discurso intolerante, sin matices, violento, pero derrotado (...), intentó un día más tarde una nueva ruta de expresión: la amenaza de hacer explotar un Centro de Rehabilitación Infantil Teletón”.
Posdata del 10/12/2009, 4:10 pm: Esta mañana recibí de Carlos Loret de Mola, vía Twitter, este mensaje:
Estimado Pedro, leí tu columna. En la mía de hoy puntualizo lo que quise expresar, pero expresé mal, disculpa de por medio.
Para mí es más que suficiente para dar por terminada la confrontación y para reconocer rectitud en mi interlocutor. Le respondí en estos términos:
Carlos: acepto la disculpa y retiro toda crítica por la falta de respuesta a mis preguntas. Saludos cordiales.
______________________________
9.12.09
La cantante necrofílica
... Y el que conduce el programa ha de ser embalsamador en sus ratos libres.
8.12.09
El cambio
Quién sabe. La moneda está en el aire y es posible que en un par de años estemos unos grados más abajo en este deterioro regresivo que le ha impuesto al país un pequeño grupo de potentados, caciques y logreros políticos, y que asistamos, con la rabia convertida en depresión y náusea, a un episodio más de recambio de complicidades en las cúpulas de las instituciones, a un nuevo cambio de colores y estilos en la peor de las delincuencias organizadas, que es la delincuencia de Estado. Es una posibilidad, claro, pero eso no es un rumbo inexorable.
A lo largo de muchos años ese grupo gobernante le ha hecho creer al grueso de la población que es imposible introducir la más pequeña de las variaciones en el proyecto político que nos ha sido impuesto, y mucho menos operar un cambio general —y radical, aunque suene feo— en el orden de las prioridades gubernamentales. Más aun, se ha inoculado en millones de personas la convicción fatal de que la economía y la política existentes son las únicas posibles, que fuera de ellas no hay la menor esperanza de realización personal y que más vale resignarse a la búsqueda de oportunidades individuales en las leyes de la jungla universales y omnipresentes:
—¿Sacar al PRIAN del poder? ¿Hacerle competencia a la Coca-Cola? ¿Vivir sin Televisa? ¿Quedarse al margen del sistema financiero? En qué cabeza cabe. Sé el mejor, aplasta a tus competidores, dónale al Teletón si sientes remordimiento por el mar de desdicha que hay a tu alrededor y no te metas en problemas.
Pero la moneda está en el aire y también es posible que los poderes políticos y empresariales sucumban por efecto de su propia gula infinita, que la enfermedad de la corrupción los hunda en una guerra fratricida y que la situación de calamidad a la que han llevado a la República fermente en fenómenos (más) autoritarios y abiertamente dictatoriales capaces, esos sí, de garantizar orden público y tasas de rendimiento. Desde tiempos de Echeverría y de López Portillo se viene diciendo que el país ha tocado fondo y que nada de lo que venga puede ser peor. Pero cada uno de los sexenios posteriores ha dejado a México en simas más profundas, en caídas económicas más y más graves, en pantanos de corrupción más asombrosos, en torpezas e insensibilidades administrativas más exasperantes, en extremos sin precedente de discrecionalidad, abuso y atropello.
El país no ha tocado fondo y las cosas pueden ir a peor, es cierto. Peor que con De la Madrid. Peor que con Salinas. Peor que con Zedillo y que con Fox. Peor que con Calderón, que ya es como decir lo peor de lo peor. El discurso oficial —el de todos esos, por ejemplo— afirma que nada es posible fuera del desorden neoliberal y antidemocrático establecido. La experiencia indica que el cambio sí es posible, pero que, hasta ahora, ha sido para empeorar. El corolario deseado es que más vale no moverle y resignarse a lo que hay. En la medida en que el grupo en el poder siga teniendo éxito en hacer creer esta mentira, el rumbo del país irá, efectivamente, de mal en peor.
Existe, sin embargo, otra posibilidad: que la gente, acicateada por el desempleo, la carestía, la inseguridad, los atropellos y la arrogancia de los gobernantes, descubra el gran engaño de la supuesta fatalidad, se decida a ser protagonista de la historia y se proponga imprimir en el país un rumbo favorable: llevar al poder público un proyecto político que ponga en el primer lugar de las prioridades el bienestar de la población, ponga límites a las potestades de facto de los conglomerados empresariales, emprenda la limpieza de la administración y se deslinde de las complicidades con el pasado institucional y con el presente delictivo.
Claro que se puede y hay, para ello, un camino transitable: el de la organización y la lucha civil pacífica. Si se logra este vuelco en las conciencias, es posible y probable que en cosa de dos años, tal vez antes, tal vez poco después, estemos en plena tarea de ordenar, humanizar, sanear y dignificar el gobierno. Va un abrazo afectuoso para los que se mantienen en huelga de hambre: Mónica, Judith, Tere, Isabel, Elena, Karla, Diana, Iris, Cielo, Alejandra, Evelyn, Luis Rolando, José, Pedro, Sergio, José Juan, y Alejandro, Carlos, Lourdes, Ricardo y otros dos. Ellos son, en estos días, los profetas del cambio que necesitamos.
6.12.09
5.12.09
Que chingue a su
madre el cielo
La vida eterna es consuelo
del ánima insustancial;
frente al esplendor carnal,
que chingue a su madre el cielo.
Ante el afán y el desvelo
por escudriñar el clima,
cáiganos la lluvia encima
y chingue a su madre el cielo.
Si algún astronauta lelo
prefiere su profesión
a la amorosa emoción,
que chingue a su madre el cielo.
Con ese su idiota celo
de excluir al homosexual,
jódase usted, cardenal
y chingue a su madre el cielo.
La pobreza es un flagelo
que se debe erradicar
esta tarde, a más tardar,
y chingue a su madre el cielo.
4.12.09
3.12.09
El último suspiro
del Conquistador / XIII
El trabajo de Rufino en la taquería era extenuante. Seis días a la semana, de lunes a sábado, tenía que pararse a las cuatro de la mañana, darse a jicarazos de agua helada uno de los dos baños diarios prescritos por su patrona, vestirse con unas prendas de hombre que cada día le resultaban más intolerables, salir al puesto y realizar, a partir de las cinco, los preparativos del día: amasar a mano limpia el nixtamal comprado la víspera, preparar dos ollas de atole, poner a cocer los trozos de falda de res y los pollos descuartizados, tostar al comal los tomates, los jitomates, los chiles, las cebollas y los ajos para las salsas, pelar, desflemar, moler, freír; desmenuzar el chorizo; granular el queso; sacar los cascos del refresco de las cajas, acomodarlos en la hielera, recibir los grandes cubos que dejan los del camión hielero, romperlos y acomodar los fragmentos entre las botellas; cortar diez pliegos de papel de estraza en cuadritos de 15 por 15; sacar la carne y el pollo, ya cocidos, y deshebrarlos cuando aún están humeantes y su contacto levanta ampollas en las yemas de los dedos; cuando llegaba al momento de poner a derretir la manteca de cerdo, llegaba la dueña con su compra de crema ácida, un costalito de pambazos, lechugas frescas y cilantro, y había que picar este último, además de cebolla, rebanar la lechuga, y dejar tres volcancitos bien dispuestos. Luego, entre los dos, prefiguraban en el comal (ah: antes había que limpiar bien los pellejos de chile y tomate que se le hubieran quedado adheridos) los tacos para dorar y a las ocho de la mañana ya estaban listos para abrir y atender a la clientela.
La Seño se hacía cargo de la cocina y de la caja, y a Rufino le tocaba atender a los clientes y a los proveedores (el camión de los refrescos pasaba martes y jueves a las 11, y había que acomodar cinco cajas de refresco al fondo del changarro; el cilindrero del gas aparecía los viernes al mediodía), limpiar las mesas y, en las horas flojas que separaban a los que desayunaban de los que amorzaban, lavar platos y correr a comprar lo que se necesitara. Cuando cerraban el local, entre cuatro y cinco de la tarde, había que limpiar a conciencia la cocina, fregar con lija de agua y detergente ollas, comales y peroles (salvo los de peltre, como los que se usaban para el atole), barrer, trapear y lavar las mesas; luego, ir de compras con la Seño: al molino de nixtamal a comprar los diez kilos de masa para el día siguiente, a la carnicería, a la pollería, a la recaudería, y a la tienda del verdulero.
Por ahí de las siete, Rufino alcanzaba unas horas de libertad. La Seño no incursionaba nunca en el cuartucho del fondo del jardín y estaba claro que el espacio, mientras no ocurriera otra cosa, era exclusivo de él. Entonces corría la cortina, enroscaba el foco para alumbrarse, y sacaba de sus cajas de cartón sus tesoros, adquiridos en sus domingos libres en los tianguis más alejados que conocía: una blusa perlada de botones azules, una falda plisada como de colegiala, un sostén enorme cuyas copas rellenaba con el par de calcetines que no estaba usando... Ataviado con esas prendas, Rufino se asomaba al espejo en el que había invertido 24 jornadas agotadoras y en esa superficie reflejante delineaba poco a poco su yo auténtico: Rufina.
La noticia de la puesta en marcha del Gran Acelerador de Hadrones lo removió. Andrés se dio cuenta que no tenía nada que hacer en México. El país estaba dislocado y le resultaba incomprensible, le resultaba cada vez más difícil soportar a Jacinta y no tenía el menor deseo de presentarse de súbito ante sus parientes y amigos en esa circunstancia: desorientado, tanteando en el laberinto de una existencia que hasta semanas antes había tenido un rumbo muy claro. Pensó que lo correcto era tomar, lo más pronto posible, un vuelo de regreso a París. Dejaría abandonadas en la casa de Eduviges la mayor parte de sus pertenencias; la renuncia a sus pocos objetos materiales lo purificaría y, además, no quería ver a Jacinta antes de partir: sabía que la presencia de ella podría derrumbar su decisión de volver al doctorado. Para conjurar la evocación que se le había venido a la mente se sumergió en los recuerdos de su investigación doctoral: los gluones y el plasma de quark bailaron en su cabeza y sintió un deseo agudo de revisar un detalle particular de su trabajo. Entonces cayó en la cuenta de que sus libros, sus papeles y, sobre todo, la caja negra de un terabyte en la que guardaba los resultados de casi dos años de trabajo, estaban en casa de Eduviges. “Debo ir”, se resignó.
En varias ocasiones, durante los 22 años que permaneció con el Conquistador, el almero Tomás fue llamado al lecho de don Hernando. Cada vez que éste sentía la menor indisposición o sufría un accidente, por pequeño que fuera, hacía que llevaran al brujo a su lado, por si le llegaba el momento postrero. Tomás era natural de un pueblo perteneciente al señorío de Acalan, Taxakhaa, al que los mexicanos llamaban Teotilac (Cortés, con su oído de artillero, escuchó “Teutiercas”, y así quedó bautizado para la historia) y se encontraba en la cuenca del Usumacinta, para mayor precisión, en el brazo San Pedro del Candelaria. Por el resto de su vida, Tomás habría de recordar el caballo del Conquistador, organismo que le causó una impresión mucho mayor que la que le provocó el jinete; de esa desproporción infirió después el enorme desamparo espiritual que animaba al extremeño en sus andanzas, proezas y canalladas, y confirmó algo que sabía desde mucho antes: que los hombres no consuman sus logros por su fortaleza, su audacia o su inteligencia, sino por su debilidad, su pánico y su ignorancia. Con esa vieja certeza en mente, entró a la residencia de Castilleja de la Cuesta, se dejó conducir hasta los aposentos de las criadas, aprovechó el rato que le concedieron para asearse y sacudirse el polvo del viaje, guardó entre sus ropas de mujer un par de frascos de vidrio soplado con sus respectivos tapones de corcho y esperó a que lo condujeran hasta la habitación en la que el Conquistador pasaba sus últimos momentos.
De vuelta del café Internet, Jacinta se horrorizó ante la perspectiva de quedarse sola en un hotel del centro. La ausencia de Andrés le dolió en todo el cuerpo y sintió rabia por esa debilidad que no podía controlar. Lo evocó, vagando por ahí, o tal vez visitando a sus viejas amistades, o acaso en camino al aeropuerto para tomar un avión de regreso a París. Entonces recordó que en la casa de su mamá se encontraban las pertenencias mayores de su novio (¿o debía empezar a pensar en él como ex novio?) y dio con una solución perfecta a su propia situación empantanada. “A ver si pasa por sus cosas —calculó— y yo necesito un lugar donde vivir que no sea este pinche hotel”.
Ya de noche, abordó el enésimo taxi del día con rumbo a la Colonia del Valle. Le atormentaba la posibilidad de que, en su ausencia, Andrés hubiera pasado a recoger sus cosas, pero se tranquilizó cuando vio las cajas de él todavía apiladas en la entrada de la casa. A la mañana siguiente despertó en su habitación de toda la vida. Su mamá, Eduviges, le llevó el desayuno a la cama.
A diferencia de Andrés, Jacinta no había querido llevar consigo su computadora portátil y la había empacado en las cajas que ambos dejaron en la casa de la Colonia del Valle. Abrió una de las cajas de cartón, sacó de ella su notebook amarilla y vio el disco duro removible que Andrés cuidaba con esmero obsesivo. Se sintió feliz porque él tendría que ir a buscar ese objeto, formuló un paralelismo gozoso: y lo expresó en voz alta:
—Por el momento —le brillaron los ojos al decirlo— he perdido el frasco del Marqués del Valle, pero tengo el de Andrés”.
Otra cosa: quienes tengan el gusto por la poesía y por los libros bien hechos (pero baratos), dense una vuelta por el blog de la editorial VersodestierrO y por la página del editor Andrés Cardo: un cruce de caminos, un noticiero de palabras que hierven, editores y autores jóvenes, como el propio Andrés, o maduros, como el admirado Max Rojas, a quien la madurez no le ha quitado un ápice de energía poética.