CALDERÓN EN LA TUMBA
Ejerció la investidura
usurpada, Calderón,
con la estúpida ilusión
de aumentar de estatura.
Estando en la sepultura,
se preguntaba, al final,
qué fue lo que salió mal,
y vio que el empeño vano
no fue el haber sido enano
sino un enano mental:
el mandatario pirata,
en carroña convertido,
vio que le había salido
el tiro por la culata:
su política insensata
aumentó el desempleo,
el narco creció bien feo,
la pobreza, cuantimás,
y por eso, Satanás
al punto le dio un empleo.
EL ESQUELETO DE CARSTENS
Carne podrida y obesa,
pero mucha, ésta que ves,
quiso inventar, cierta vez,
un impuesto a la pobreza.
La Muerte, sin sutileza,
le puso un “estate quieto”;
pero este peso completo
la metió en un problemón:
le está costando un montón
encontrarle el esqueleto.
EL SECRETARIO DE INSALUBRIDAD
Córdoba Villalobos, secretario
de la insalubridad calderonista,
es de lógica simple que se vista,
desde antes de morir, con un sudario.
Insepulto, el inepto funcionario
va poniendo vacunas de saliva
y ofrece a todo aquel que las reciba
un digno monumento funerario.
Fabricante de cifras convenientes,
aliado dominguero de la influenza,
verdugo de infectados y pacientes,
con fundadas razones hay quien piensa
que a Córdoba sus gastos excedentes
se los paga la Muerte, que no es mensa.
LA “GUERRA CONTRA EL NARCO”
Se sentía Calderón
dizque persiguiendo al narco,
y estaba hundiendo en un charco
de sangre a la población.
El país es un panteón,
por su confusión fatal:
que la misión policial
es abrir para Gayosso
y su negocio espantoso
un mercado nacional.
LA EXTINCIÓN DE LUZ Y FUERZA DEL CENTRO
Fue Felipe de Jesús
quien, de muy mala manera,
concibió la chingadera
al calor de un alipús:
una población sin luz,
y electricistas sin chamba,
“¡qué idea genial, caramba!”,
se burlaba la nación,
y falleció Calderón
de una merecida pamba.
QUIQUE PEÑA NIETO
Ahí va Quique Peña Nieto,
seductor y copetón,
exhibiendo en el panteón
su lamentable esqueleto.
Al político coqueto
la Parca volvió ceniza
y si antes tenía prisa
por llegar a presidente,
hoy, cadáver pestilente,
no liga ni en Televisa.
LA CRISIS
Es mala, mas no pendeja,
la reinante oligarquía,
y muy clarito entendía
que la crisis no es pareja
porque si al rico le deja
excelente plusvalía,
ahonda la carestía
y multiplica el horror
que el pueblo trabajador
enfrenta día con día.
LA SUPREMA CORTESANA DE INJUSTICIA
De la injusticia suprema
más cortesana que corte,
no realizó algún aporte,
ni resolvió algún problema;
jueces prevaricadores,
hoy espantan en Dolores
reducidos a los huesos,
entre impunes pederastas,
y otras ánimas nefastas
de criminales confesos.
LA REFORMA FISCAL DE CALDERÓN Y CARSTENS
La iniciativa fiscal
que pretendía el gobierno
ya se encuentra en el infierno
para alivio nacional.
Quería causarle mal
al bolsillo del jodido,
salvar al favorecido
y mantener el boato
de un régimen insensato
que también ha fallecido.
TELEVISA Y TV AZTECA
Pretendieron las dos televisoras,
la infame Televisa y TV Azteca,
burlar a la implacabe Muerte enteca
disfrazándose de legisladoras.
Pero ahí andan las dos, en estas horas,
a cual más ofrecida y perendeca,
la carne hedionda y la mirada hueca,
calacas putrefactas y maloras.
Ocurrió que por mucho diputado
que obtuvieron de modo marrullero,
tienen un deplorable resultado
y es que el pueblo, sagaz y justiciero,
al falaz duopolio ha castigado
con un rating total de menos cero.
30.10.09
Calaveras sin Luz ni Fuerza
29.10.09
El último suspiro
del Conquistador / VIII
Cuando Jacinta llegó al hospital, Eduviges, su madre, ya había sido dada de alta; la encontró en la recepción, vestida como persona sana, sentada en un sillón más cómodo que la circunstancia y con la vista clavada en los zapatos. “Vámonos, mamá”, le dijo en un volumen bajo que quería llegar a tierno y que apenas lograba ser audible.
Tras una ausencia de muchos meses, Jacinta había vuelto a México, en compañía de su novio Andrés, obsesionada por recuperar el frasco que había guardado en una bodega de la casa de sus padres y en el que, según ella, se encontraba la última bocanada de aire exhalada por Hernán Cortés. Halló que su madre había tirado todo el contenido de la bodega y se enfureció. La mujer le explicó que había entregado los trebejos al tlacuache don Rufina, que tenía un puesto de cosas viejas en el mercado de La Lagunilla. Con ese dato en mente, Jacinta, remolcando a su novio, salió de la casa sin despedirse. La pareja abordó un taxi con rumbo al centro pero el camino estaba bloqueado por una gran manifestación del Sindicato Mexicano de Electricistas, que protestaba por la decisión gubernamental de extinguir la entidad paraestatal Luz y Fuerza del Centro y dejar a sus agremiados sin trabajo. Ante las dificultades para trasladarse y el cansancio que cargaban a cuestas, Andrés y Jacinta decidieron ir unas horas a descansar al hotel en el que habían dejado sus cosas. El gusto les duró poco: alguien marcó al celular de Jacinta —el mismo celular que usaba en París, y que ella se había traído consigo casi sin darse cuenta— para avisarle que su madre se había comido 83 pastillas de un complejo vitamínico y que estaba hospitalizada con un cuadro de gastritis severa.
Eduviges sintió que Jacinta la trataba como trasto viejo y esa gota rebalsó el cáliz de su infelicidad. Dos meses atrás, su marido había pasado por una intervención quirúrgica dolorosa e incómoda y Eduviges estuvo siempre a su lado o, más bien, había creído estarlo, porque en algún momento el hombre sedujo a, o fue seducido por, una de las enfermeras del sanatorio, una señora gordinflona y meliflua que se dirigía a ella llamándola “reinita” y que en cosa de tres días la dejó sin cónyuge. El regreso de Jacinta y su despliegue de modales bruscos y exasperados le provocaron un ataque de rabia contra el mundo que se convirtió a su vez en un intenso deseo de arrojar su propio cadáver sobre la existencia del marido abandonador y de la hija desamorada. Había visto en películas que un frasco de píldoras o tabletas basta para poner fin, por envenenamiento, a una vida, así que fue al botiquín de las medicinas, escogió el frasco más grande, con las pastillas más gordas, y devoró su contenido, lubricado con leche para hacer menos ingrata la ingesta. La mujer ignoraba que, si bien uno puede matarse colocándose en el organismo un exceso de prácticamente cualquier cosa, hay sustancias más recomendables que otras para ese propósito: prefiéranse, por ejemplo, compuestos orales a supositorios y pomadas; somníferos a antihistamínicos; cardiotónicos a antibióticos, y analgésicos a anticonceptivos; de otra manera, el camino al cementerio se vuelve largo, accidentado y aun gracioso, un efecto que cualquier suicida que se respete desea evitar por todos los medios.
No fue ni siquiera necesario el lavado estomacal, pues Eduviges no logró retener el cuarto de kilo de vitaminas que se había tragado y las vomitó incluso antes de que llegaran los paramédicos. Ella misma los llamó, con un cólico endiablado y un sentido de derrota total e irremediable. “Vámonos, mamá”, le dijo su hija, unas horas después, con una voz que quería ser tierna y que no lo conseguía.
En la primera cláusula de su testamento, él había ordenado que sus huesos fueran llevados a la Nueva España en un plazo de diez años después de su muerte “y antes, si fuese posible, y que los lleven a mi villa de Coyoacán y allí les den tierra en el monasterio de monjas que mando hacer y edificar”. Hasta donde sabía, era el único mortal en el mundo que había dispuesto el futuro de sus restos físicos y de su ánima, aunque ni una palabra había dicho de la segunda al escribano Melchior de Portes, a quien dictó las disposiciones relativas a sus bienes y sus despojos una vez que falleciera. Su alma quedó confiada, en cambio, en estricto secreto, al almero Tomás, quien le había prometido captarla en el momento postrero y guardarla en un frasco, en donde aguardaría (¿décadas? ¿centurias? ¿milenios?) una oportunidad propicia para resucitar.
—¿Me volverás al mundo o no? —Se había impacientado don Hernando más de una vez—. ¿Por qué no hablas claro?
—Las manos de Tomás morirán, tal vez, antes de que llegue tu momento —respondía él, sin encontrar el lenguaje suficiente para despejar los enigmas que exasperaban a su amo—. Pero el aire de tu vida va a estar guardado mucho tiempo, hasta que alguien lo encuentre, tal vez...
Hacía una eternidad que no sentía nada, pero se habían hecho presentes unos vagos ramalazos de aromas mexicanos, unas visiones de paisajes del Anáhuac, una remota virbación que podía ser movimiento. Y no pensó, porque no pensaba, ni se preguntó, porque faltaban los elementos para construir una pregunta, pero ante su inconsciencia aparecieron, de manera absurda, los huesos y el ánima, y no supo qué era él en ese momento, si aquellos o ésta, ni en dónde estaban unos y otra, pero percibió olores que sólo existían en los alrededores de la gran Tenochtitlan y evocó el sabor (un tanto amargo, un tanto dulzón, un tanto agrio) de la violencia, de la injusticia y de la atrocidad, y supo, sin saber, que la vida volvía a estar próxima.
Andrés no quiso acompañar a Jacinta a sacar a su madre del hospital. Se sentía harto de la historia sin pies ni cabeza que le había alterado la existencia y lo había metido en una ruta de acontecimientos impredecibles. Durmió lo que quedaba de esa noche y cuando lo despertó la luz del día que entraba a borbotones por la ventana del cuarto del hotel, hubo de hacer frente a su propio vacío: no se atrevía a buscar a sus parientes y a sus amigos porque no podría explicarles de manera racional su presencia en México y se sentía un tanto avergonzado de haberse dejado arrastrar a la circunstancia en la que se hallaba. Tampoco deseaba romper con Jacinta, tanto porque experimentaba hacia ella uuna atracción irresistible, como porque intuía que ambos estaban apenas en el principio de una aventura extraordinaria que no quería perderse. Se duchó, se vistió y salió a caminar por las calles del centro: Revillagigedo, Victoria, República del Salvador... Le maravilló encontrar tanta tecnología en vitrinas de tiendas comunes y corrientes y pensó, dejándose margen para bromear consigo mismo, que si los físicos iraníes hubieran venido de compras a ese barrio ya habrían logrado ensamblar media docena de bombas atómicas. Cuando contemplaba un anaquel lleno de potenciómetros, capacitores y relevadores, un muchacho que se aburría detrás del mostrador le gritó:
—¡Llévate lo que quieras, que está todo a mitad de precio!
—¿Por qué?
—Porque el patrón va a cerrar el changarro. Con los nuevos impuestos, ya no hay forma ni de salir tablas.
Iván estaba hasta la madre de que se burlaran de él y, sobre todo, de su mujer, o de su hombre, o de lo que chingados fuera. Esa mañana don Rufina le llevó el desayuno a la cama, lo vio comer, retiró los platos, los lavó, alzó la cocina y salió en busca de chácharas. Iván deambuló en ropa interior por el pequeño departamento. Echó el ojo y el guante a una botella de brandy y en pocas horas se bebió la mitad del contenido. Hacia medio día salió, tropezándose, en busca de algo para comer. Se fue al mercado y antes de llegar a los puestos de alimentos, se cruzó con un antiguo proveedor. Le pidió unas grapas para atemperarse la borrachera y se fue a la bodega de don Rufina, en donde se metió dos rayas completas. Perdió la noción del tiempo, pero no una sensación de urgencia indefinida y asfixiante. Cuando vio llegar a don Rufina, cargada de bultos y bolsas, comprendió que tenía prisa por matarla.
27.10.09
Coyotaje y huelga general
Los agravios a la sociedad perpetrados por este régimen de coyotes han llegado a tal punto que hoy, en el escenario político, se encuentra la perspectiva de un paro nacional como punto de confluencia de diversas oposiciones. La idea —lanzada el sábado pasado en la Asamblea Nacional de la Resistencia Popular, y al calor de la campaña de solidaridad hacia el SME— podría parecer temeraria y hasta descabellada, toda vez que no existe en México experiencia sindical ni política y lo más parecido a una paralización económica del país no ha sido consecuencia de una protesta opositora, sino del desempeño estúpido e irresponsable del calderonato ante la crisis en curso.
Desde 1936 no se ha intentado una huelga nacional y el tema ni siquiera se había planteado en los últimos seis años, es cierto. Pero el país tampoco había padecido una administración que conjugara ilegitimidad, ineptitud y corrupción en dosis tan masivas como la actual.
Es posible que la embestida oficial contra LFC y contra el SME contribuya a afinar el guión de este sexenio como no lo han hecho ni la inverosímil “guerra contra el narcotráfico” ni la intentona privatizadora de la industria petrolera del año pasado ni el empeño por reconcentrar la riqueza por medio de canalladas fiscales ni el súbito y fársico discurso presidencial que dio cuenta del descubrimiento de la pobreza en el país. Una buena parte de la sociedad —que excede ampliamente al movimiento lopezobradorista y al círculo de solidaridad directa con el SME— está harta del coyotaje institucionalizado y de la gestión administrativa enfocada a intereses amigos. Un paro nacional en protesta por ese estilo personal de gobernar puede conjuntar voluntades y energías sociales insospechadas. Por ahora no hay fechas ni rutas críticas, sino una mera idea que se robustece y alimenta por la indecencia misma del actual régimen. A ver.
22.10.09
El último suspiro
del Conquistador / VII
Eduviges Manzano, la madre de Jacinta, había esperado muchos meses el momento de hablar con su hija. Y ahora la escuincla mocosa, después de un año de ausencia, aparecía de la mano de un hombre desconocido, le arrojaba un saludo insípido, subía corriendo a la bodega de la azotea a buscar un frasco viejo, no lo encontraba, le venía el sentimiento y se largaba, claro, de tal palo tal astilla, sin ni siquiera saludar, y la trataba a ella (a Eduviges, a E-du-vi-ges-Man-za-no-de-la-To-rre) como si fuera un adorno, no, peor, porque uno se fija en los adornos y toda persona educada tiene que decir por lo menos “¡ay, qué bonito!”; más bien como una basura, como una telaraña molesta; pues que se largara Jacinta con su padre y con la enfermera gorda con la que el idiota se había ido a vivir, dejándola a ella, a Eduviges, en la soledad y en la deshonra, a ver si esos dos perros calientes la volvían a meter al kínder y a la primaria, que es lo que esta canija necesitaba para aprender modales.
Con esos pensamientos en la cabeza y una sensación de presión detrás de los ojos, Eduviges Manzano bajó las escaleras de servicio, cruzó el patio, entró a la casa, atravesó la sala, subió a la planta alta, fue a su habitación, se dirigió al gabinete en el que guardaba las medicinas, sacó del mueble un bote de plástico como de medio litro, regresó a la cocina y allí empezó a sollozar, pero no se detuvo. Puso sobre la mesa el recipiente junto con un envase de leche que tomó del refrigerador, un plato sopero que bajó de la alacena y una cuchara obtenida en el cajón de los cubiertos. Desenroscó el tapón del frasco y vio, con satisfacción maligna, que estaba casi lleno de unas tabletas amarillentas y grandes; las vació en el plato, les echó encima un chorro de leche y se dispuso a deglutir aquello como si se tratara de cereal del desayuno.
* * *
—Fuiste grosera con tu mamá —le dijo Andrés a Jacinta cuando ambos devoraban sendas tortas en un cuchitril de la colonia Doctores. Habían abordado un taxi, ella le había pedido al conductor que los llevara al mercado de La Lagunilla y a medio camino se quedaron atrapados en un gran embotellamiento. Poco después, por entre los vehículos paralizados, hordas de peatones se abrían paso caminando en la misma dirección. Portaban pancartas y llevaban prisa.
—¿Quiénes son? —preguntó Jacinta.
—Los electricis... —respondía el chofer, cuando pasaron, junto a la ventanilla de ella, varios hombres que andarían por la cincuentena y que cantaban a coro:
Yo no soy García Luna
ni soy Lozano Alarcón
ni pertenezco a la mafia
que desangra a la nación;
yo soy un electricista
corrido por Calderón.Nos han lanzado a las calles
a gritar por la ciudad;
quieren provocar violencia
pues calculan con maldad.
Podrán quitarnos el sueldo
pero no la dignidad.
* * *
Don Rufina era una mujer generosa y atenta a las necesidades de los demás, pero casi nadie en su entorno reparaba en esas virtudes; para la mayor parte de los locatarios del mercado de La Lagunilla (tanto hombres como mujeres), más relevante que su bondad era el hecho de que poseyera, así fuera por un accidente de la naturaleza, pene y testículos, y que no los honrara con su comportamiento.
Cuando prosperó su negocio, don Rufina se permitió una que otra ilusión pagada: se hizo con un ejemplar del catálogo de sexoservidores que circulaba entre los locatarios del mercado y contrató los servicios de algunos muchachos que exhibían filete, suadero y chamorro engrasados y a punto de estallar. Su motivación principal no era el placer, sino la satisfacción de fantasías sentimentales: cuando recorría esas musculaturas inverosímiles, cuando acariciaba aquellos glandes enormes, majestuosos y apacibles como cetáceos difuntos, don Rufina construía la ilusión de que en uno de esos cuerpos habitaba su alma gemela.
Iván, su novio, 21 años menor que ella, estaba convencido de que don Rufina era un ser inmoral y hasta despreciable. Ella lo había rescatado de la fármacodependencia y de la prostitución. Iván despreciaba su trabajo, se despreciaba a sí mismo y despreciaba a sus clientes de ambos sexos, había desarrollado una cáscara gruesa y antes de acudir a sus citas de trabajo se anestesiaba el alma y el cuerpo para no sentir placer, dolor, desagrado, afecto, antipatía o náusea.
Por alguna razón ajena a su voluntad, Iván llegó descompuesto a su primera cita con don Rufina, se quebró entre sus brazos y se permitió gimotear, ya fuera por el aguijón de la abstinencia o por una carencia más honda que ni siquiera ser atrevía a identificar. Don Rufina, en vez de exigirle la devolución del anticipo y echarlo de su recámara, lo arrulló, lo mimó y logró que se calmara. Iván se dejó hacer, no sólo porque no tenía fuerzas para resistirse, sino porque ella lo metió de golpe en un territorio que no había pisado nunca, que lo conmocionó y que le pareció preferible al de la muerte: el de la ternura materna.
* * *
Él no sentía nada ni percibía nada. Pero en la neblina difusa de su inconsciencia aparecieron las gargantas que había cercenado, los brazos que había separado de sus troncos, los ojos que había reventado con adargas, las tripas que había desenredado hurgando con la espada en el vientre del enemigo, las mujeres a las que había tomado por la fuerza y las innumerables personas a las que les había manoseado el destino: casarlas, separarlas, desterrarlas, ahorcarlas, utilizarlas...
* * *
Andrés estaba arrasado por el hambre y por el cansancio del vuelo trasatlántico seguido de desplazamientos sin sentido por media Ciudad de México. A propuesta suya, le pagaron al taxista, se apearon y entraron en una tortería para comer y esperar a que terminara el colapso de tránsito causado por la movilización de electricistas. Ya sentados ante una mesa de lámina, él le reprochó su conducta filial. En realidad, se sentía atropellado en carne propia por los arranques atrabiliarios de su pareja y sufría una incomodidad creciente ante aquella mujer a la que encontraba más hermosa y deseable mientras más atropellos cometía.
—Pues mi mamá también ha sido grosera conmigo durante toda mi vida, fíjate tú —replicó Jacinta, entre mordida y mordida de una torta gigantesca—. Siempre me trató como si yo fuera su muñeca, no su hija; ha vivido procurándome “lo mejor”, sin tomarse jamás la molestia de preguntarme qué es lo que yo considero “lo mejor”... Mira, y hasta te apuesto a que escombró la bodega pensando que me iba a encantar encontrarla limpia... Pero nunca supo el valor que ese tiradero tenía para mí. Y así ha sido en todo.
Tras formular esa confidencia balsámica, Jacinta pudo ver, sentado frente a ella, a un hombre que le encantaba, y le dolió mirarlo rajado por el agotamiento y por el desconcierto. Vio en él el estado deplorable de ambos: despeinados, sucios, muertos de cansancio. Lo tomó de las manos y le propuso que se fueran a pie al hotel, que se dieran un baño y que durmieran unas horas. Ya podrían postergar para el día siguiente la búsqueda del frasco en el que, según ella, podría encontrarse el alma de Hernán Cortés. Andrés accedió. Caminaron unos pocos kilómetros; cruzaron por entre los contingentes de la marcha de protesta y vieron en ella muchos miles de rostros exasperados, otros abatidos, y muchos más, iluminados por la certidumbre de su causa. En la habitación recuperaron el amor y luego flotaron en un letargo plácido. Entonces sonó el teléfono celular de ella. Jacinta respondió con desgano y lo que escuchó la descompuso. “¿Cuándo?” “¿Dónde la tienen?” “¿Está consciente?” iba preguntando entre sollozos. Colgó, se limpió los mocos, hizo una pausa en el llanto y recitó con la vista fija en la pared:
—Internada uno o dos días más. Ya la libró. Hay que hacerle análisis de hígado y de riñón —y volvió a romper en llanto.
—¿Qué pasó? —exigió Andrés.
—¡Qué pendeja es mi mamá! —reventó Jacinta, aún entre sollozos, y con desesperación y rabia—. Trató de suicidarse con vitaminas.
(Continuará)
20.10.09
Poder fáctico
Nos sigue sorprendiendo que el actual gobierno prescinda en forma tan clara de las consideraciones políticas, más allá del aprovechamiento de anestesias colectivas de matriz futbolera; que sus personeros mientan con tal desenfado; que las medidas oficiales resulten tan manifiestamente contrarias a la decencia, cuando no tan violatorias de la legalidad; que no exista, o no parezca existir en el quehacer de la administración pública, la menor consideración para con los integrantes de los habitantes de México en cualquiera de sus dimensiones: como consumidores, como causantes, como ciudadanos, como derechohabientes... La “extinción” de Luz y Fuerza del Centro es emblemática de esta conducta a contrapelo del interés nacional y de la suma —que no es lo mismo— de los intereses particulares: la ofensiva contra el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME), que culminó con el sabadazo felipero del 10 de octubre lanza a las calles, en tiempos de crisis, a más de 40 mil nuevos desempleados; provoca pérdidas enormes a la economía del centro del país (botón de muestra: 758 fábricas con apagones de hasta 11 horas), obliga a incurrir en gastos extraordinarios y no previstos (desde las liquidaciones hasta las movilizaciones policiales y militares, pasando por la guerra oficial de spots y desplegados), instala un nuevo foco de tensión social y política en un escenario nacional ya sobrado de ellos, subraya las alianzas facciosas del calderonato con la parte más nauseabunda del sindicalismo charro (las cúpulas del SNTE y de los petroleros), saca a la luz algunos de los planes de negocio de la oligarquía gobernante en el sector eléctrico y somete al régimen al riesgo de una nueva derrota, como la que sufrió el año pasado su embuste de las “aguas profundas” como coartada privatizadora de la industria petrolera.
Sin embargo, contra viento y marea, y sin apiadarse ni de sus propias posibilidades de supervivencia política ni de la realidad en general, el calderonato ha cumplido a rajatabla con el designio liquidador de la empresa y del sindicato, un designio que la omertà político-empresarial y mediática viene cocinando desde hace cuando menos una década, sino no es que desde hace dos, en una apuesta cuya relevancia rebasa, con mucho, los vacilantes estados de ánimo del gobernante en turno y los enjuages corruptos que se desarrollan en su círculo más cercano. El golpe no sólo ha causado rabia y respuestas críticas en la sociedad sino también un gran desconcierto porque, lejos de ser una muestra de solidez y fuerza institucional, constituye una expresión de debilidad: este régimen, en vez de hacer política, produce televisión; García Luna, secretario de la fuerza militar travestida de civil, es mucho más importante para su jefe formal que Gómez Mont, quien, como puede verse si se analiza con cuidado, se ha quedado con menos materia de trabajo que los electricistas del centro de la República.
La tendencia a gobernar a punta de situaciones de hecho resulta mucho más entendible si uno se toma la molestia de recordar que el gobierno actual es, él mismo, un poder fáctico, surgido del fraude electoral de 2006, de un asalto a las instituciones perpetrado en ese año y no muy diferente —aquí también tuvieron a los tribunales supremos y al Congreso— al que realizaron en Honduras, tres años más tarde, Micheletti y su banda. Esta administración desprecia el sentir ciudadano porque éste lo más que logra es manifestarse en votos y los votos salen sobrando o, mejor dicho, no se contabilizan como Dios manda: el sufragio no obliga a la rendición de cuentas; es, a lo sumo, un mecanismo de ajuste de cuentas entre las diversas fracciones partidistas que conforman la mafia en el poder. En su lógica, las tendencias electorales no las configuran las necesidades y los intereses de la ciudadanía, ni inciden en ellas (y si inciden, no importa) los aciertos o los extravíos de los políticos: la tele se encargará en el momento preciso, y si no, ahí estarán los pefepos para reforzar el mensaje. A quienes mantienen secuestradas a las instituciones, la política les sobra y les estorba: lo de ellos es el bombardeo mediático, el amago policial-militar y la corrupción y la compra de voluntades —el colmo: ahora Lozano Alarcón remplaza sus tradicionales ladridos por una voz meliflua de vendedor de cursos de inglés y computación para premiar el sometimiento (más bien hipotético) de los trabajadores electricistas.
En el momento actual, el poder del gobierno parece institucional y hasta constitucional, pero es fáctico.
19.10.09
El poder y la gloria
¿Y no habrá sido que Calderón quería introducir novedades en su vida erótica (whatever that means)?
16.10.09
¿Rapiña?
15.10.09
El último suspiro
del Conquistador / VI
La señora Eduviges Manzano, madre de Jacinta, había esperado muchos meses el momento de hablar con su hija. Y he ahí que ésta, tras un año de ausencia, aparecía de pronto, de la mano de un hombre desconocido, le arrojaba un saludo insípido y se dirigía a trompicones a la bodega de la azotea, y cuando descubría que su amorosa mamá había escombrado y limpiado ese espacio, se echaba a llorar, maldecía y se iba de la casa como había llegado, como poseída, jalando tras de sí a ese novio, o amante, o prometido, o lo que fuera; y se largaba sin preguntar por la salud de ella, de Eduviges y, lo más importante, sin preguntar por papá, el hombre de su vida (o sea, la de ella, de Eduviges), el marido trabajador y sin vicios que les había dado todo aunque él había salido de la nada, el humilde joven que empezó a trabajar como mozo en un despacho y que se jubiló como gerente de sucursal, el ser humano discreto que escuchaba y escuchaba y escuchaaaaaaba los problemas ajenos sin abrumar a nadie con los propios, el enigmático cuya vida se encontraba tan bien aceitada que parecía no tenerla, el hombrecillo gris, el reservado que dejó de hablar con ella hasta de las cosas más insignificantes, el adulto mayor que empezó a llenarse de escondrijos y de cajones con llave, el maniático que gritaba “¡no me toques mis cosas!” cuando ella pretendía sacudir y poner orden, el maldito bastardo que acababa de largarse con una enfermera gorda y piruja a la que conoció en el hospital cuando lo operaron de hemorroides; y ella (doña Eduviges, claro), que tan abnegadamente lo había atendido en casa, después de la intervención quirúrgica, que le había limpiado el... el... pues sí: el culo, con el mismo esmero y cuidado con los que pulía el borde de plata del camafeo que heredó de su abuela, ella, Eduviges Manzano, se veía sometida al escarnio y a la murmuración de los vecinos, porque para colmo el desgraciado había sacado sus maletas de la casa a las dos y media de la tarde, justo a la hora en que regresaban de la escuela los nietecitos de la señora Martínez, que es tan chismosa, y se había tragado el coraje y el orgullo y no había querido contarle nada a Jacinta, ni por correo ni por teléfono, para no echarle a perder su estancia en Europa...
—¿Qué te pesa?
La claridad de la respuesta llegó a su cabeza mucho antes que a su lengua y sintió un sofoco. No deseaba responder, pero lo hizo:
—Los remordimientos.
Don Rufina era un hombre bondadoso y simple. Relegaba sus necesidades para satisfacer las de los demás y era capaz de dar la vida por un desconocido. Como todas las personas de esas características, don Rufina la pasaba mal en sociedad, pero él tenía una dificultad adicional: toda su vida consciente se había sentido prisionera en un cuerpo equivocado.
Siendo niña sufrió intensamente cuando lo obligaron a transitar por las iniciaciones espinosas de la masculinidad. Ella habría preferido actividades más tersas, pero era el único hijo varón (no: ella no se sentía varón, y por lo tanto, no lo era) entre tres hermanas, y si no hubiese tenido pene y testículos de nacimiento, su progenitor habría ordenado que se los injertaran. Desde pequeña fue sometida a clases de boxeo, macerada en el arte de los albures por su propio padre y conducida por sus tíos machorrones a un estreno sexual infortunado con una prostituta cincuentona que manifestaba su impaciencia masticando chicle en alto volumen mientras él trataba de salir del paso en la forma menos humillante posible.
Muy joven aún, Don Rufina se fugó de la casa. Fue garrotero, merolico, mimo y payaso de semáforo. Trabajaba vestida de hombre y vivía vestido de mujer. Luego, por un milagro, fue aceptada como integrante de un equipo de ventas de recipientes plásticos y en esas lides, tocando de puerta en puerta para ofrecer su mercancía, conoció a la señora Eduviges, una consumidora fanática de “topers” que empezó a pedirle cantidades copiosas de los azules cuadrados y medianos, de los amarillos redondos grandes, de los aplanados rosas para el lunch de la niña... Cuando una de sus compañeras de trabajo descubrió, por accidente, que don Rufina tenía anatomía de hombre, el chisme cundió y fue despedida de la empresa. Pero para entonces, él ya había establecido relaciones con muchas amas de casa y se le facilitó el tránsito a su siguiente ocupación: la de ropavejero, o chacharera, o tlacuache, como llamaba Cri-Cri a las personas que comercian (“compro, vendo, cambio, cambio, compro y vendo por igual”) con cosas viejas. Logró hacerse de un pequeño puesto en el mercado de La Lagunilla, su negocio prosperó y, ya independiente, resolvió no volverse a poner jamás prendas de vestir masculinas y cambiar de modo definitiva su nombre de bautismo, Rufino, por Rufina. Poco a poco, don Rufina ganó respetabilidad entre los locatarios del mercado, quienes de todos modos hacían notar el tema combinando el trato de “don” con el nombre femenino. A ella no le importaba y, fuera cierto o no, sentía que esa pequeña puya era una expresión de cariño.
Don Rufina creyó que había corrido con suerte el día que tocó el timbre de la señora Eduviges y ésta, al abrir la puerta, puso cara de felicidad:
—¡Don Rufina, qué bueno que pasó! Fíjese que me decidí a escombrar el cuarto de servicio y tengo un montón de cosas...
La comerciante examinó a conciencia y con honradez las chácharas que le ofrecían; abrió una caja de cartón que estaba entre los trebejos, vio en su interior un frasco de vidrio soplado que parecía antiguo y lo separó del conjunto. Tasó de manera justa, hizo sumas en su cuaderno mugriento y concluyó:
—Le puedo dar... cuatrocientos doce pesos por todo.
—Lo que usted diga, don Rufina, lo que usted diga —se alegró la ama de casa.
—Por todo, quiero decir —corrigió la chacharera—, menos por ese frasco que puse aparte. Ese es bueno, señora Eduviges, pero yo no sabría decirle cuánto vale. ¿Por qué no lo lleva con un anticuario?
—Ay, no, cómo cree. Se lo regalo.
Don Rufina sopesó la oferta en la báscula de su conciencia y la aceptó. A fin de cuentas, ella había formulado la advertencia. Envolvió el frasco entre periódicos viejos, lo devolvió a la caja de cartón, pagó de manera escrupulosa, se despidió, rellenó con los objetos obtenidos su Ford Fairmont, casi tan viejo como la armadura de Hernán Cortés, y emprendió, muy satisfecha, el trayecto a La Lagunilla.
13.10.09
Proyección y extinción
El pelele de los intereses empresariales cruzó el punto de no retorno con un discurso esclarecedor: “La mayor parte de los recursos que recibía este organismo de manos de los mexicanos no se podían destinar a mejorar la calidad del servicio sino que, fundamentalmente, iban a pagar privilegios y prestaciones onerosas de carácter laboral, y esto se agravaba año con año”, “el número de trabajadores seguía creciendo desproporcionadamente”, “el bajo desempeño no sólo era muy costoso para todos (sino que) también afectó a la economía nacional” y una desmesurada proporción de los presupuestos “se perdía por robos, por fallas técnicas, por corrupción o por ineficiencias”, y para mantener ese estado de cosas “hubiera (sic) sido necesario subir desproporcionadamente las tarifas eléctricas o aumentar constantemente los impuestos”.
No hace muchos meses, el secretario técnico de la dictadura corporativa incluyó el nombre de Sigmund Freud en una lista de economistas ilustres. No es de extrañar, entonces, que carezca de la menor noción sobre el significado psicoanalítico del mecanismo de proyección, una ocultación involuntaria e inconsciente mediante la cual el sujeto localiza en una persona o cosa externa sentimientos o valoraciones que corresponden más bien a sí mismo: aun formuladas con estilo deplorable y sintaxis que se atropella a sí misma, las frases citadas en el primer párrafo de este texto son una descripción precisa y eficaz del régimen que, nominalmente, encabeza Felipe Calderón Hinojosa, y no es necesario tener muchos dedos de frente para perdonar la pobreza idiomática y compartir y suscribir su corolario: “tenemos que cambiar lo que no funciona en el país porque ya no quedan otras opciones, porque el tiempo y los recursos se nos agotan; hoy, cambiar a fondo no sólo es la mejor, es la única alternativa”.
El conflicto interno en el Sindicato Mexicano de Electricistas (SME) perdió relevancia; la torva y malintencionada actuación de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) ante ese diferendo resultó ser un mero tornillo en la estrategia del gran capital, mandante real de Calderón Hinojosa y de Lozano Alarcón, para dar un doble golpe al sindicalismo independiente y a lo que queda de propiedad nacional. “El servicio eléctrico no se privatiza”, dijo, “muy enfático”, el mentiroso “presidente del empleo” y “de la seguridad”; créanle ahora, cuando pretende, mediante un plumazo inconstitucional y furtivo, lanzar al desempleo a algo así como 50 mil personas, y cuando tiene al país hundido en un baño de sangre sin precedentes.
Las vías institucionales no le dieron buenos resultados cuando, el año pasado, intentó entregar la industria petrolera a las empresas transnacionales. Ahora recurre al golpe de mano, a la movilización nocturna de policías y militares, al asalto embozado a las centrales eléctricas, para ensayar un nuevo plan de negocio y para extinguir, junto con Luz y Fuerza del Centro, a un sindicato combativo. Cincuenta mil nuevos desempleados que presionarán a la baja en la bolsa de los salarios, y dos piezas comidas en la estrategia de liquidación de instituciones: tal es el cálculo de la jugada que hicieron, por mano de Felipe el extinguidor, los consejos de accionistas.
Ahora es el turno de la sociedad. El juego por la vía de la extinción equivale a un manotazo en el tablero y con ello ha quedado claro que este régimen pretende controlar nuestros destinos mediante reglas nuevas: intolerancia total a las oposiciones, liquidación del bien común y extinción del Estado a punta de decretos ilegales. Para salir con bien de este punto crucial es necesario, en primer lugar, otorgar toda la solidaridad a los electricistas del centro del país que se movilizarán, en los días próximos, en defensa de sus fuentes de trabajo, de la sobrevivencia del sindicalismo independiente, del patrimonio nacional, de la dignidad y de la decencia. Pero no basta. También resulta necesario e impostergable, como lo dijo el proyectado declarante, “cambiar lo que no funciona en el país”, es decir, cambiar a ese remedo de Poder Ejecutivo, más sometido que nunca a los poderes fácticos —de origen sindical, algunos de ellos, como los de Elba Esther y Romero Deschamps—, y hacerlo de manera pacífica y civilizada.
11.10.09
(No muy) atento aviso
Mira, monito: esta empresa no es tuya, sino propiedad de todos los mexicanos. Si no dejas sin efecto esa extinción ilegal, la nación te lo va a reclamar, y no será dentro de un siglo, ni en una década, ni el año entrante, sino a partir de hoy mismo. En ésta, como en la de del petróleo, no pasarás, Felipe Calderón.
10.10.09
Pero qué afán...
Párenle, ¿no?
Lucha Villa, Lyn May, Lucía Méndez... Gloria Trevi y Shakira ya se desgraciaron el rostro. Ahora, la infortunada Alejandra Guzmán se hizo en las nalgas lo mismo que Michael Jackson en la cara. El día que Julieta Venegas le entregue la nariz a un cirujano carnicero, yo me corto el pito en expresión de protesta.
8.10.09
El último suspiro
del Conquistador / V
El cuarto de servicio de la casa había sido transformado en bodega desde la infancia de Jacinta, y ésta había encontrado allí un refugio frente al orden y la razón de los adultos. En ese cuarto se había resguardado para no hacer las tareas escolares, allí había soñado con viajes a reinos misteriosos y a ciudades mayas vivas, jamás descubiertas por ningún conquistador, por ningún virreinato, por ningún Estado mexicano; allí, en los albores de la pubertad, había leído a escondidas una novela libertina y a ese mismo recinto sagrado, en una tarde inolvidable de su primer año de preparatoria, condujo a hurtadillas al compañero de aula, guapo y atarantado, con el que estrenó eso que Brassens llama “el último regalo de Santa Clós”: fue más emocionante y divertido que placentero, no se atrevieron a desnudarse por completo y llegaron a la edad adulta cubiertos de polvo y de telarañas.
En años posteriores Jacinta perdió el contacto con la carga de símbolos y de historia personal que aquel cuarto tenía para ella, y si en sus meses de la maestría parisina lo recordaba con obsesión, era por una mera preocupación pragmática: en ese espacio había escondido un frasco que robó de la casa de un almero chiapaneco y en el que, estaba segura, se había guardado la última exhalación salida de un organismo que en vida llevó el nombre de Hernán Cortés.
Volvió a México como consecuencia de una sinapsis súbita, en la que convergieron su pasión por un físico llamado Andrés, y su vieja obsesión por dilucidar la naturaleza del contenido de ese antiguo recipiente de vidrio soplado. Sacó a su nuevo novio de la pista académica en la que éste se encontraba, lo remolcó hasta el aeropuerto de Orly, de allí al de la Ciudad de México, lo condujo hasta un hotel del centro en el que dejaron las maletas y luego ambos se dirigieron a la casa de los padres de ella, con el doble propósito de depositar sus respectivos menajes y, sobre todo, de recuperar el frasco. Al subir a su bodega entrañable, la encontró convertida en un pequeño ambiente iluminado, vacío, estúpido y oloroso a desinfectante. Durante su ausencia, su madre había dado rienda suelta a esa barbaridad en aras de la limpieza y el orden, como dice Lillian, y había arrasado con todo el misterio y las riquezas incomprensibles que se almacenaban en aquel espacio.
Al ver la habitación vacía, Jacinta sufrió una demolición interior, se arrodilló y rompió en sollozos. Olvidó por un momento el recipiente del almero y recuperó otra pérdida: la de su refugio, su reino mágico, su pequeño palacio polvoriento. Y volvió a ser niña.
Hasta ese momento, Andrés había renunciado a cualquier análisis racional de su propia situación y se había dejado llevar por la atracción insólita que sentía por Jacinta: una atracción, tan urgente como permanente, que enviaba a un segundo plano el conjunto de los que habían sido, hasta que la conoció, su interés principal: escudriñar los rincones más inaccesibles de la materia y de la energía y realizar aportaciones de peso a la comprensión de la realidad. Su carrera académica había sido continua y brillante, pero no la impulsaba un afán de protagonismo sino un propósito de trascendencia. Al igual que los físicos geniales de la vieja escuela, aspiraba a construir cimientos para la filosofía. La historia de la supuesta alma enfrascada le abrió la oportunidad de regalarse un respiro, de iniciar un paréntesis de vacación en el mundo mental metódico, riguroso y exigente en el que había vivido hasta entonces, y se dejó llevar. “Una aventura disparatada junto a una mujer que me encanta —pensó—; tengo que darme chance, y ya retomaré mi vida”.
Cuando vio a Jacinta arrodillada, llorando y abrumada por el desamparo, Andrés percibió cosas novedosas. Conmovido por la devastación en la que había caído su amante, tuvo una ráfaga de revelaciones: fuera cual fuera la verdad en torno al frasco y el Conquistador, lo cierto es que aquel cuarto de servicio de esa casa era a a Jacinta lo que el recipiente a Cortés: en ese recinto se había preservado el alma de ella y que una señora “dulce, acomedida, entregada en cuerpo y alma a su misión de mamá y esposa” (la descripción es de Guadalupe), que venía a ser su madre, lo había roto en pedazos sin darse cuenta. Aunque hasta ese punto Andrés había conservado una buena dosis de escepticismo, se sintió profundamente lacerado por la perspectiva de que el preciado frasco de Jacinta terminara “en la basura, relleno de mermelada o algo por el estilo”, como la imaginó Noé con sumo disgusto.
“... Siniestra como la chingada...”
(apreciación de Guadalupe)
Entonces sintió una ira súbita hacia la madre de Jacinta, a la que acababa de conocer hacía unos instantes, y le espetó:
—¿Dónde están las cosas?
—¿Qué cosas? —se atolondró la pobre mujer.
—Las que estaban en este cuarto —precisó él, con impaciencia.
—Pues... este... si era pura basura... Bueno, había unas que no... Unas se las llevó.... Ay, ¿cómo se llama?... Se las di a Doña... Doña Rufina...
Al escuchar aquel nombre, Jacinta se levantó, detuvo en seco su llanto y preguntó, con una voz de acero, a su madre:
—Sí, hija, a don... digo, a doña... Bueno, pues, a ese...
—¿Y un frasco que estaba en una caja de cartón, que estaba en la estantería de metal? ¿Se lo diste?
—Ah, sí, había un frasquito... Ese yo lo quería guardar porque se veía como artesanal, pero ella me dijo que me lo compraba... Y como la vi tan interesada, pues se lo regalé... Es que me estaba haciendo el favor de llevarse todo el mugrero, ni modo que yo le aceptara...
—¿Cuándo fue? —interrumpió Jacinta.
—Ya te dije —replicó su mamá—. Fue justo ayer. Cómo me iba yo a imaginar que...
—Vámonos —dijo Jacinta a Andrés, e ignorando a su madre—. Con suerte, lo recuperamos.
—Pero, ¿a dónde? —preguntó él.
—Tú, muévete. Vamos a...
* * *
—¿Llegará el tiempo en el que vuelva a ser yo? —preguntó al brujo, una tarde
—El yo encarnado —dijo enigmáticamente el pequeño maya, y volvió a su silencio.
Él era sólo una vaga percepción de recuerdos e ideas que iban y venían, presencias escasas en un vacío casi total: ni tiempo ni sonidos ni temperaturas ni olores ni luz ni sombra. Entre una eternidad y otra, sin embargo, había sentido alguna vibración lejana, algo así como la diezmilésima parte de un galope, la milésima de un paso, la millonésima de una respiración.
En uno de esos tenues ramalazos le surgió, asociada a un rumor infinitesimal de desplazamiento, la imagen borrosa del paraje de Mecamalinco, “lugar donde se tuercen las sogas”, el barrio de mecapaleros del tianguis de Tlatelolco.
Y luego se sobrepusieron las nociones de una fecha —13 de agosto—, de un cambio de nombre —a Tequipeuhcan, “lugar donde comenzó la esclavitud”— de la imagen del rey Cuauhtemotzin derrotado, atado con sogas, humillado, sucio y cubierto de sangre seca, propia y ajena, ahogándose en su desesperación y en su pánico, rindiendo tributo en aquel día, obligado y sin saberlo, al Santo Cristo de las Penas.
Y llegó otra sensación más antigua que las más antiguas: un aroma de juventud, un viaje a Guadix, villa romana, luego mora y después, cristiana, en ese mismo día, pero muchos años antes, cuando se celebraba aquella festividad, y volvió al momento en que, en una cueva de las laderas, mientras la imagen lacerada de Jesús recorría las callejuelas al frente de la procesión, él, Hernando, entre los muslos de una mujer pública, se convertía en hombre.
Y desde un sitio muy remoto volvieron (¿o nunca se habían ido?) las imágenes procedentes del Anáhuac: apareció, sobrepuesto a la sensación distante de movimiento, Atenantitech, en donde él mismo había establecido parcialidades de indios para los escasos sobrevivientes del holocausto que había desencadenado sobre Tenochtitlan.
Y luego el eco del movimiento se detuvo en una imagen lejanísima de Atezcapan, aquel espejo de agua situado entre Tenochtitlan y Tlatelolco, por donde había pasado varias veces en sus trajines de Atila de la cristiandad, y que tras la Conquista conservó las tradiciones comerciales y el nombre, aunque traducido al castellano, y logró evocarlo con precisión: La Lagunilla.
(Continuará)
6.10.09
Ecos de Víznar
Junto al barranco de Víznar, en los alrededores de Granada, hay un olivo que da sombra a lo que puede ser la fosa común en la que yacen, desde hace 73 años, los restos de Joaquín Arcollas y Francisco Galadí, ambos banderilleros y sindicalistas; Dióscoro Galindo, maestro de escuela, y Federico García, poeta y dramaturgo. Allí fueron asesinados los cuatro, con una saña inaudita, por partidarios de un alzamiento armado que abominaba de la acción sindical, de la educación laica y de la cultura, y en ese mismo sitio —se dice— fueron inhumados sin identificación ni marca para la memoria. Pero eso posible que los huesos no se encuentren al piel de ese olivo, sino a 400 metros de allí, “en los olivillos que hay delante del Caracolar”, por en el camino que va de Víznar a Alfaca, a decir de un habitante de la zona. En todo caso, se estima que el franquismo pudo haber sembrado entre dos mil 500 y dos mil 700 muertos en los barrancos de Víznar. Se trata, en la totalidad de los casos, de civiles ejecutados sin juicio regular de por medio; en vez de proceso, a algunos de ellos se les fabricó “expedientes de depuración”. Consta en el de Galindo, por ejemplo, que lo mataron por el delito de “negar la existencia de Dios”.
El homicidio de García Lorca y de los otros tres está asociado a nombres específicos: Ramón Ruiz Alonso realizó su captura: José Valdés Guzmán, gobernador civil espurio, se hizo cargo de su cautiverio; el militar genocida Gonzalo Queipo de Llano dio la orden de asesinarlo, y ésta fue cumplida por el terrateniente y matarife Juan Luis Trescastro Medina, quien horas después del crimen recorrió los cafés de Granada para jactarse ante los parroquianos que había rematado al poeta con “dos balas en el culo, por maricón”.
Siete décadas después, los ecos de todos los proyectiles disparados en Víznar han vuelto a resonar en España y han generado una polémica encendida: la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH) mantiene firme la exigencia de exhumar los restos de García Lorca y de sus tres compañeros de martirio. Los familiares del poeta han expresado su rechazo a hurgar en la fosa común y expresan su temor de que cunda una alharaca mediática en torno a una desenterrada bóveda craneana en cuyo interior se gestaron Bodas de sangre, Poeta en Nueva York, Yerma y muchos otros textos geniales. Por el subsuelo de toda España —en parques públicos y reservas ecológicas, bajo el asfalto de las autopistas o de los cimientos de edificios modernos— hay hombres y mujeres enterrados por la barbarie franquista que quieren salir a la luz, y entre los vivos las heridas siguen abiertas. La célebre transición de los años setenta del siglo pasado eslabonó al fascismo con la democracia, para desdoro de la segunda. Es un lío.
Vistas las cosas a la distancia, habría sido mejor si no hubiera habido, en Víznar, en Granada, en Andalucía y en toda España, ningún asesinado por la represión política e ideológica y si se hubiese permitido seguir con vida a poetas, profesores, sindicalistas, mineros, campesinos e individuos de otros oficios y ocupaciones. Lo mismo puede decirse de lo que perpetraron en Centro y Sudamérica, en décadas posteriores a la guerra civil española, la subversión militar de derecha, o, en México, gobiernos civiles como los de Díaz Ordaz, Echeverría y López Portillo. Lo peor es que, después de ellos, la tentación de ordenar el homicidio de opositores ha seguido presente en el ánimo de los gobernantes. En el sexenio de Salinas hubo centenares de perredistas asesinados, y hasta uno que otro priísta destacadísimo; en el de Zedillo ocurrieron masacres de campesinos a granel (Aguas Blancas, El Charco, Acteal, El Bosque...), toleradas o instigadas desde instancias del poder público; en el de Fox, las fuerzas policiales y parapoliciales mataron activistas en Sicartsa, en Atenco y en Oaxaca; en lo que va del calderonato, con el telón de fondo del baño de sangre causado por la llamada “guerra contra la delincuencia”, han regresado las desapariciones forzosas y los homicidios políticos.
Al país le va a costar años reparar el desastre causado por una política económica en la que confluyen el cinismo y la insensatez: hasta ahora el calderonato ha lanzado a la miseria a seis millones de mexicanos y la cifra va en aumento día con día. Ojalá que este régimen —que se hermana con el franquismo en lo clerical, lo ignorante, lo antipopular y lo autoritario— controle los impulsos hacia la guerra sucia, se mire en el espejo del barranco de Víznar y haga conciencia de que los asesinados por un poder represivo siguen floreciendo durante muchas décadas.
4.10.09
El nuevo procurador
El nuevo procurador,
Arturo Chávez y Chávez,
a todos los causa horror
por eso que tú ya sabes:
cuando mataban mujeres
en la frontera soleada,
por no cumplir sus deberes,
este güey no hacía nada.
Más bien hacía de más
puras cosas detestables:
pues cuando fue mandamás
se dio a fabricar culpables.
En Ciudad Juárez moría,
sin piedad ni compasión,
una mujer cada día
enfrente de este cabrón.
Siendo fiscal chihuahuense,
evidencias destruyó,
y si hay alguno que piense
que esto lo he inventado yo,
lo ocurrido en esos lares
es documentado y cierto:
lean Las muertas de Juárez
o Huesos en el desierto.
Aunque hoy se muestre radiante
con olor de santidad,
fue Chávez Chávez garante
de total impunidad.
Cientos de madres dolientes
llegaron a su oficina
pero no había expedientes
de aquella furia asesina.
Los deudos, con sus quebrantos,
piden la investigación
siendo los crímenes tantos,
con saña y mutilación.
“Fuera de aquí, viejas brujas
–les respondió a las mamás–:
sus hijas eran pirujas
y se merecian más.”
Felipe: estás que te mueres
por ver que en todo el país
sacrifiquen más mujeres
enfrente de este infeliz.
Lo propones sin rubor,
aun siendo tan inepto,
y lo haces procurador
violando todo precepto.
El PRI y el PAN ratifican
al contumaz abogado;
más mujeres sacrifican
en un modo anticipado.
El PRI, perverso y discreto,
tiene una motivación
pues ya calcula en secreto
que se chingue Calderón:
“Si lo nombra el gobernante
con entera libertad,
es, de ahora en adelante,
su responsabilidad”
Así, de forma inclemente,
han conseguido, en un tris,
joder a toda la gente
que habita en este país.
1.10.09
El último suspiro
del Conquistador / IV
Durante el sobrevuelo del Atlántico en dirección al oeste, Jacinta y Andrés evitaron hablar de lo que harían al llegar al Distrito Federal. Bastante tenían ya con su historia apasionada y absurda que en un abrir y cerrar de ojos había trastocado sus vidas, y ninguno de ellos quería entrar en discusiones ni tocar asuntos escabrosos que pudieran alterar la inmersión en el idilio.
Ella había abandonado sus estudios de maestría y él había desertado de su doctorado, y habían pasado dos semanas encerrados, hablando y transitando de la penetración a la compenetración, en el pequeño estudio parisino de Andrés —por el rumbo deprimente de la Goutte d’Or— y éste no sabía a ciencia cierta la razón de ese disparate. Jacinta le había relatado la historia de un frasco que ella había robado a un chamán del sureste y en el que, ella decía estar convencida, había una materia desconocida y misteriosa; según su propietario original se trataba del alma de un difunto, y ella pensaba que el difunto era nada menos que Hernán Cortés. Más aun, las tradiciones de los enfrascadores de almas sostienen que el fallecido puede ser devuelto a la vida si se espera el tiempo suficiente para que el gas contenido en el recipiente logre, por sí mismo, un estado líquido, y se le pone entonces en contacto con un fragmento de hueso del muerto.
Hasta antes de encontrarse de manera casual con Jacinta en la estación de trenes de Montparnasse, Andrés habría tomado toda la historia como una hermosa superstición. Narrada por Jacinta, sin embargo, adquiría un aire de verosimilitud que chocaba con las certezas científicas y racionalistas que lo habían inclinado, casi desde niño, por las ciencias duras. Mientras apuraba las horas del vuelo París-México, Andrés ya no sabía si había tirado por la borda sus planes de vida para estar con Jacinta porque la loquera del alma de Cortés le resultaba fascinante o bien si Jacinta le gustaba tanto que la atracción hacia esa mujer, que dormía a su lado, hecha ovillo en el asiento de clase turista, lo había llevado a creer el cuento y a abandonar su carrera. Jacinta, por su parte, no se hacía líos: estaba segura de poseer un objeto extraordinario o, cuando menos, lleno de alguna materia hasta entonces desconocida y tenía la certeza de que, fuese lo que fuese, daría pie a una revelación trascendental, mucho más importante que la culminación de una incierta maestría en el extranjero; por otra parte, había conocido, de manera providencial, a un hombre que le encantó desde el primer golpe de vista y que, para colmo de su dicha, podía ayudarla a desentrañar el misterio del frasco. Había logrado integrar en una sola fórmula las que, por entonces, constituían sus aspiraciones principales, y era feliz.
—No vas a tener tus ojos para ver —respondió Tomás. Aquel indio siempre le había dado miedo; un miedo más hondo que el provocado por el mar, pero no más intenso que la cercanía del combate. Por eso nunca podía verlo a los ojos. Muchas veces se había sentido tentado de dejarlo encargado en alguno de los muchos poblados por los que había pasado, en son de paz o de guerra; había hecho planes para asignarle una hacienda menor y un señorío ínfimo; había soñado con mandar que le cortaran el cuello o, cuando menos, que le sacaran los ojos para no enfrentar nunca más aquella mirada pequeña y brillante que salía de un fondo de oscuridad. No habría de ser la primera ni la última vida ni la última facultad arruinada en aras de la Corona y de su propio provecho.
Pero Tomás le daba miedo, y él, Hernán Cortés Monroy Pizarro Altamirano, conocía la importancia del miedo. En Salamanca, en sus años de escolapio, había leído algo de Aristóteles y el filósofo dijo que el temor, al igual que la alegría y el enojo, son movimientos del alma. Motivos para la alegría y para el enojo había tenido de sobra, pero el miedo, en su vida, le había llegado siempre en dosis fugaces y concentradas, y Tomás había venido a convertirse en el ancla de un miedo al que necesitaba tener siempre presente como uno de los motores del alma. Además, tenía presente la promesa de inmortalidad que el brujo le había hecho.
—¿Cómo podré estar a mis anchas si me llego a hallar prieto en un frasco? —inquirió en otra ocasión, con una voz acerada que disimulaba la zozobra.
—Tú no vas a caber en el frasco. En el frasco va estar sólo tu piixán, que es tu ánima. Y esa no va a sentir nada —respondió el indio, impasible.
—¿Con quién vives?
De primera intención él no supo qué contestar porque ya no lo tenía claro: había vivido solo en su última etapa en México, había vivido solo en París, y ahora...
—Contigo —le vino la ocurrencia.
—Ya sé —replicó ella, como si escuchara una obviedad—. Quiero decir, con quién vives en México.
—No vivo... no vivía en México.
—Pues yo tampoco. Desmonté mi departamento cuando me fui a la maestría, así que tendremos que buscar dónde vivir. Un hotel, por lo pronto.
Andrés no se opuso y siguió haciendo lo mismo que en las dos últimas semanas: dejarse llevar. Cada uno de ellos traía consigo, además de las maletas, cajas con libros y papeles, además de objetos varios acumulados durante sus respectivas estancias en Europa. Jacinta determinó que irían a un hotel del centro de la ciudad, que allí dejarían la ropa y los objetos de limpieza personal y que luego se dirigirían a la casa de sus papás, en la Colonia del Valle, para depositar allí el resto de las cosas en tanto encontraban un departamento.
—Está el cuarto de servicio, que sirve de bodega —explicó—. Y además, ahí tengo guardado el frasco.
Se apearon frente a una casa de jardincito frontal con pórtico de ladrillos perfectamente maquillados de rojo. Jacinta tocó el timbre y poco después su madre salió a recibirlos. Emitió un grito de alegría sorprendida a l ver a la hija y, cuando reparó en la presencia de Andrés, torció la ceja en un gesto de extrañada cordialidad y de anticipado visto bueno. Se le atragantaron las preguntas y Jacinta no le ayudó.
—Después te explico, mamá —dijo, con impaciencia—. Mira, él es Andrés. Tuvimos que regresar por una investigación urgente. Ya te vamos a platicar despacio. Por ahora, no vamos a darte lata; sólo vamos a dejar nuestras cosas por unos días en el cuarto de servicio, y voy a recoger allí otras que...
—¡Ay, hija, qué suerte!—interrumpió la mujer—. Justo ayer terminé de escombrar el cochinero que había allí.
Jacinta se quedó un momento paralizada y luego, sin decir palabra, jaló la mano de Andrés, lo remolcó por un pasillo de servicio y lo obligó a seguirla, peldaños arriba, por una vieja escalera metálica de caracol que terminaba en una puerta metálica. Corrió el cerrojo, abrió con rabia contenida y entonces ambos se asomaron a una pequeña habitación en la que había un sofá cama, unos cuadros apilados, y nada más. Ella se quedó flácida de golpe y no pudo más que musitar:
—Ay, no.