El trabajo de Rufino en la taquería era extenuante. Seis días a la semana, de lunes a sábado, tenía que pararse a las cuatro de la mañana, darse a jicarazos de agua helada uno de los dos baños diarios prescritos por su patrona, vestirse con unas prendas de hombre que cada día le resultaban más intolerables, salir al puesto y realizar, a partir de las cinco, los preparativos del día: amasar a mano limpia el nixtamal comprado la víspera, preparar dos ollas de atole, poner a cocer los trozos de falda de res y los pollos descuartizados, tostar al comal los tomates, los jitomates, los chiles, las cebollas y los ajos para las salsas, pelar, desflemar, moler, freír; desmenuzar el chorizo; granular el queso; sacar los cascos del refresco de las cajas, acomodarlos en la hielera, recibir los grandes cubos que dejan los del camión hielero, romperlos y acomodar los fragmentos entre las botellas; cortar diez pliegos de papel de estraza en cuadritos de 15 por 15; sacar la carne y el pollo, ya cocidos, y deshebrarlos cuando aún están humeantes y su contacto levanta ampollas en las yemas de los dedos; cuando llegaba al momento de poner a derretir la manteca de cerdo, llegaba la dueña con su compra de crema ácida, un costalito de pambazos, lechugas frescas y cilantro, y había que picar este último, además de cebolla, rebanar la lechuga, y dejar tres volcancitos bien dispuestos. Luego, entre los dos, prefiguraban en el comal (ah: antes había que limpiar bien los pellejos de chile y tomate que se le hubieran quedado adheridos) los tacos para dorar y a las ocho de la mañana ya estaban listos para abrir y atender a la clientela.
La Seño se hacía cargo de la cocina y de la caja, y a Rufino le tocaba atender a los clientes y a los proveedores (el camión de los refrescos pasaba martes y jueves a las 11, y había que acomodar cinco cajas de refresco al fondo del changarro; el cilindrero del gas aparecía los viernes al mediodía), limpiar las mesas y, en las horas flojas que separaban a los que desayunaban de los que amorzaban, lavar platos y correr a comprar lo que se necesitara. Cuando cerraban el local, entre cuatro y cinco de la tarde, había que limpiar a conciencia la cocina, fregar con lija de agua y detergente ollas, comales y peroles (salvo los de peltre, como los que se usaban para el atole), barrer, trapear y lavar las mesas; luego, ir de compras con la Seño: al molino de nixtamal a comprar los diez kilos de masa para el día siguiente, a la carnicería, a la pollería, a la recaudería, y a la tienda del verdulero.
Por ahí de las siete, Rufino alcanzaba unas horas de libertad. La Seño no incursionaba nunca en el cuartucho del fondo del jardín y estaba claro que el espacio, mientras no ocurriera otra cosa, era exclusivo de él. Entonces corría la cortina, enroscaba el foco para alumbrarse, y sacaba de sus cajas de cartón sus tesoros, adquiridos en sus domingos libres en los tianguis más alejados que conocía: una blusa perlada de botones azules, una falda plisada como de colegiala, un sostén enorme cuyas copas rellenaba con el par de calcetines que no estaba usando... Ataviado con esas prendas, Rufino se asomaba al espejo en el que había invertido 24 jornadas agotadoras y en esa superficie reflejante delineaba poco a poco su yo auténtico: Rufina.
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La noticia de la puesta en marcha del Gran Acelerador de Hadrones lo removió. Andrés se dio cuenta que no tenía nada que hacer en México. El país estaba dislocado y le resultaba incomprensible, le resultaba cada vez más difícil soportar a Jacinta y no tenía el menor deseo de presentarse de súbito ante sus parientes y amigos en esa circunstancia: desorientado, tanteando en el laberinto de una existencia que hasta semanas antes había tenido un rumbo muy claro. Pensó que lo correcto era tomar, lo más pronto posible, un vuelo de regreso a París. Dejaría abandonadas en la casa de Eduviges la mayor parte de sus pertenencias; la renuncia a sus pocos objetos materiales lo purificaría y, además, no quería ver a Jacinta antes de partir: sabía que la presencia de ella podría derrumbar su decisión de volver al doctorado. Para conjurar la evocación que se le había venido a la mente se sumergió en los recuerdos de su investigación doctoral: los gluones y el plasma de quark bailaron en su cabeza y sintió un deseo agudo de revisar un detalle particular de su trabajo. Entonces cayó en la cuenta de que sus libros, sus papeles y, sobre todo, la caja negra de un terabyte en la que guardaba los resultados de casi dos años de trabajo, estaban en casa de Eduviges. “Debo ir”, se resignó.
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En varias ocasiones, durante los 22 años que permaneció con el Conquistador, el almero Tomás fue llamado al lecho de don Hernando. Cada vez que éste sentía la menor indisposición o sufría un accidente, por pequeño que fuera, hacía que llevaran al brujo a su lado, por si le llegaba el momento postrero. Tomás era natural de un pueblo perteneciente al señorío de Acalan, Taxakhaa, al que los mexicanos llamaban Teotilac (Cortés, con su oído de artillero, escuchó “Teutiercas”, y así quedó bautizado para la historia) y se encontraba en la cuenca del Usumacinta, para mayor precisión, en el brazo San Pedro del Candelaria. Por el resto de su vida, Tomás habría de recordar el caballo del Conquistador, organismo que le causó una impresión mucho mayor que la que le provocó el jinete; de esa desproporción infirió después el enorme desamparo espiritual que animaba al extremeño en sus andanzas, proezas y canalladas, y confirmó algo que sabía desde mucho antes: que los hombres no consuman sus logros por su fortaleza, su audacia o su inteligencia, sino por su debilidad, su pánico y su ignorancia. Con esa vieja certeza en mente, entró a la residencia de Castilleja de la Cuesta, se dejó conducir hasta los aposentos de las criadas, aprovechó el rato que le concedieron para asearse y sacudirse el polvo del viaje, guardó entre sus ropas de mujer un par de frascos de vidrio soplado con sus respectivos tapones de corcho y esperó a que lo condujeran hasta la habitación en la que el Conquistador pasaba sus últimos momentos.
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De vuelta del café Internet, Jacinta se horrorizó ante la perspectiva de quedarse sola en un hotel del centro. La ausencia de Andrés le dolió en todo el cuerpo y sintió rabia por esa debilidad que no podía controlar. Lo evocó, vagando por ahí, o tal vez visitando a sus viejas amistades, o acaso en camino al aeropuerto para tomar un avión de regreso a París. Entonces recordó que en la casa de su mamá se encontraban las pertenencias mayores de su novio (¿o debía empezar a pensar en él como ex novio?) y dio con una solución perfecta a su propia situación empantanada. “A ver si pasa por sus cosas —calculó— y yo necesito un lugar donde vivir que no sea este pinche hotel”.
Ya de noche, abordó el enésimo taxi del día con rumbo a la Colonia del Valle. Le atormentaba la posibilidad de que, en su ausencia, Andrés hubiera pasado a recoger sus cosas, pero se tranquilizó cuando vio las cajas de él todavía apiladas en la entrada de la casa. A la mañana siguiente despertó en su habitación de toda la vida. Su mamá, Eduviges, le llevó el desayuno a la cama.
A diferencia de Andrés, Jacinta no había querido llevar consigo su computadora portátil y la había empacado en las cajas que ambos dejaron en la casa de la Colonia del Valle. Abrió una de las cajas de cartón, sacó de ella su notebook amarilla y vio el disco duro removible que Andrés cuidaba con esmero obsesivo. Se sintió feliz porque él tendría que ir a buscar ese objeto, formuló un paralelismo gozoso: y lo expresó en voz alta:
—Por el momento —le brillaron los ojos al decirlo— he perdido el frasco del Marqués del Valle, pero tengo el de Andrés”.
(Continuará)
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Otra cosa: quienes tengan el gusto por la poesía y por los libros bien hechos (pero baratos), dense una vuelta por el blog de la editorial VersodestierrO y por la página del editor Andrés Cardo: un cruce de caminos, un noticiero de palabras que hierven, editores y autores jóvenes, como el propio Andrés, o maduros, como el admirado Max Rojas, a quien la madurez no le ha quitado un ápice de energía poética.
6 comentarios:
Joven Pedro Miguel:¡qué susto! esa Jacinta está resultando más siniestra que su jefita -guardadas las distancias, claro está-.
Si yo fuera Andrés, enviaría un par de guaruras por mis chunches; o me apostaría horas interminables frente a la casa de la occisa hasta verla partir, y entónces entraría furtivamente; o qué sé yo, haría cualquier cosa antes de constatar una vez más mi calidad de títere.
Seguimos adictas por supuesto.
Esto está muy chingón.
Preguntita: ¿tiene usted alguna tenue idea del rumbo que tomará esta historia? me tiene en ascuas, ni pedo, así son las adicciones.
Saludos.
...pensar en los tantos giros que podrìa tomar el cuento y esperar a que en la próxima entrega se sepa cuál de ellos fue elegido, es otro de los atractivos de esta historia.
Hasta ahora me gusta el personaje de Don Rufina, aunque ya no exista pero existe...
Muy bien Pedro Miguel...seguimos,
Saludos.
Menganita.
Hola Pedro Miguel,
Muy buena historia.
Quisiera saber si el tema principal que es el guardar un alma en un frasco, es extraído de su imaginación o existe alguna leyenda o ritual que le sirvió de apoyo.
Saludos cordiales.
a muchos estudiantes les entran dudas vocacionales en algún punto del doctorado. Parece que Jacinta sedujo a Andres en un momento de esos. La historia nos dirá si Andres tiene vocación y pasión por su trabajo o por la distracción mas atractiva que se le presente.
Por cierto la descripción de los trabajos del joven Don Rufina me trajo un antojo loco de tacos dorados con crema, queso y lechuga. Diantres! y por aquí no hay ni de milagro un changarrito como el de su historia.
Saludos!!
A mí me llamó mucho la atención el conocimiento tan exacto del funcionamiento de una taquería, de los ingredientes y parafernalia del negocio.
La gente no se imagina cuanto trabajo hay detrás .
ADMIRO SU VERSATILIDAD,ME INTERESA COMENMTAR CON USTED SOBRE EL TEMA DEL SOBRECALENTAMIENTO GLOBAL Y EL FIN DEL MUNDO ( ¿) LO FELICITO POR LO OPORTUNO Y ATINADO EN SUS CRÍTICAS A TODO LO INJUSTO, ME GUSTARIA QUE LEYERA MI PÁGINA Y ME DIERA SU OPINION.
ES www.llamadaultima.blogspot.com
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