Según escribían Vicente Riva Palacio y Manuel Payno en
El libro rojo (1870), Primo de Verdad se murió de las de acá.
El libro rojo (1870), Primo de Verdad se murió de las de acá.
Andrés revisó el perfil de Jacinta en Facebook y leyó una entrada, escrita por ella, que lo desquició: “Quiero conocer científicos exactos (y guapos, de preferencia)”. No se tomó la molestia de leer los comentarios puestos bajo el descarado anuncio por varios usuarios, sino que agregó el suyo, escueto y rápido como un escupitajo —“Qué poca madre”— y apagó la máquina. Pensó que ya no tenía nada que hacer en México y se dirigió a la casa de Eduviges, la mamá de Jacinta, con la intención de recuperar sus cosas. O , más bien: una cosa: el disco duro en el que guardaba todos los materiales de su doctorado.
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Después de recibir de manos de un ayuda de cámara de don Hernando tres talegos repletos de doblones, títulos de tierras en Tabasco y el Soconusco y documentos varios que el Conquistador extendió a nombre de Juana de Quintanilla —la identidad que Tomás debía ostentar en España y habría de mantener durante su viaje de regreso a las Indias—, el almero volvió a su sitio al lado del lecho de muerte de su amo, no sin sorprenderse por el trato deferente que había recibido, por primera vez en su vida, de un español. Entonces cayó en la cuenta de que el paje lo había tomado por una mujer castellana. Se sintió reconfortado por la eficacia de su disfraz, que no se limitaba a las prendas sino que incluía afeites que blanqueaban su piel cobriza, le aumentaban el tamaño de los ojos, le extendían los labios y le disimulaban la prominencia de la nariz.
Un movimiento sutil de los pies del agonizante se coló por el rabillo de su ojo derecho. Volteó al lecho de Cortés y entendió que, en el cuerpo de éste, se desencadenaba la secuencia de estertores que había estado esperando. Al otro lado de la cama, el cura cabeceaba, sin darse cuenta de lo que ocurría. Tomás se acercó en silencio y sacó de entre sus ropas uno de los frascos de vidrio soplado y lo puso a unos centímetros del rostro macilento del Conquistador.
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Iván siguió su camino vacilante rumbo al sur, sin reparar en nada más que los malestares que lo carcomían por dentro, como termitas. En el crucero de Venustiano Carranza estuvo a punto de ser atropellado porque cruzó el arroyo vehicular sin esperar a que el semáforo marcara el alto. El largo bocinazo y el chirrido de frenos lo exasperaron. En su cabeza bailaban las imágenes de don Rufina muerta, con la cara sangrante y el cuello descoyuntado, y con ese coreografía mental, desembocó en la Plaza Primo de Verdad, en donde solía merodear el vendedor de dosis. Tenía en mente comprarle todo el material que tuviera. Con un hilo de voz, inquirió por el traficante a los acomodadores del estacionamiento ubicado en la Rinconada de Jesús, pero no pudieron darle razón. Desesperado, cruzó la plazoleta y se topó con la estatua sedente del Prócer, Leyó, con dificultad, la placa en el monumento: “Francisco Primo de Verdad y Ramos / 1760-1808 / Síndico del Ayuntamiento de la Ciudad de México / Precursor de la Independencia / Ofrendó la vida para sostener el principio de que la soberanía de la nación radica en el pueblo”.
Iván no sabía que la idea de soberanía popular fue calificada de sediciosa y subversiva, ni que a principios del siglo XIX fue señalada como herética, proscrita y anatemizada por la Inquisición. Experimentó una envidia súbita de la placidez de la estatua, escupió con desprecio a sus pies y murmuró: “Primo de Verdad... Primo de Verdad... Pus ni modo que Primo de mentiras, cabrón”. Sintió el peso del sol en la melena revuelta, miró a su alrededor, en busca de un espacio de sombra y vio la puerta abierta de la capilla del Hospital de Jesús. “Una iglesia”, pensó, y cruzó la calle de República de El Salvador, con la intención de descansar un rato y hacer tiempo a que apareciera su proveedor. Entró al recinto, mucho más grande por dentro que por fuera, se tomó unos momentos para aclimatarse a la penumbra y cuando alzó la vista vio un conjunto de figuras humanas enormes pintadas en una pared. “Qué pinche dibujo tan feo”, pensó, aunque reconoció sin dificultad a dos de los personajes: Cortés y Moctezuma.
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En el camino a La Lagunilla, Jacinta se moría por hallar a don Rufina (y el frasco que ésta se había llevado de la casa materna) y por saber algo de Andrés. Se detuvo en un cibercafé, abrió su cuenta de Facebook y se topó con el exabrupto que él había escrito minutos antes. La irritó mucho ese reclamo público, así que respondió con otro en el muro de él: “¿Y a ti qué te pasa? Te desapareces y luego me dejas un comentario ofensivo.” Cerró la sesión, pagó la tarifa y siguió su camino.
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Los tiempos de sueño de Rufino se fueron reduciendo conforme le dedicaba más y más tiempo a su transformación en mujer y conforme incorporaba nuevas actividades en esa labor: peinarse, maquillarse, pintarse las uñas, rizarse las pestañas. Después de un rato de felicidad en su advocación femenina, tenía que sacarse de encima todos los afeites y revertir lo construido, y ello le tomaba cada vez más tiempo. Sin embargo, cada nueva prenda, cada nuevo cosmético incorporado a su repertorio de efectos, no sólo le proporcionaban el placer del descubrimiento sino que extendían su sensación creciente de bienestar.
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El lugar. La aguda conciencia de un sitio y una toponimia precisa: Huitzilan, lugar en el que abundan los colibríes. No era el Tzintzuntzan de los tarascos, ni la localidad poblana de habla náhuatl fundada por nahuas y totonacas cercana a Zacapoaxtla, sino el punto de confluencia de las calzadas de Iztapalapa y Coyoacán, que juntas desembocaban en el islote primigenio. Horas antes, un sol frío y resplandeciente había caído desde el sudeste sobre el puñado de guerreros españoles que avanzaba desde el sureste hacia el corazón de México. Un millar de principales salieron a su encuentro allí, en Huitzilan. Un puente separaba a los europeos de los naturales. Desde el otro lado, percibió el aroma intenso de las flores que portaban los integrantes de aquel cortejo de recepción y vio a Motecuzoma, llevado en andas. La majestad del Tlatoani dejaba traslucir la zozobra de encontrarse ante el enviado de Quetzalcóatl. Ese lugar. Su inconciencia se revolvió mientras hacía un esfuerzo supremo por arremolinar el nombre, las cosas y el viento. En Hutizilan tenían que desencadenarse.
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Jacinta no tuvo problemas para localizar el puesto de don Rufina. En el acceso poniente del Mercado de La Lagunilla le preguntó a una vendedora de ropa usada, y ésta fue precisa: al fondo del pasillo, “el local que tiene un maniquí pegado junto a la puerta”. La muchacha se dirigió, con su andar inconfundible de grandes trancos, hacia la dirección mencionada. Vio desde lejos la gran muñeca de estatura humana que extendía brazos y manos hacia adelante, como en una súplica, se acercó a la puerta entornada, dio unos golpes discretos con los nudillos, esperó unos momentos y como no obtuviera respuesta, empujó el batiente y se metió al local. Se había imaginado que habría de ser mucho más arduo encontrar a don Rufina, pero no: la comerciante estaba allí, y Jacinta le notó de inmediato dos defectos que no le había visto antes: tenía el cuello torcido y estaba muerta.
(Continuará)
2 comentarios:
Esto se me esta antojando como para una pelicula... me sigue gustando...
Me gustó!
Esa forma en que llevas de la mano y haces ver hasta los detalles...eso me gusta!
Sentí más "pulido" este capítulo que el anterior, alucino???
Gracias Señor por deleitarme con sus letras, un abrazo y,
sigo...
Menganita.
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