24.2.11

La vida de Bruno


Una tarde Bruno se encontró con su vida. Buscaba a sus amigos en el parque para jugar con ellos cuando vio muy cerca de él un remolino de hojas luminosas que giraba en el aire. Bruno se asustó y echó a correr.

—Ven, no me tengas miedo –dijo a sus espaldas una voz profunda y dulce. Era grave, como la voz de su abuelo, y al mismo tiempo alegre y colorida, como la de la chavita del anuncio de la tele, esa de la que Bruno estaba enamorado en secreto.

Bruno se detuvo, se dio la vuelta y miró con más calma a la aparición. Era un cono de niebla alrededor del cual giraban pequeños espejos de todas las formas imaginables: rombos, triángulos de puntas redondeadas, círculos, óvalos, rectángulos. Decidió que aquello era muy raro pero que no podría hacerle daño.

—¿Qué eres? –preguntó.

—Soy tu vida –respondió la cosa con aquella voz que se oía como caricia, como el agua tibia de la regadera, como si calentara y refrescara al mismo tiempo.

Bruno pensó en sus papás, que se vidaban: “Mi vida” esto, “mi vida” aquello. Hasta cuando peleaban, que no era muy seguido, su papá y su mamá se gritaban el uno a la otra o la otra al uno: “¡Pero qué idiota eres, mi vida!”. Y recordó que su hermana, cuatro años mayor que él y que ya tenía novio, pasaba horas en el teléfono: “Áaandale, vidita”, suplicaba. “¡Aaay, vidita, qué lindo!”, celebraba. “¡Cómo se te ocurre, vida!”, se ofendía. “No pueeedo, vida”, se hacía del rogar.

Bruno no tenía novia, aunque algunas veces –cada vez más seguido— soñaba con enamorarse de una chava. Examinó al ser que danzaba en el aire y decidió que, como para novia, no era muy guapa que digamos.

—Tú no eres mi vida –dijo Bruno, tomando valor—. Yo no tengo novia, y menos esposa.

La aparición lanzó una carcajada que rebotó en las hojas de los árboles del parque.

—No dije que fuera tu novia, ni tu esposa, ni tu cuchi-cuchi. Soy tu vida; mírame –dijo, y redujo la velocidad de su giro para que Bruno la observara bien.

Los objetos que daban vuelta alrededor de un eje invisible no eran propiamente espejos. Parecían por momentos pantallitas de celular, y a ratos, simples figuras tridimensionales que flotaban en el aire.

En uno de ellos Bruno se vio a sí mismo a la hora de la cena mientras su mamá le servía unos huevos revueltos y un pan tostado. A Bruno le encantaba ponerle salsa catsup a los huevos y sentir cómo los sabores se mezclaban en su boca con las texturas del pan crujiente. Vio a un bebé que chillaba en una cuna que le resultó conocida. Se vio muerto de susto en el sillón del dentista. Vio a un muchacho que se parecía a él, pero más largo, diciéndole a una chava hermosísima unas palabras que son muy difíciles de decir la primera vez que se dicen, y que luego no pueden dejar de decirse y escribirse todo el tiempo. Vio a un hombre joven que cargaba con mucha ternura a una niña muy parecida a él, a Bruno. Vio a un señor como el que soñaba con ser (algunos días quería ser bombero, otras veces pensaba en volverse astronauta, ingeniero, mago o actor de cine) que sufría y gozaba haciendo su trabajo; en otro fragmento ese mismo señor lloraba, vestido de negro, la muerte de uno de sus padres; y vio a un viejo sentado en una sala amplia y llena de luz, que recordaba con alegría un lejano momento de la niñez en que se había topado con su vida mientras paseaba por un parque.

El chavo se dio cuenta que era cierto lo que le decía la aparición y se quedó observándola en silencio. Trató de concentrarse en cada una de las imágenes que danzaban frente a sus ojos y supo que, por mucho que se esforzara, no iba a poder acordarse de todo aquello. Algo parecido le había ocurrido una vez en un sueño.

—Así que eres mi vida –dijo Bruno, porque no sabía qué otra cosa decir—. La vida que yo vivo.

La aparición no respondió porque no era necesario.

Bruno siguió viendo las imágenes que danzaban en el aire frente a sus ojos y algunas le parecieron francamente horribles. Se vio comiendo un caldo de pollo que no le gustaba. Se vio a sí mismo bostezar mientras hacía una tarea aburridísima, a la que no le entendía ni papa. Se vio sediento, después de un partido de futbol, una tarde en que no llevaba dinero para comprar un refresco y uno de sus compañeros de equipo no quiso darle ni un traguito del suyo; esa vez Bruno supo que el gusto que alguien siente con una bebida helada puede ser el disgusto de otra persona que tiene sed y que la diferencia entre ellos hace que nazcan cosas malas como el egoísmo y la envidia. Se vio apretujado y acalorado en el microbús, de regreso de la escuela a su casa, sin poder moverse, mientras una axila que le quedaba muy cerca de la cara desprendía un olor como de cebolla podrida. Observó un pleito muy feo que había tenido con su hermana hacía unas semanas.

Entonces tuvo una idea:

—Oye –dijo—, ¿me dejarías quitarte unos pedazos que no me gustan?

—No se puede –dijo la aparición—. Están conectados unos con otros, y si quitas uno, se caen los demás.

—¿Cómo?

—Esa tarea que hiciste te permitió entender algo que algún día te hará ganar dinero. Después de la discusión, tu hermana y tú se contentaron, ella te ayudó con tu tarea y tus papás los llevaron a tomar un helado, y los cuatro estuvieron muy felices. Tendrás que trabajar mucho en cosas que no te gustan para comprarte la casa en la que te miras de viejo. Lo siento, pero si quitas las cosas que no te son agradables, se caerán las que sí te gustan.

Bruno se quedó pensativo un rato frente a la aparición, observándola, y vio que eso que parecía niebla, en el centro del torbellino, estaba compuesto por muchos tubitos como fideos o popotes largos y transparentes. En una primera mirada parecían desordenados, pero si se fijaba bien, podía darse cuenta de que eso que parecía desorden era en realidad un orden muy complicado. Sintió un gran gusto y un nudo en la garganta y le dieron ganas de reírse y de llorar pero se aguantó.

—¿En qué piensas? –preguntó su vida.

—Nada... Pensaba en que eres...

—Dilo –pidió la aparición.

A Bruno le costó trabajo hablar. Los sonidos se le atoraban entre los labios, la boca se le resecó y le dolió la garganta porque las palabras empujaban para salir y él apretaba los dientes para no dejar que salieran. Al final no pudo más:

—Pienso que eres muy bonita –dijo Bruno, y en ese momento las palabras que le faltaban salieron sin esfuerzo—. Que eres hermosa y que me gustas y que... te amo.

—Gracias –dijo su vida—. No sé si soy hermosa o si soy más bella o más fea que otras vidas pero estoy feliz de ser tuya. Y ahora vete a buscar a tus amigos.

—¿Y tú? ¿Te vas a quedar aquí? ¿Te veré otra vez? –preguntó Bruno con ansiedad.

—Estaré contigo siempre –le respondió la voz profunda y dulce—. Aunque no te acuerdes.

Bruno se tranquilizó, dio la vuelta, caminó unos pasos, y cayó en la cuenta de que no se había despedido. Entonces volteó para buscar a la figura, pero ya no estaba allí. No sintió tristeza porque sabía que seguía con él y que seguiría con él, aunque no la viera y que lo acompañaría siempre.

Encontró a sus amigos, jugó con ellos toda la tarde, se olvidó de la aparición y cuando regresó a su casa, aquel encuentro se había borrado de su memoria. Pero sentía una felicidad que le hacía cosquillas por todo el cuerpo y no podía dejar de pensar que su vida era muy hermosa y que la amaba, y esas palabras siguieron dando vueltas por su cabeza hasta que se durmió y soñó con su vida.

En la mañana había desaparecido todo recuerdo del sueño. Pero, desde entonces, la sonrisa no se le borra casi nunca.

23.2.11

Carta a Camilo Valenzuela

Este texto es un llamado a la conciencia de l@s perredistas honest@s. Lo hago propio y actuaré en consecuencia.


Arnaldo Córdova

Por este conducto me dirijo a usted para solicitarle transmita al Consejo Nacional mi solicitud de licencia temporal como miembro del PRD mientras sigua privando la política de alianzas con la derecha panista que viene imponiendo la actual dirigencia perredista. No considero adecuado hacer esta solicitud ante una Presidencia del PRD y una Comisión Política que se han acostumbrado a violar y transgredir los principios inscritos en los documentos básicos del partido. Hay un principio jurídico general que dice que lo que no está expresamente prohibido está jurídicamente permitido; aunque las licencias no se contemplen en el estatuto del PRD, no están prohibidas y es mi sentir que deben ser atendidas.

Desde luego, debo decirle que la razón principal de mi solicitud es la profunda inconformidad que me provocan las alianzas con el panismo que van en contra de la naturaleza política de los partidos políticos, y que olvidan no sólo las tradiciones de lucha del PRD, sino también los ominosos agravios que la derecha ha infligido a la izquierda y al pueblo de México. Pediría a quienes promueven este tipo de alianzas que revisara los Principios de Doctrina de Acción Nacional y nuestra Declaración de Principios y nos explicaran en dónde encuentran una mínima coincidencia.

Finalmente, me parece de un pragmatismo ramplón y miserable la hipótesis de que hay que derrotar al PRI, alegando su caciquismo inveterado, cuando el PRI es tan derechista como el PAN y lo muestran los innumerables acuerdos que esos partidos han convenido en detrimento siempre de los intereses populares.

México, DF, a 22 de febrero de 2011

Arnaldo Córdova

21.2.11

Poder fáctico


Ni el gobierno de Estados Unidos, su Departamento de Estado o su representación diplomática ubicada en Paseo de la Reforma 305, Distrito Federal, figuran una sola vez en la Constitución de México. Nada dice ese texto –ni ninguna otra pieza de cuantas conforman la legislación mexicana– acerca de las facultades de Washington o su embajada en el diseño de nuestra política exterior, el manejo de las transiciones sexenales, la proclamación desde el Air Force One de presidentes electos, el fortalecimiento de los que salen débiles y con la legitimidad enlodada o la coadyuvancia en la imposición de agendas de gobierno. Por ejemplo.

Uno no se imagina, de verdad, que los constituyentes de Querétaro tuvieran en mente la escena: un remoto sucesor de Henry Lane Wilson –cuyo ingrato recuerdo aún estaba fresco por aquel entonces-- ayudando a un señor a encaramarse a una presidencia en parte comprada por la mafia empresarial, en parte heredada por Fox y en parte robada a la voluntad ciudadana. Cosas veredes.

Olvídense de Televisa, de Bimbo o del Cártel del Pacífico: para poderes fácticos, los que ostenta en nuestro país el gobierno del vecino del norte: más que una anomalía, una distorsión permanente, creciente y exasperante, de la letra y el espíritu de las leyes mexicanas; un poder que impone la política económica, coordina la política de seguridad pública (en esta circunstancia, la seguridad nacional ya ni viene al caso, porque no queda nada que asegurar), orienta la política exterior y modula la política a secas.

Los ideólogos del régimen son devotos de la literalidad legal cuando se trata de castigar a luchadores sociales o, peor, a delincuentes llanos; “la ley fuga es dura, pero es la ley”, podrían decir, a la hora de aplicarla a esa incuantificable pero vasta porción demográfica a la que uno de ellos caracterizó genéricamente como “hijos de puta”; pero se muestran jurídicoflexibles si el punto es acomodarse a los poderes fácticos que usan corbata: banqueros, consorcios mediáticos, gobernantes no propiamente emanados de la soberanía popular o, el más evidente de ellos, el Ejecutivo del país vecino.

Un presidente de la Suprema Corte de cuyo nombre nadie quiere acordarse juró defender la Constitución y, pocos años más tarde, traicionó ese propósito con el argumento de que la Carta Magna “está escrita con las patas”. Pero el problema no es de estilo, sino de voluntad: fea o bonita, la Constitución ha sido convertida en un objeto decorativo para el despacho de los altos funcionarios.

Así como Calderón advirtió a la superioridad que se vería obligado a hablar mal en público de la política estadunidense contra los migrantes –aunque estuviera de acuerdo con ella– cualquier miembro prominente de la clase política pondría el grito en el cielo si se le sondeara sobre la pertinencia de plasmar, en el texto constitucional, la figura de un poder supremo situado por encima del Ejecutivo Federal, el Congreso de la Unión y el Poder Legislativo: el gobierno de Washington.

La simulación podrá seguir, pero la realidad es ésta: la Casa Blanca y el Capitolio son elementos centrales del ejercicio del poder político en nuestro país. Y quieren serlo más, como lo indica en estos días el que los funcionarios estadunidenses, cuando se proponen hablar de México, emiten unos ruidos que recuerdan el que hacen los tanques de guerra cuando calientan motores. ¿Alguien no lo sabía? Se trata de la voz última del poder fáctico.

17.2.11

La bocona y el deslenguado


Barruntos de intervención; mejor dicho, augurios de intervención militar para complementar y afianzar la injerencia económica y política, ya cotidiana, que practica el gobierno de Estados Unidos en México, con la activa cooperación de las autoridades locales: “hay aspectos de esta guerra contra las drogas y cómo la combatimos muy similares al tipo de cosas que hemos visto en las guerras en que hemos estado”. Esas fueron las palabras del almirante Michael Mullen, jefe del Estado Mayor del Ejército de Estados Unidos, el pasado 12 de enero, en una conferencia de prensa con periodistas extranjeros en Washington, y en ellas quedó clara la intención del aparato militar del país vecino de aplicar en Ciudad Juárez, por ejemplo, o bien en Reynosa, las lecciones que obtuvo en Fallujah.

En octubre del año pasado, el director de Inteligencia Nacional, Dennis Blair, se reunió con el secretario mexicano de Defensa, general Guillermo Galván Galván, y le sugirió que tuviera en cuenta las enseñanzas que Estados Unidos extrajo de su ocupación de Irak en materia de inteligencia, despliegue de unidades y operaciones rápidas. El 8 de febrero, el subsecretario de Defensa Joseph Westphal evocó la posibilidad de que soldados estadunidenses cruzaran la frontera ante un eventual intento de los cárteles de la droga por hacerse con el poder en México. El funcionario fue forzado por sus superiores a desdecirse; sin embargo, un día después, la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano, en una audiencia legislativa, habló de una posible alianza entre la organización delictiva de Los Zetas y Al Qaeda, la agrupación fundamentalista que Washington tiene como su archienemigo. “Ahí lo dejo”, cortó la funcionaria, al denotar la improcedencia de abordar el tema en una sesión abierta.

La furibunda reacción de la clase política mexicana a esos dichos quedó bien resumido en los adjetivos que la senadora Rosario Green endilgó a Westphal y a Napolitano: “deslenguado” y “bocona”, respectivamente. La legisladora priísta (que fue la primera en ocupar la titularidad de la Secretaría de Relaciones Exteriores en la presidencia de Ernesto Zedillo, la más entreguista de cuantas forjó el PRI) se vistió de niña heroína: Si Washington intenta enviar tropas a México, dijo, se topará con 110 millones de mexicanos en la frontera que “a patadas los van a sacar de territorio nacional”.

Tal vez todo se deba a las excesivas medidas de la cavidad bucal de Napolitano o de un escaso control por parte de Westphal sobre su músculo lingual. Si así fuera, podría resultar excesivo e innecesario ir planificando la mudanza de toda la población nacional a la franja fronteriza para esperar allí a los marines. Tal vez se logre detenerlos, pero en lo inmediato no ha sido posible ni siquiera detener a los deslenguados y bocones funcionarios gringos, quienes siguen en lo suyo: James Clapper, máximo jefe de Inteligencia del gobierno de Obama, dijo que la descontrolada situación en México ya es considerada por Washington como su “prioridad uno” en materia de seguridad.

No hay forma de saber a ciencia cierta lo que pasará, pero sí de tener una idea de lo que ya ocurrió. Y es lo siguiente:

1.En 1835 un puñado de logreros, especuladores, esclavistas y convictos, infiltrados por Estados Unidos en Texas, se rebelaron contra el gobierno mexicano, protagonizaron una guerra de secesión y, al año siguiente, proclamaron la independencia del estado, el cual fue anexado al país vecino en 1845.

2. En ese año, Texas reclamó la posesión de la franja comprendida entre los ríos Bravo y Nueces. La correspondiente negativa mexicana desembocó en la guerra que derivó en la ocupación del territorio nacional y en la rendición pactada el año siguiente, en el tratado de Guadalupe-Hidalgo, que obligó a los vencidos a ceder los actuales territorios de California, Nevada, Utah, Arizona, Nuevo México y Colorado, más parte de Wyoming, Kansas y Oklahoma.

3. En diciembre de 1911, el embajador estadunidense en México, Henry Lane Wilson, se presentó en la residencia de Rafael Hernández, secretario de Gobernación, y le dijo: “Señor, mucho le agradecería su valiosa intervención ante la Presidencia de la República para que se me asigne la cantidad de 50 mil pesos al año, porque mi sueldo de embajador no me produce lo suficiente para sostenerme con el boato que es necesario gastar en mi posición. El señor presidente don Porfirio Díaz me asignaba un subsidio mensual decoroso, e igual cosa espero del señor presidente Madero”. Éste se negó a otorgar aquel subsidio a un representante de un gobierno extranjero y hubo de explicarle a Hernández que un acto semejante sería “una traición a la patria”.

Esa negativa se sumó a otros descontentos estadunidenses por las restricciones impuestas a las inversiones extranjeras y por las reivindicaciones obreras ante empresarios procedentes del país vecino. La legación diplomática detonó una campaña de desinformación que hablaba de la “falta de seguridad” y la “discriminación” que sufrían los estadunidenses radicados en México. Wilson incluso sugirió al presidente William Howard la pertinencia de emprender una nueva intervención armada para derrocar a Madero. No fue necesario: bastó con la conspiración antimaderista orquestada en la legación diplomática estadunidense y en la que participaron los generales Manuel Mondragón, Gregorio Ruiz, Bernardo Reyes, Félix Díaz y Victoriano Huerta.

Más tarde, con Madero detenido y a punto de ser asesinado, representantes de Cuba, Chile y Japón acudieron ante el embajador Wilson para que ejerciera su influencia con los sublevados e impidiera el crimen. El funcionario les respondió que él, como diplomático, no podía intervenir en los asuntos internos de México.

4. El 9 de abril de 1914, en Tampico, nueve marinos estadounidenses, armados, desembarcaron en un bote con la bandera estadounidense. La guarnición federal los detuvo, pues contravenían la prohibición de la Comandancia Militar de navegar por esa zona. Los extranjeros declararon que sólo querían conseguir gasolina. Las autoridades locales pusieron en libertad a los detenidos pero la Marina estadunidense exigió que, además, como gesto de desagravio, y en un plazo perentorio de 24 horas, los funcionarios mexicanos rindieran honores a la bandera de Estados Unidos y la izaran en el puerto con 21 cañonazos. El comandante de las fuerzas federales de Tampico ofreció disculpas por escrito pero se negó a saludar la bandera estadounidense. En venganza, Washington envió a Veracruz una flota compuesta por los acorazados Florida, Utah, Texas, Dakota, Montana, Indianapolis, New York y Rochester, el cañonero Prairie, así como dos divisiones de torpederos y otros 17 navíos.

Como la autoridad nacional se negara a entregar la aduana a las fuerzas extranjeras, éstas lanzaron, el mediodía del 21 de abril, un intenso bombardeo sobre el puerto. En los días siguientes, los cadetes de la escuela naval, los soldados del 19 Batallón del Ejército (los famosos “Rayados”), la población civil y hasta los convictos de la prisión de Veracruz, resistieron con heroísmo el embate de la marina gringa, la cual no pudo controlar el puerto sino hasta el día 24.

5. El 9 de marzo de 1916 el general Francisco Villa, exasperado por la injerencia de Washington a favor de Carranza y de Obregón, y en busca de un traficante estadunidense de armas que lo había estafado, atacó la guarnición militar de Columbus, Nuevo México. La incursión dejó un saldo de 16 muertos estadunidenses (ocho militares y otros tantos civiles) y 75 mexicanos. Siete de los atacantes fueron hechos prisioneros. En respuesta, el gobierno de Woodrow Wilson envió a cuatro mil 800 soldados, bajo las órdenes del general John Pershing, en una expedición punitiva contra territorio mexicano. En los meses siguientes, otros siete mil efectivos fueron agregados a la fuerza ocupante, la cual empleó, por primera vez en la historia, vehículos mecanizados (aviones, camiones y motocicletas) y fuerza aérea (aviones y dirigibles) en su esfuerzo estéril por atrapar al guerrillero duranguense. En aquella alocada aventura, los invasores terminaron combatiendo contra las fuerzas constitucionalistas y fueron derrotadas por éstas en El Carrizal, al sur de Ciudad Juárez.

En cuanto a los 33 villistas que fueron capturados en Columbus, fueron internados en la cárcel de Deming, Nuevo México, en donde se les privó de alimentos por más de tres semanas. Cuatro de ellos murieron de inanición.

* * *

Hay más, por supuesto, a todo lo largo del siglo XX, y los precedentes históricos muestran sin equívoco posible que Estados Unidos ha sido, durante la vida de México como república independiente, la principal amenaza a su seguridad nacional, a su integridad territorial y a su soberanía. Tal vez, después de todo, los dichos actuales de los burócratas estadunidenses sean algo más que expresiones de boconas y deslenguados.

Algo hay que conceder a los gobernantes gringos: de Salinas a Calderón, han resultado brillantes en eso de seleccionar a sus aliados locales.


15.2.11

De nosotros depende

Altos funcionarios del gobierno de Obama hablan sin tapujos de tropas de su país en territorio del nuestro como una posibilidad real y hasta cercana; los bancos extranjeros siguen extrayendo, día a día, las millonadas, y el Ejército es movilizado para defender a una transnacional contaminante y, de paso, para allanar la autonomía municipal de Ensenada.

Pero la batalla principal por la defensa de la patria está en otra parte: debe vengarse a toda costa y a cualquier precio la ofensa contra el honor patrio proferida por unos comentaristas idiotas de la BBC que nos describen como sucios y huevones. Ahí va el embajador Medina Mora –él, que tanto hizo por poner la procuración de justicia nacional al servicio de Washington– en su advocación de general Zaragoza, a revestir las armas nacionales con la gloria de una disculpa pública por los comentarios racistas en el programa Top Gear. Y qué decir de los partidazos que se reparten las migajas de la momia del nacionalismo revolucionario, compitiendo entre ellos por ver cuál resulta más inescrupuloso a la hora de preservar la soberanía, la cual no es, en primera instancia, una definición del Estado ante el exterior sino el ejercicio del poder por el pueblo (por más que esa palabra resulte altisonante a los oídos educados en Harvard o el ITAM). Hágannos el favor: meter bajo la alfombra las cifras de la pobreza para que los electores no cobren plena conciencia del estrepitoso fracaso de sus representantes en general.

Y para seguir con expresiones incómodas, salta a la vista esa de “traición a la patria”. Su desventaja principal no es la grandilocuencia, sino que a) requiere, para ser empleada, que alguien se autoproclame “la patria” y se diga traicionado(a), lo cual suele dar pie a toda clase de excesos fascistas y, b) necesita de un sujeto ejecutante, revestido de autoridad formal y de poder real, que en este caso brilla por su ausencia: el funcionariato, la clase política, las judicaturas y las corporaciones legislativas recuerdan, en su configuración actual, a lo que era la vida política nacional en los tiempos en los que el país fue despojado de medio territorio. Con la desventaja, ahora, de que no hay a la vista ningún Santa Anna que sera capaz, cuando menos, de gestionar la derrota. Lo que hay es un manojo de funcionarios deseosos de organizar el acto de entrega-recepción de lo que perciben como un mueble viejo y estorboso: el Estado mexicano. Cada día hay menos Estado, más consejos de la Embajada y más monopolio privado, ya sea en la forma de cártel o de persona “moral” S.A de C.V. Tal es la fórmula de la descomposición institucional.

El proyecto de los Salinas, Fox, Calderones, y Peñas (la enumeración es meramente ilustrativa) desemboca, como ya se ha visto, en una mezcla de mall y de Fallujah. Si la sociedad profunda no consigue irrumpir de manera rotunda, masiva y pacífica en el cascarón de la institucionalidad formal, nos quedaremos sin país, o el país tendrá que prescindir de sí mismo para la reconversión en curso. El evitarla o no está en nuestras manos.

10.2.11

Intervención y entrega


Nadie resiste el llamado: gobernantes y opositores, funcionarios y empresarios, jefes de policía y cabezas de ONG, periodistas y encuestadores, todos por igual, acuden ante diplomáticos de Estados Unidos para contarles lo que deseen saber sobre los asuntos de México. La embajada y los consulados de Washington son confesionario, diván, ventanilla de gestiones y paño de lágrimas, para la clase política y para los notables. En no pocas ocasiones, políticos y altos funcionarios comunican a los diplomáticos estadunidenses cosas que no se atreverían a sostener en público; les adelantan, además, intenciones legislativas, les consultan esbozos de programas oficiales o les exponen situaciones de las que la sociedad mexicana no tiene conocimiento. Los representantes de Estados Unidos acreditados en México son, en conjunto, el más importante interlocutor en la vida institucional de este país. Posiblemente no sea una revelación, pero resulta, en todo caso, una confirmación de lo que siempre se ha sospechado y dicho, y que ahora se documenta en un paquete de dos mil 995 cables informativos, redactados por diplomáticos estadunidenses de diverso rango. y que fueron enviados al Departamento de Estado desde México o desde terceros países.

Este material informativo fue proporcionado a La Jornada por Sunshine Press Productions, que preside Julian Assange, portavoz y fundador de WikiLeaks, y abarca cables fechados desde 1989 hasta 2010. 24 de ellos están clasificados como “secretos”; 461 se consideran “confidenciales”; 870 son “clasificados” y mil 588 han sido “desclasificados”. Es razonable suponer que se trata de un segmento de algo más amplio; así lo deja ver la disparidad numérica por años de emisión (un solo cable de 1989, 38 de 2005 y mil 206 de 2009, por ejemplo) y las referencias a documentos que no están en el conjunto. El material recibido consiste, en su gran mayoría, de reportes sobre pláticas con personalidades políticas, administrativas, mediáticas, policiales y militares, informes de reuniones, análisis regionales o temáticos de distinto calado y extensión, apuntes sobre pequeñas gestiones o bien simples reseñas insípidas de los medios nacionales. Lo que los documentos sí revelan, en forma aislada o leídos en conjunto, es lo siguiente:

Clase política de informantes

Existe una casi absoluta disposición de políticos, legisladores y funcionarios mexicanos a informar extensamente a los diplomáticos del gobierno estadunidense, así como una generalizada obsecuencia para con sus interlocutores de esa nacionalidad; resulta un tanto sorprendente que ninguno de los cables consigne, por parte de los informantes mexicanos, una sola crítica hacia Estados Unidos, prácticamente ningún reclamo y ni una sola expresión de hostilidad. En varios casos, los connacionales citados comparten con sus interlocutores extranjeros la preocupación por eventuales reacciones adversas de la opinión pública local hacia el gobierno del país vecino, y se esfuerzan por presentarse como socios confiables. En ocasiones, y con tono de disculpa, advierten de antemano a sus entrevistadores que tendrán que formular, en público, alguna divergencia con respecto a Washington, a fin de no parecer demasiado proestadunidenses ante la sociedad.

En no pocos de los cables se consigna la sorpresa de los autores por la inesperada expresividad y el espíritu de colaboración de sus entrevistados, quienes, por lo general responden a cuanta pregunta se les haga, pero no formulan ninguna. La masa de documentos proporcionados a este diario por Sunshine Press Productions no incluye comunicaciones relativas al espionaje propiamente dicho, pero queda claro que la locuacidad de políticos, funcionarios y comunicadores mexicanos casi podría ahorrarle el trabajo a los espías procedentes de la otra orilla del Río Bravo.

De la lectura del material se desprende que en México, por lo que toca a la clase política, el tan citado sentimiento antiestadunidense es un mito urbano. Hace medio siglo, las izquierdas, el centro y hasta las derechas convergían en una animadversión variopinta hacia Estados Unidos que se originaba, respectivamente, en el antimperialismo, en el nacionalismo revolucionario y en el rechazo católico y castizo al protestantismo anglosajón. Bajo esas expresiones ideológicas subyacía una constante incuestionable de la realidad: a lo largo de la historia de México como nación independiente, las más graves y abundantes amenazas a su seguridad, integridad y soberanía, han provenido del vecino del norte.

A lo que puede verse, la era del Tratado de Libre Comercio ha producido en México una casta dominante que, o bien se quedó sin memoria histórica, o bien perdió el sentido de pertenencia a su propio país. Los entrevistados hablan mal unos de otros; los funcionarios estatales y municipales acuden directamente a los representantes de Washington para pedir ayuda ante la inseguridad y el acoso de la delincuencia, y se brincan olímpicamente a la Federación; los empleados federales se quejan de los estatales y municipales; en el curso de los contactos, cada cual vela por sus propios intereses –nadie invoca la defensa o la promoción del interés nacional– y la vista de conjunto podría describirse con la expresión “cada quien para su santo”.

El proconsulado, al desnudo

En contraste, los representantes diplomáticos estadunidenses operan, casi invariablemente, con un sentido de Estado y con una cohesión que sólo se rompe en lo estilístico. Una expresión recurrente: “en beneficio de nuestros intereses”. Más allá de eso, el material informativo pone de manifiesto la insaciable curiosidad de los personeros de Washington, su avidez –casi podría decirse: su morbo– por conocer a detalle los asuntos mexicanos, y su obsesión por armar visiones de conjunto de los temas de nuestro país. Paradójicamente, el rigor empeñado en la recopilación de información no necesariamente se traduce en agudeza de entendimiento: con frecuencia, los diplomáticos dejan de ver el bosque por observar los árboles. Dan por sentado que los fenómenos delictivos se corregirán mediante acciones meramente policiales y militares; se empeñan en hurgar en el desempeño en materia de derechos humanos de miles de policías, militares y funcionarios, aunque olvidan averiguar sus antecedentes penales; en primera intención, suelen observar a sus interlocutores con distancia y escepticismo, pero acaban por creer lo que éstos les platican y, con una inocencia casi conmovedora, informan a Washington que los problemas están en vías de solución gracias al programa fulano, que hay voluntad política para enfrentar los obstáculos y terminan, de esa forma, por convertirse en creyentes casi únicos de un credo dudoso: el discurso oficial.

Otra inconsecuencia notable es el prurito de los diplomáticos del norte por mostrarse “neutrales” en materia de política partidista mientras que, al mismo tiempo, exhiben una insistencia monolítica en promover, en lo económico, las “reformas” que preconiza la doctrina neoliberal. De los documentos se infiere que sus redactores realmente creen que el “Consenso de Washington” es consenso, y no alcanzan a ver que las tomas de posición a favor o en contra del neoliberalismo se traducen en programas partidistas; en consecuencia, ellos, los diplomáticos, se convierten en instrumentos de una flagrante intervención de su gobierno en asuntos políticos de México.

A la embajada de Estados Unidos en México, es decir, a la representación del Departamento de Estado, no parece importarle que el poder público se tiña de azul, de tricolor o de amarillo, siempre y cuando la autoridad resultante se conduzca con apego a las tendencias privatizadoras, desreguladoras y depredadoras vigentes en forma declarada desde 1988. En ese punto, la injerencia es descarnada y abierta, y los funcionarios estadunidenses actúan como procónsules y, en no pocas situaciones, como gestores de los intereses empresariales de su país en un territorio intervenido desde hace lustros, no mediante el despliegue de fuerzas militares, sino por medio de la firma del Tratado de Libre Comercio.

En los días que corren, la intervención extranjera resulta particularmente inocultable en materia de seguridad y de combate a la delincuencia y al tráfico de drogas. En este terreno, los estadunidenses no se cuidan de guardar las formas y se revelan, una y otra vez, como los verdaderos conductores de la “guerra” contra la criminalidad organizada. Esa “guerra” es el más reciente conducto para la injerencia y el creciente control de Estados Unidos sobre México. Muy anterior a ella es el sometimiento voluntario a Washington por parte de políticos representantes populares, funcionarios, mandos policiales y castrenses así como de algunos comentaristas y directivos de medios.

Eso se ha dicho muchas veces y en muchos tonos. La supeditación es brutalmente confirmada por los escenarios delirantes que esbozan gente como el subsecretario de Defensa de Estados Unidos, Jospeh W. Westphal, y la secretaria de Seguridad Interior, Janet Napolitano: tropas estadunidenses combatiendo contra sublevaciones narcas en territorio mexicano. Pero no ha sido necesario llegar a eso para consumar la intervención. Los casi tres mil cables diplomáticos que Sunshine Press Productions facilitó a La Jornada permiten corroborarlo.

3.2.11

Volar es un infierno

Izquierda: diagrama de asientos en un Boeing 747 de
Nortwest Airlines (2008); derecha: distribución
de la mercancía en un buque inglés de transporte
de esclavos (principios del Siglo XIX). En su momento,
ambas formas de transporte han sido legales.
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En el curso de una década, viajar en avión se ha convertido en un infierno. Si hace ya treinta años que las industrias aeronáuticas se olvidaron de la comodidad y la velocidad como guías de su desarrollo y prefirieron, en cambio, la rentabilidad, hace casi diez, a raíz de los atentados del 11 de septiembre en Nueva York y Washington, cualquier ser humano que abordara un avión empezó a ser considerado un presunto culpable de pertenencia a Al Qaeda. Y si hace tiempo que las aerolíneas ven a los pasajeros como reses a las que es necesario transportar (¡qué fastidio!) de una ciudad a otra, de un país a otro, de un continente a otro, de las Torres Gemelas para acá los gobiernos los consideran, además, animales peligrosos.

Por su parte, los aeropuertos, crecientemente privatizados en todas y cada una de sus partes –la terminal aérea es administrada por una empresa que, a su vez, subcontrata servicios de seguridad y de limpieza, y no es remoto que estos últimos recurran al reclutamiento de personal por medio de firmas de outsourcing– tienen a los viajeros como aves susceptibles de ser desplumadas y remodelan sus instalaciones para que las víctimas caminen mucho y vayan dejando, en el trayecto, un reguero de divisas.

De los viejos DC-3 (Caravelle (89 pasajeros), Tu-104 (50 pasajeros) y DC-9 (80 pasajeros) de los años 60 del siglo pasado se pasó al Jumbo, que dominó los aires en las décadas siguientes, y en el que caben 400 almas, al fatídico DC-10 (380) y a la monstruosidad del Airbus A380, capaz de amontonar en sus dos pisos corridos un máximo de 853 humanos.

Diga lo que diga la publicidad, semejante incremento de capacidad de carga no se ha traducido, salvo por lo que se refiere a los segmentos de primera clase, en un aumento de la comodidad, sino al revés. Por lo demás, el pleito por el mercado y las corruptelas gerenciales en muchas aerolíneas han hecho su parte para reducir las raciones de comida al nivel de un paquete de galletas rancias y un trago de emulación química de jugo, escanciado con jeta por una sobrecargo a la que sus patrones explotan más de la cuenta. Quitar una pulgada de espacio entre asiento y asiento se traduce en una fila adicional de ellos, que son cinco o más boletos vendibles por vuelo. Y cuando se trata de pasar 12 o 16 horas atrapado en un espacio de 80 centímetros cúbicos, a la mitad del vuelo ya estás dispuesto a confesar que mataste a Kennedy.

Para eso hay que contar, claro, con que el avión despegue. Hace un par de semanas supe de un vuelo de Aeroméxico con origen en Denver, Colorado, y con destino a la Ciudad de México, que no salió. El personal de la aerolínea desapareció de los mostradores y una buena parte de los pasajeros se vio obligada a comprar, de su bolsillo, boletos en una corrida de American Airlines que hacía escala en Fort Worth. Lograron llegar a ese punto, y allí se quedaron a pasar la noche: la segunda parte del vuelo fue cancelada porque la tripulación que debía llevar la carcacha de Dallas a México estaba atrapada –eso dijeron las amables empleadas de la compañía– por una nevada en el aeropuerto de Kansas City. De esa forma, American esgrimía razones climáticas para desentenderse del alojamiento de los viajeros varados, quienes se vieron en la disyuntiva de sufragar sus gastos de hotel o dormir en una sala de espera. Hasta hace una década, un infortunio como ese sólo podía explicarse por una huelga o por un mal clima excepcional, pero no por una cadena de arbitrariedades.

La manifiesta mala fe con que los chicos de Osama abordaron aquellos vuelos infaustos de American y de United, y la paranoia autoritaria del segundo Bush, crearon la sopa ideal para liquidar los derechos y la dignidad de los pasajeros aéreos. En lo sucesivo, éstos habrían de sumarse, en condición de integrantes light, a la larga lista de quienes han pagado las consecuencias de los ataques contra el World Trade Center y el Pentágono, una nómina que empieza por los miles y miles de inocentes a los que el gobierno de Estados Unidos ha asesinado en Irak, Afganistán y otros países, los torturados y desaparecidos en el hervor de la estúpida “guerra contra el terrorismo” y los secuestrados que aún se pudren en las jaulas de Guantánamo.

Ante semejantes circunstancias, podrían parecer poca cosa los crecientes atropellos contra turistas, migrantes y trabajadores que hacen uso del transporte aéreo, de no ser porque en ellos se encarna y expresa, en forma visible y cotidiana, el avance del autoritarismo y el retroceso de la libertad. Se empezó por pasar bajo los rayos x el equipaje de mano; se siguió por los interrogatorios –anticonstitucionales, en buena parte de las naciones en que se aplican– sobre propósito del viaje, destino final y datos personales que no tienen por qué importarle un carajo al agente de seguridad con guantes quirúrgicos ni al prepotente empleado de Migración ni a la señora de Aduanas; no deja de resultar asombroso que ahora la inmensa mayoría de los viajeros acepte, sin rechistar, el tránsito por máquinas equivalentes a un tomógrafo, el despojo regular de prendas y objetos de uso personal, el examen inquisitorial de los calzones en la maleta y, en casos extremos, revisiones corporales que evocan un Papanicolau reglamentario.

Digan lo que digan los sepulcros blanqueados que despachan en las oficinas gubernamentales, la creciente liberalización y desregulación de las mercancías impulsa por igual el tránsito de automóviles que de armas de fuego, de televisores que de drogas ilícitas; en contraste, las paranoias antiterroristas, las obsesiones antimigratorias y la hipocresía antinarca han convertido al conjunto de usuarios de aeropuertos y de líneas aéreas en un hato atemorizado, sumiso y dispuesto a pasar por atracos, humillaciones y horcas caudinas, con tal de llegar a su destino.

Lo más triste del caso es que, para llegar al altar sacrificial de un aeropuerto, la gente común y corriente, como tú y yo, debe desembolsar una cantidad de esas que se piensan dos veces: pagamos los honorarios de nuestros verdugos, hacemos horas de fila para que un tipo insolente se sienta con derecho de vetarnos para el abordaje y renunciamos, de antemano, a cualquier reclamación. Tal vez nos hemos creído el cuento de que “es por su propia seguridad”, o pensamos en el ser objeto de maltrato como fundamento de prestigio, o será, simplemente, que somos más tontos de lo que suponemos. Y no se nos ha ocurrido organizarnos para emprender una protesta multitudinaria y mundial contra la prepotencia gubernamental, los abusos de las aerolíneas y el mercantilismo de los servicios aeroportuarios, y acordar una fecha para dejar vacías las terminales aéreas.

1.2.11

Guerra por las drogas


“Estamos progresando” y “ya se están viendo resultados reales”, dijo Hillary Clinton acerca de la estrategia de su gobierno en materia de presunta seguridad y supuesto combate a las drogas, estrategia aplicada en México por Felipe Calderón. ¿O de qué otra manera puede entenderse la conjugación en primera persona del plural del verbo que precede al gerundio de progresar? El arrebato conjunto fue subrayado ayer por la secretaria de Seguridad Nacional, Janet Napolitano, quien advirtió, también en la primera persona del plural, que Washington y sus cada vez menos desembozados representantes en México “seguiremos trabajando para desmantelar y derrotar” a los cárteles de la droga.

Qué bien. Tal vez en unas décadas México deje de ser ese territorio de barbarie, combates, decapitaciones, descuartizamientos y levantones, y se convierta en algo semejante a Estados Unidos, es decir, en en un país en el que el narcotráfico funciona de manera civilizada: la droga entra sin aspavientos por las fronteras, llega a los consumidores sin atrasos ni desabastos, deriva cientos de miles de millones de dólares a los circuitos financieros honorables de Wall Street y casi no causa más muertes que las de los usuarios entusiastas que se atascan más de la cuenta.

La ciudadanía mexicana, en proporción creciente, percibe el problema de manera distinta. Intuye que un hilo de sangre vincula las palabras de esas funcionarias extranjeras con muertes como la de Karina Ivette Ibarra Soria, baleada sin justificación por policías federales el sábado pasado en Ciudad Juárez, o con los 18 mil levantones registrados en los cuatro años horribles de Calderón en Los Pinos, o con las treinta mil muertes violentas del periodo, y que la injerencia gringa, cada vez menos disimulada, apunta precisamente a eso: a propiciar nuestra destrucción como sociedad articulada para construir en este sufrido territorio un mercado –de drogas, de comida chatarra o de pantallas planas: al neoliberalismo le da igual– tan armonioso y apacible como ese mercado estadunidense de las drogas ilícitas.

Así vistas las cosas, esta porquería sangrienta en la que nos han metido Calderón y sus mentores del norte no sería una guerra contra las drogas sino una guerra por las drogas: una negociación a balazos y granadazos para regular un mercado que, como puede apreciarse en Estados Unidos, no desaparece, sino que se regula por una mano que sólo resulta invisible para quienes se empeñan en no ver.

Esos arguyen que no es momento de criticar a las autoridades mexicanas; qué barbaridad, tan heroicas ellas, que, desde sus búnkers y arropadas por cuerpos blindados, exigen a la inerme mayoría de la población que se solidarice con esta causa noble y denuncie a los malosos. Uno que otro propagandista oficial con aprestos de ideólogo gasta incluso valiosísimos recursos neuronales en explicarnos el método adecuado para esclarecer quiénes son los auténticos “hijos de puta” en este conflicto, y quiénes, los patriotas que se sacrifican para devolvernos la seguridad perdida.

Por desgracia, los insultos no son categorías muy eficaces que digamos para deslindar responsabilidades. Qué pena tener que ir a lo axiomático: la delincuencia delinque, no se hace cargo de la aplicación de las leyes. El Ejecutivo federal, en cambio, tiene a su cargo la preservación de la paz pública, el ejercicio de la soberanía en el territorio nacional, así como la vigencia del derecho a la vida y a la integridad de los habitantes. Y la mafia política, empresarial y mediática, no puso en el cargo a uno de los capos contra los que supuestamente se lleva a cabo esta guerra, sino a un grupo de funcionarios que ha fallado sistemáticamente en cumplir con los deberes mencionados. Es por esas razones que la consigna “basta de sangre” se dirige, ante todo, al calderonato.

Pero ese régimen se ha hecho merecedor a múltiples estrellitas en la frente de las que otorgan hadas madrinas como Hillary y Janet, quienes no moderan su entusiasmo ni siquiera por pudor ante la multiplicación de muertes como la de Karina Ivette. Incluso da la impresión de que la guerra por las drogas no es un invento de Calderón, sino un programa de Washington. Hay que ir pensando en incluir al gobierno del país vecino entre los destinatarios de la exigencia: no más sangre.