Los integrantes de ese equipo están muy lejos del horror que han provocado. En esas reuniones de seguro no se comenta sobre los pormenores del levantón, la tortura, la asfixia, el degüello, el abandono del cuerpo en una cajuela o en la punta de una cuerda o en una bolsa negra, el dolor de los huérfanos y de las viudas, los fragmentos de la vida destrozada. Todo eso queda reducido a una cifra que se integra en subtotales, promedios trimestrales y datos desagregados por entidad y municipio. Con esa materia ascéptica trabajan las lumbreras de la desgracia nacional.
Vendrán los corifeos del calderonato a decir qué barbaridad, pero cómo se atreven a culpar al presidente y a sus colaboradores, si los responsables del horror son los delincuentes. Y sí, la criminalidad no reclutada por las fuerzas públicas es causante directa de buena parte de la carnicería, pero en el total hay un número injustificable de personas asesinadas por las fuerzas públicas, ya sea en meros episodios de gatillo nervioso o por las sórdidas directivas de venganza y limpieza social que, se sabe, llegan a las filas de las corporaciones armadas oficiales. Ah, y quienes deben garantizar la paz interior y la integridad de las personas no son los delincuentes, sino las autoridades, y es a ellas a las que la seguridad pública se les murió en las manos. O la mataron en forma deliberada.
Imposible saber si en el ámbito del recuento de víctimas de su guerra (tomo el periodo que va de enero de 2007 a diciembre de 2010) el calderonato maneja una doble contabilidad –como lo hace en otros asuntos– y si un régimen tan consistente en la mendacidad entrega datos verídicos a la ciudadanía. Se analiza lo que hay: un archivo de Excel puesto en línea, con omisiones inexplicables. Por ejemplo, excluye homicidios en los que el cuerpo de la víctima no presenta “impactos de arma de fuego larga y/o corta”, como si no hubiera, en esta guerra, abundantes asesinatos por asfixia, decapitación o desmembramiento en los que se prescinde de las balas. La “rivalidad delincuencial” incluida en el título es desmentida por la propia base de datos, que permite agrupar “fallecimientos producto de ataques por parte de grupos de la delincuencia organizada en contra de autoridades de cualquiera de los tres órdenes de gobierno”. Y así.
En enero de este año, el ínclito Alejandro Poiré presentó lo que denominó “Base de Datos de Presuntos Homicidios Relacionados con la Delincuencia Organizada”, la llamó “un ejercicio de transparencia sin precedentes”, y se jactó de que “en el tercer trimestre de 2010 el ritmo de crecimiento se estabilizó y al final del año hubo un decrecimiento que, sin convertirse aún en una tendencia, es por sí solo notable”. Qué buena onda que entre octubre y diciembre del año pasado la muerte haya bajado su ritmo en 10 por ciento. El problema es que, en los primeros 48 meses del calderonato, los homicidios relacionados con delincuencia organizada han experimentado un incremento general de 540 por ciento.
Con todo y los defectos que ostenta a primera vista, el macabro compendio permite confirmar o desmentir falsas impresiones de la opinión pública, inducidas o espontáneas, como la de que Michoacán es una de las entidades más violentas del país: tanto en términos absolutos como relativos, la tierra del general Cárdenas tiene menos homicidios que Morelos, Sonora, Tamaulipas y Nuevo León, y muchos menos que Chihuahua y Sinaloa.
Lo más impresionante de estos números es la desbordada multiplicación de homicidios en todas las entidades del país, salvo Tlaxcala y Yucatán. Generadas por estados y por ciudades, las gráficas correspondientes parecen víboras paradas y listas para el ataque. La tercera excepción es el Distrito Federal, en donde las muertes relacionadas con criminalidad organizada sólo crecieron cinco por ciento en el periodo. Los extremos opuestos son las entidades ganadas por la muerte, por decirlo de alguna manera, es decir, aquellas en las que, en lo que va del calderonato, el número de homicidios se incrementó en más de mil por ciento: Colima (incremento de 5000%), Nayarit (3000%), Coahuila (2000%), Tamaulipas (1500%), San Luis Potosí (1300%), y Morelos (1000%).
En Puebla, Jalisco y Durango, la mortandad se disparó 850%, 847% y 772 %, respectivamente; en el Estado de México, subió 561%; en Nuevo León, 476%; en Sinaloa, 426 %; en Guerrero, 380 %; en Sonora, 351 %; en Guanajuato, 298 %; en Tabasco, 270 %; en Oaxaca (269 %); en Querétaro, 260 %; en Baja California, 258 %; en Veracruz, 238 %; en Zacatecas, 205 %.
Las entidades con crecimientos “moderados” en el número de asesinatos (oh, qué gran triunfo) son Baja California Sur (66 %), Michoacán (58 %), Quintana Roo (46 %), Chiapas (35 %), Campeche (25 %), Aguascalientes (24 %) e Hidalgo (21 %). Cierran la lista los casos ya mencionados del Distrito Federal (5 %) y de Yucatán (-50%). En Tlaxcala el indicador pasó, en el periodo de referencia, de 0 a 4 crímenes de esa clase.
Un gran número de criminales asumidos son responsables por muchas de las muertes compendiadas en las cifras oficiales. Pero quienes han creado las circunstancias para sus acciones son esos otros criminales de clóset: los funcionarios que desmanejan los asuntos de la República y que la han llevado a la pesadilla de sangre, descomposición y dependencia en la que hoy estamos.
Y no podrá haber paz, seguridad pública ni estado de derecho en tanto persista la impunidad de unos y otros.
Algunas entidades afectadas
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