25.6.13

Estado paranoico


Uno no querría describirlo así porque suena desorbitado pero ahí están las pruebas: entre las administraciones de George W. Bush y las de Barack Obama, Estados Unidos se ha vuelto el gobierno más paranoico del mundo y hoy lo es mucho más que en los tiempos del macartismo y de la guerra fría, cuando poseía, al menos, argumentos verosímiles –aunque no necesariamente verdaderos– para mantener a millones de personas, estadunidenses o no, bajo un régimen de vigilancia estrecha y secreta: en aquellos tiempos la confrontación entre las superpotencias tenía entre sus perspectivas la del cataclismo nuclear o destrucción mutua asegurada (MAD, por sus siglas en inglés) y era propagandísticamente fácil dividir al mundo en buenos y malos. Ese telón de fondo le dio a Washington pretextos para espiar y hostigar a individuos tan ajenos a una bomba atómica como Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, por ejemplo.

En los años noventa del siglo pasado tuvieron lugar dos fenómenos que habrían debido reorientar en forma radical la política exterior y la estrategia de seguridad estadunidenses: la desaparición del bloque soviético y el inicio de la masificación de Internet. El primero hacía obsoleta tanto la fuerza armada como la enorme infraestructura mundial de vigilancia y espionaje montada por Washington y la segunda conllevaba dos reglas de signo contrapuesto: si por un lado la proliferación de nodos de Internet facilitaba la tarea de espiar a los usuarios, por otro lado colocaba en un nivel de gran vulnerabilidad una gran cantidad de secretos de Estado, toda vez que éstos, de una forma o de otra, irían a parar a contenedores (servidores) conectados a la red mundial.

Pero, en vez de redimensionar a la baja sus fuerzas ofensivas y de vigilancia, la Casa Blanca, entonces a cargo de George Bush padre, optó por proyectar a Estados Unidos como superpotencia única, autoerigida en promotora de un “nuevo orden mundial” de matriz neoliberal. Esta decisión se tradujo, en el ámbito del espionaje electrónico, en la reorientación de los sistemas de “inteligencia de señales” (SIGNINT) hasta entonces usados para espiar a la URSS y sus aliados, y cuyo conjunto se conoce popularmente como Echelon. Operado por los integrantes del Acuerdo UKUSA (EU, Inglaterra, Canadá, Australia y Nueva Zelanda), actualmente es empleado para monitorear señales satelitales, telefónicas, celulares y de microondas, lo que pone a sus operadores en posibilidad de espiar el contenido de toda suerte de mensajes. En diversas ocasiones se ha señalado que Echelon es usado por sus socios como un mecanismo de espionaje industrial y comercial que ha sido aplicado contra la Unión Europea. Ya en 2001 un informe del Parlamento Europeo recomendaba a los ciudadanos y corporaciones del viejo continente que usaran sistemas de encriptación en sus telecomunicaciones a fin de evadir la vigilancia ilegal por medio de Echelon.

En el ámbito interno, el FBI instaló en 1997 un software conocido como Carnivore (DCS1000) para monitorear los intercambios de correo electrónico en territorio estadunidense. Tres años más tarde la Electronic Frontier Foundation presentó un documento al Congreso en el que señalaba los peligros del sistema y la respuesta del FBI fue que no había motivos de preocupación, porque el programa permitía a las autoridades distinguir “entre las comunicaciones que pueden ser legalmente interceptadas de las que no”. Durante el gobierno de George W. Bush Carnivore fue remplazado por NarusInsight, un software desarrollado por una subsidiaria de Boeing de origen israelí.

Los programas de espionaje masivo dados a conocer el mes pasado por Edward Snowden se refieren a llamadas telefónicas dentro y fuera del territorio estadunidense (Verizon, Sprint y At&t), así como la intromisión mundial en correos electrónicos, chats, videos, fotos, videoconferencias y transferencias de archivos, e involucra a las compañías Microsoft, Yahoo, Google, Facebook, Paltalk, Youtube, Skype, Aol y Apple. De acuerdo con lo revelado por Snowden, el gobierno de Washington ha espiado por igual a estadistas, universidades, empresas y ciudadanos privados de un sinnúmero de países.

Uno de los problemas obvios de esa red de espionaje es que su operación requiere de grandes cantidades de personas. Hoy, casi cinco millones de personas –tanto empleados públicos como personal de empresas contratistas– tienen acceso a información “confidencial y secreta” del gobierno de Washington, en tanto que un millón 400 mil empleados gubernamentales tienen acceso a información clasificada como “ultrasecreta”. La debilidad estructural del sistema es evidente.


En cuanto a su debilidad política y moral, nada la ilustra mejor como el hecho de que el gobierno de Obama haya presentado contra Snowden cargos por... espionaje.

20.6.13

Despenalización
por la derecha


  • ¿De la Acapulco Gold a la Foxxie de Guanajuato?
Si un presidente en funciones se manifestara a favor de la despenalización de las drogas, así fuera de una despenalización parcial, el hecho sería digno de aplauso por parte de quienes estamos convencidos de la pertinencia ética, legal, económica y geopolítica de acabar con la prohibición: aparte de que ésta se basa en consideraciones mercantiles disfrazadas de moral pública, constituye la condición sine qua non para el florecimiento del narcotráfico y las actividades delictivas asociadas a él, favorece la multiplicación de las adicciones, crea un terreno propicio para las intromisiones y los conflictos internacionales y representa, en general, un factor de severa distorsión para la economía, la política y la vida institucional de las naciones.

Ayuda el que un ex mandatario cobre conciencia de la grotesca y costosa hipocresía que subyace bajo la persecución de las drogas y tome partido por suprimir la arbitraria lista de sustancias que los ciudadanos tienen prohibido consumir. Pero cuando uno que fue presidente no sólo aboga por la despenalización sino que además se apunta para sembrar mariguana y comercializarla en las tiendas Oxxo, el posicionamiento no sólo da lugar a chistes sino que provoca vergüenza y, con suerte, un poco de indignación, porque se evidencia que el sujeto de marras ejecutó las leyes prohibicionistas sin convicción alguna y que, en tanto haya dinero, lo mismo le da administrar una explotación minera de alto impacto ecológico que encabezar una organización ambientalista.

Pero también sería injusto llamarse a sorpresa por las recientes declaraciones de Vicente Fox, quien ahora se dice dispuesto a cambiar su poco exitoso papel de conferencista de clase mundial por el de honesto mariguanero: desde antes de su llegada a la Presidencia se definió como empresario y comerciante y en ningún momento pretendió ostentarse como político, y menos aun como una persona con visión de Estado. Luego se desempeñó con un claro estilo gerencial –quién dijo que la corrupción sólo existe en el sector público–, concibió al Estado como una corporación y nunca llegó a tener clara la diferencia entre sociedad y mercado.

Hay que reconocer, por otra parte, que la escandalosa declaración tiene al menos la virtud de esclarecer el sentido de las tendencias favorables a la despenalización de las drogas que desde hace unos años vienen surgiendo en las derechas empresariales y políticas en el mundo y que no dejan de causar desconcierto: George Shultz, George Soros, Mario Vargas Llosa, Ernesto Zedillo, Otto Pérez Molina, Paul Volcker, César Gaviria, Fernando Cardoso, entre otros. Uno de los manifiestos más claros y ejemplares en este sentido es el que formularon el pasado 21 de mayo varios de los mencionados. Tiene el feísimo título de “Nueva voz en la reforma de política de drogas” y está, por cierto, redactado con las patas.

Los signatarios del texto no se detienen en ningún momento a preguntarse si es moralmente correcto, o no, que el Estado pretenda regular de manera coercitiva consumos que,  independientemente de lo perniciosos que resulten, caen en el ámbito de lo privado. La prohibición de cualquier sustancia alteradora del sistema nervioso –y hay decenas de ellas promovidas por campañas publicitarias legales–, con el pretexto de que la adicción a ellas es un problema de salud pública, resulta tan improcedente como lo sería el forzar al uso del condón –ley mediante y policía al frente– en prácticas sexuales de riesgo. Simplemente, los autores del texto retoman la obvia conclusión que las sociedades vienen haciéndose desde hace varios lustros y desde hace muchos muertos: que las guerras contra las drogas son, si se cree en la honestidad de sus propósitos manifiestos, un fracaso.

La postura despenalizadora se presenta sólo como una iniciativa pragmática y “realista” para atenuar los procesos de violencia, descomposición institucional y deterioro de la seguridad y de la salud, y es ambiguo en el punto de si se debe levantar la veda para todas las drogas hoy perseguidas o sólo para la mariguana. Se debilita, así, la credibilidad del pronunciamiento, a menos que se cuente con la inocencia necesaria para creer que el legalizar el consumo y la producción de mota bastaría para “minar el poder del crimen organizado” y “romper el círculo vicioso de violencia, corrupción y prisiones abarrotadas”. Y no: la mariguana representa sólo una pequeña porción del ramo del narcotráfico. Aunque Fox sí se ha manifestado explícitamente en anteriores ocasiones por la despenalización de “todas” las drogas hoy ilegales.

El 11 de noviembre de 2010 se asentó en esta columna que Zedillo y Fox,
“nuevos adalides de la despenalización, tienen en común sus vínculos pasados o presentes con grandes transnacionales: si antes de dedicarse a la política el guanajuatense ocupó la gerencia latinoamericana de Coca-Cola, el sucesor de Salinas, tras abandonar Los Pinos, ha sido empleado de esa misma empresa, así como de Procter & Gamble, Daimler-Chrysler, Alcoa, Grupo PRISA y Union Pacific, entre otras. Puede ser que los pronunciamientos de ambos ex presidentes sean resultado de meras ocurrencias personales, pero puede ser, también, que sean expresión de intereses corporativos –los farmacéuticos y los refresqueros, por ejemplo– dispuestos a disputar a la delincuencia informal un enorme y vasto mercado, y a instaurar, con base en la conversión de psicotrópicos hoy proscritos en productos de consumo regular, ramos industriales tan intachables como lo son actualmente la tabacalera, la licorera y la de bebidas “energetizantes” que contienen taurina. Lo anterior es especulación.”
Hay que agradecerle a Fox que haya despejado, con su más reciente declaración sobre el tema, el carácter hipotético de aquella reflexión y que se haya tomado la molestia de confirmar, en sus propias palabras, el espíritu empresarial que anima su respaldo a la despenalización: “La mariguana […] puede ser una industria legal y operativa que le quitaría millones de dólares a los criminales, ese dinero ahora va a ser de empresarios y no de ‘El Chapo’ Guzmán, basta de que todo este asunto de la marihuana esté en manos de criminales […] Una vez que sea legítimo y legal, claro, puedo hacerlo, yo soy agricultor. Que la droga esté en manos de nosotros, que ayude a la economía del país y no solamente a ‘El Chapo’[...]” Más claro, ni el agua. Tal vez estemos en vísperas de una nueva etapa de la guerra en la que los narcotraficantes empiecen a enfocar su poder (de corrupción, de infiltración y de fuego) en un esfuerzo por impedir una despenalización cuyo objetivo principal es sacarlos del mercado.

Así que si las derechas mundiales se han dividido en el tema de las drogas es porque un sector de ellas piensa que éstas deben ser convertidas en un negocio tan próspero como legal, en tanto que otro considera que, pese a todo, sigue siendo mejor negocio combatir los psicotrópicos que venderlos legalmente “en los Oxxos”.

No es esa, no puede ser esa, la despenalización promovida desde una perspectiva humanista y de izquierda. La medida no debe servir para hacer dinero sino para acabar con la violencia y la corrupción asociadas al narcotráfico y su combate y para enfrentar en mejores circunstancias el drama de las adicciones. No se trata de promocionar mota o cualquier otra droga en las vitrinas de las tiendas Oxxo; la idea es la contraria: que las drogas dejen de ser un negocio de alta rentabilidad.

18.6.13

Quién es el enemigo


Al poder le encanta espiar pero espiar casi siempre es delito: lo es, en la mayoría de las legislaciones modernas, cuando se espía a las personas sin orden judicial, y lo es también cuando en un país cualquiera un agente al servicio de un gobierno extranjero intenta escudriñar los secretos de estado del anfitrión. Por eso, la sola existencia de oficinas de “inteligencia” constituye casi una admisión tácita de que el poder está dispuesto a violar las leyes –las propias y las de otros países– en la materia. La seguridad nacional es uno de esos terrenos en los que, se nos dice, el fin justifica cualquier medio.

Por ejemplo, el jefe del comité de inteligencia de la Cámara de Representantes, el republicano Mike Rogers, dijo ayer que el programa gubernamental de espionaje masivo recientemente puesto al descubierto por el ex empleado de la CIA Edward Snowden permitió neutralizar “decenas de amenazas terroristas”. En el discurso de la clase política estadunidense, Snowden merece ser llamado traidor por haber dado a conocer los aparatos montados por Washington, Londres y otros aliados para entrometerse en la confidencialidad de altos funcionarios de gobiernos extranjeros, pero también en las comunicaciones, la correspondencia y las actividades privadas de los ciudadanos comunes y corrientes.

Desde luego, los datos divulgados por Snowden hacen quedar mal al gobierno británico ante sus huéspedes, los mandatarios que acudieron a Gran Bretaña a la reunión del G20 de 2009, los cuales fueron implacablemente espiados con “métodos innovadores” por el Government Communications Headquarters, una entidad oficial inglesa que, oficialmente, sirve para “mantener segura y exitosa a nuestra sociedad en la era de Internet”.

Pero hay algo más grave: las órdenes a empresas telefónicas de que entregaran al espionaje gubernamental los datos de sus abonados, así como el programa PRISM, que permitió a Washington meter la nariz en millones de cuentas personales de las principales empresas internéticas, constituye una flagrante violación a la letra y al espíritu de la Cuarta Enmienda Constitucional de Estados Unidos, que establece “el derecho de los habitantes a que sus personas, domicilios, papeles y efectos se hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrarias” y prohibe la expedición de órdenes que vulneren ese derecho y que “no se sustenten en un mortivo verosímil, estén corroboradas mediante juramento o protesta y especifiquen el lugar que deba ser registrado y las personas o cosas que han de ser detenidas o embargadas”.

Ahora el gobierno de Obama chapotea en esbozos de justificaciones y trata de argumentar que el programa PRISM y otros por el estilo no son violatorios de la Constitución. Pero no la tiene fácil: tras las revelaciones de Snowden la Unión Estadunidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en inglés) interpuso una demanda en contra del gobierno. Y, además de la ilegalidad, la mentira: apenas en marzo pasado, el general Keith Alexander, director de la Agencia de Seguridad Nacional, había negado enfáticamente en una audiencia en el Capitolio que esa institución realizara un espionaje indiscriminado sobre la ciudadanía estadunidense.

Hasta ahora la clase política de Washington y sus operadores mediáticos han logrado engatusar a un sector de la opinión pública con la idea de que las revelaciones de 2010, en las que participaron Bradley Manning, Julian Assange y WikiLeaks, fueron un acto de “colaboración con el enemigo” que puso en riesgo vidas de estadunidenses. A fin de cuentas, las víctimas de las atrocidades e inmundicias sacadas a la luz por los papeles de las guerras de Irak y Afganistán y por los cables del Departamento de Estado fueron personas, organizaciones o dependencias extranjeras . Aquellas filtraciones cimbraron al mundo pero no fueron suficientes para crear en la mayoría de la sociedad estadunidense la conciencia de que su gobierno se gasta el dinero público en enviar a sus muchachos a matar y a que los maten para sembrar una deliberada barbarie en la cual las corporaciones próximas a la Casa Blanca puedan hacer negocio, así como para obtener más bastiones estratégicos remotos desde los cuales el complejo militar-industrial podrá lanzar nuevas guerras.

La hazaña de Sonwden es distinta porque su escala no es tan planetaria, pero sí de efectos más concentrados: ahora las víctimas de la ilegalidad estructural del poder de Washington son los propios ciudadanos estadunidenses; no pocos de ellos, celosos hasta la paranoia de la preservación de su privacidad y enemigos jurados de cualquier interferencia gubernamental en sus vidas.


Ahora, el presidente de Estados Unidos no la tiene nada fácil. Las verdades expuestas por el ex empleado de la CIA no gustan a buena parte de los conservadores y tampoco a los progresistas que dieron el voto a Obama. Muchos de ellos estarán cayendo en la cuenta, ahora sí, que el hombre por el cual votaron en dos ocasiones es en realidad un prominente enemigo de los derechos civiles y las libertades individuales.  

4.6.13

Bush y Manning


En 2001 George Walker Bush organizó la invasión y la ocupación de Afganistán, en las que han muerto dos mil 234 estadunidenses (60 de ellos, en lo que va de 2013), 44 británicos, 644 individuos de otras potencias ocupantes y decenas de miles de afganos. En aquel entonces se dijo que la idea era garantizar la seguridad de sus conciudadanos, pero en 2013 los atentados organizados por fundamentalistas islámicos (así clasificó el gobierno gringo a los bombazos del maratón de Boston) siguen matando gente en territorio de Estados Unidos.

Dos años después de lanzar a las fuerzas armadas sobre Afganistán, Bush emprendió la invasión de Irak, en donde cuatro mil 487 de sus hombres encontraron la muerte y más de 30 mil sufrieron heridas de distinta consideración.

Si uno lo mira bien, Bush es mucho más merecedor de la acusación de “poner en riesgo vidas de estadunidenses” de lo que podría serlo el soldado Bradley Manning, quien no organizó guerra alguna y quien, hasta donde se sabe, no disparó un solo tiro durante su estancia en Irak. Lo relevante de su estadía en esa desgraciada nación árabe fue, según afirman sus acusadores en una corte militar, el haber entregado a WikiLeaks miles de documentos del Pentágono. Gracias a ellos el mundo corroboró la extensión de los crímenes cometidos por Washington en los dos países invadidos. Supo, por ejemplo, que el reportero de Reuters Namir Noor-Eldeen fue asesinado a sangre fría, junto con otras diez personas, por los tripulantes de un helicóptero estadunidense de ataque; o que las fuerzas invasoras mataron a más de 150 mil civiles inermes y que contabilizaron a muchos de ellos como “enemigos muertos en combate”; o que las fuerzas ocupantes entregaron innumerables prisioneros a la policía iraquí, a sabiendas de que serían asesinados o torturados.

Esa información habría podido ser de suma utilidad para dar eficacia a la justicia militar de Estados Unidos, para crear conciencia en Washington de que la intervención militar había servido para entronizar en Bagdad a funcionarios que se comportaban “peor que Saddam” (como lo formuló la Iraqui News Network) y para fortalecer la necesaria vigilancia social y mediática sobre las autoridades, es decir, para consolidar las reglas democráticas que Estados Unidos reclama desde siempre.

Por cierto: si tales reglas fueran realmente vigentes, hace rato que Bush y sus colaboradores Donald Rumsfeld, Dick Cheney y Condoleezza Rice, entre otros, habrían tenido que comparecer ante una corte por mentir a la sociedad, por destruir dos países, por llevar a miles de muchachos estadunidenses a una muerte sin sentido y por tolerar una corrupción monumental con los contratos de las guerras, si no es que, como en el caso de Cheney, por beneficiar con ellos a empresas en las que estaba involucrado.

Sin embargo, tras dejar sus puestos en Washington, estos individuos partieron a un anonimato millonario. Salvo Bush, quien a veces da de qué hablar cuando sale a pasear en bicicleta por su rancho de Texas.

Manning, en cambio, fue arrestado el 26 de mayo de 2010. Inicialmente internado en Kuwait, dos meses después se le envió a la base de los Marines en Quantico, Virginia. Allí fue sometido durante muchos meses a un régimen carcelario equiparable a la tortura: encerrado en una celda de dos metros por tres, privado de todo contacto con el mundo exterior, desnudo, privado de sueño, alumbrado y sometido a cámaras de vigilancia las 24 horas, privado de sus lentes, despojado de todo material de lectura o escritura. El propósito del maltrato, de acuerdo con los abogados del acusado, fue presionar a Manning para que incriminara a Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, contra quien los aparatos de justicia de Estados Unidos no han logrado construir una acusación verosímil.


Ayer, en la base militar de Fort Meade, cerca de la capital estadunidense, empezó el juicio de guerra contra el soldado Manning. Bush, por su parte, sigue paseando en bicicleta en su rancho de Texas.