Al poder le encanta espiar pero espiar
casi siempre es delito: lo es, en la mayoría de las legislaciones
modernas, cuando se espía a las personas sin orden judicial, y lo es
también cuando en un país cualquiera un agente al servicio de un
gobierno extranjero intenta escudriñar los secretos de estado del
anfitrión. Por eso, la sola existencia de oficinas de “inteligencia”
constituye casi una admisión tácita de que el poder está dispuesto
a violar las leyes –las propias y las de otros países– en la
materia. La seguridad nacional es uno de esos terrenos en los que, se
nos dice, el fin justifica cualquier medio.
Por ejemplo, el jefe del comité de
inteligencia de la Cámara de Representantes, el republicano Mike
Rogers, dijo ayer que el programa gubernamental de espionaje masivo
recientemente puesto al descubierto por el ex empleado de la CIA
Edward Snowden permitió neutralizar “decenas de amenazas
terroristas”. En el discurso de la clase política estadunidense,
Snowden merece ser llamado traidor por haber dado a conocer los
aparatos montados por Washington, Londres y otros aliados para
entrometerse en la confidencialidad de altos funcionarios de
gobiernos extranjeros, pero también en las comunicaciones, la
correspondencia y las actividades privadas de los ciudadanos comunes
y corrientes.
Desde luego, los datos divulgados por
Snowden hacen quedar mal al gobierno británico ante sus huéspedes,
los mandatarios que acudieron a Gran Bretaña a la reunión del G20
de 2009, los cuales fueron implacablemente espiados con “métodos
innovadores” por el Government Communications Headquarters, una
entidad oficial inglesa que, oficialmente, sirve para “mantener
segura y exitosa a nuestra sociedad en la era de Internet”.
Pero hay algo más grave: las órdenes
a empresas telefónicas de que entregaran al espionaje gubernamental
los datos de sus abonados, así como el programa PRISM, que permitió
a Washington meter la nariz en millones de cuentas personales de las
principales empresas internéticas, constituye una flagrante
violación a la letra y al espíritu de la Cuarta Enmienda
Constitucional de Estados Unidos, que establece “el derecho de los
habitantes a que sus personas, domicilios, papeles y efectos se
hallen a salvo de pesquisas y aprehensiones arbitrarias” y prohibe
la expedición de órdenes que vulneren ese derecho y que “no se
sustenten en un mortivo verosímil, estén corroboradas mediante
juramento o protesta y especifiquen el lugar que deba ser registrado
y las personas o cosas que han de ser detenidas o embargadas”.
Ahora el gobierno de Obama chapotea en
esbozos de justificaciones y trata de argumentar que el programa
PRISM y otros por el estilo no son violatorios de la Constitución.
Pero no la tiene fácil: tras las revelaciones de Snowden la Unión
Estadunidense por las Libertades Civiles (ACLU, por sus siglas en
inglés) interpuso una demanda en contra del gobierno. Y, además de
la ilegalidad, la mentira: apenas en marzo pasado, el general Keith
Alexander, director de la Agencia de Seguridad Nacional, había
negado enfáticamente en una audiencia en el Capitolio que esa
institución realizara un espionaje indiscriminado sobre la
ciudadanía estadunidense.
Hasta ahora la clase política de
Washington y sus operadores mediáticos han logrado engatusar a un
sector de la opinión pública con la idea de que las revelaciones de
2010, en las que participaron Bradley Manning, Julian Assange y
WikiLeaks, fueron un acto de “colaboración con el enemigo” que
puso en riesgo vidas de estadunidenses. A fin de cuentas, las
víctimas de las atrocidades e inmundicias sacadas a la luz por los
papeles de las guerras de Irak y Afganistán y por los cables del
Departamento de Estado fueron personas, organizaciones o dependencias
extranjeras . Aquellas filtraciones cimbraron al mundo pero no fueron
suficientes para crear en la mayoría de la sociedad estadunidense la
conciencia de que su gobierno se gasta el dinero público en enviar a
sus muchachos a matar y a que los maten para sembrar una deliberada
barbarie en la cual las corporaciones próximas a la Casa Blanca
puedan hacer negocio, así como para obtener más bastiones
estratégicos remotos desde los cuales el complejo militar-industrial
podrá lanzar nuevas guerras.
La hazaña de Sonwden es distinta
porque su escala no es tan planetaria, pero sí de efectos más
concentrados: ahora las víctimas de la ilegalidad estructural del
poder de Washington son los propios ciudadanos estadunidenses; no
pocos de ellos, celosos hasta la paranoia de la preservación de su
privacidad y enemigos jurados de cualquier interferencia
gubernamental en sus vidas.
Ahora, el presidente de Estados Unidos
no la tiene nada fácil. Las verdades expuestas por el ex empleado de
la CIA no gustan a buena parte de los conservadores y tampoco a los
progresistas que dieron el voto a Obama. Muchos de ellos estarán
cayendo en la cuenta, ahora sí, que el hombre por el cual votaron en
dos ocasiones es en realidad un prominente enemigo de los derechos
civiles y las libertades individuales.
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