Ocurrió a finales de los años setenta del siglo pasado, poco
antes de una enésima ampliación del Periférico, por el tiempo en que los
restos del barrio El Chorrito, en Tacubaya, empezaban a olvidar ese
nombre. Todo empezó con un chavo que se llamaba Luis Enrique, que
vivía por ese rumbo, estudiaba filosofía y era una persona sin
atributos memorables. Lo raro fue su muerte. Una tarde se dispuso a
cruzar una calle, vio en ambas direcciones para cerciorarse de que no
vinieran vehículos, empezó a caminar con normalidad y, de pronto,
cuando había pasado el primer tercio del asfalto, cayó sobre su
costado, aturdido, y segundos después ejecutó unos movimientos
extraños en el suelo, gritó de una manera espantosa y luego se
quedó quieto en una postura descoyuntada, con la ropa descosida en
varias partes y algunos charquitos de sangre que fueron creciendo a
su alrededor. No tardó en llegar una patrulla que pepenó a tres
viandantes para llevarlos a testificar y luego aparecieron los
peritos para levantar el cadáver desmadejado del pobre Luis Enrique.
Aquellos testigos declararon en forma coincidente y sin fisuras lo
que habían visto: que el muchacho cayó violentamente de lado, como
si hubiera recibido un golpe, que se retorció en el suelo por unos
instantes y luego murió; que ningún vehículo lo había
atropellado, que nadie lo golpeó, y de allí no los sacaron. El caso
causó extrañeza, pero luego le fue cayendo polvo; la opinión
pública encontró otros asuntos en qué ocuparse y aquella muerte
quedó en el misterio.
Unos años después, una amiga me contó que el marido de su tía
le dijo que un compadre tenía un hermano que era médico forense y
que le había tocado ver a Luis Enrique en la plancha. De inmediato,
el facultativo se sintió intrigado –me refirió la amiga que tenía
una tía, etcétera– por unas lesiones profundas, en forma de media
luna, en el tórax y las piernas del infortunado, que coincidían con
daños internos graves. Parece ser que, en su juventud, el tipo había sido médico rural, que se le vinieron a la mente imágenes de algunos
accidentados a los que había atendido en el campo y que declaró,
sumido en la perplejidad, pero sin dudar:
–A éste le pasó encima un caballo.
La explicación era impecable, salvo por el hecho de que al
malogrado estudiante no le había pasado por encima
nada visible y que en aquel tiempo, en esa zona de la ciudad, no
había caballos, sino Javelins, Datsuns, Dodge Darts, Mavericks,
Opels, uno que otro Borgward y muchos Volkswagens, además de
Delfines, unos autobuses aerodinámicos de lujo que tenían prohibido
llevar gente de pie y que costaban el doble que los ordinarios. La
amiga que tenía una tía, etc., dedujo que en el barrio de El
Chorrito se paseaba un caballo fantasma que, de cuando en cuando,
apachurraba transeúntes, y decidió no volver a pararse por ahí.
Poco después me topé, en otros ambientes, con un tal Héctor,
que resultó primo de Luis Enrique y que, cuando supo que yo pensaba
volverme escritor, me abrumó con una historia aún más disparatada:
cien años antes, por la calle de marras, pasaba un tranvía de
mulas, y seguramente se había abierto allí un umbral
espacio-temporal en el que el desdichado estudiante se había cruzado
al paso de uno de esos vehículos. La hipótesis era idiota, pero me
llamó la atención que mi interlocutor no supiera la historia del
forense que había creído ver patas de equino impresas en el cuerpo
del difunto. Y como por aquellas épocas yo devoraba las narraciones
de Weinbaum, Wells, Asimov y no sé quiénes más, le hallé algún
sentido a la idiotez que acababa de escuchar y le referí el chisme
de la autopsia. Con eso me gané su entusiasmo. Héctor me invitó a
su casa, que resultó ser una vivienda de soltero universitario
acaudalado; me sentó en un sofá de cuero, me dio a beber un whisky
caro y me desplegó copias de mapas antiguos para respaldar su
aserto.
Ya mutuamente contagiados de demencia, se me ocurrió que
incluyéramos en la aventura a Filiberto, un antiguo condiscípulo
mío muy apasionado de la historia de México y de la ciudad, un tipo
raro que se enamoraba de mujeres que aparecían en fotos antiguas. A
Héctor le pareció espléndido y dos días más tarde, muy temprano,
nos reunimos los tres frente a la vieja hemeroteca del Centro para
peinar los periódicos del siglo antepasado (pasado, en aquel entonces) en busca de algún indicio. A
los seis días de aquel empeño, Filiberto gritó inesperadamente “¡no
mames!” en medio del recinto adusto y los tres fuimos expulsados de
inmediato. En la calle mi ex compañero de escuela se mostraba tan
entusiasmado que se le iba el aire y no podía hablar. Cuando al fin
se calmó un poco, nos dijo:
–Me estaba yo clavando con un capítulo de Los misterios de
París, que publicaba en entregas El Siglo Diez y Nueve,
cuando me encuentro con una nota rarísima: en 1872 o 73, a unas
cuadras de la estación de tranvías de Tacubaya, se apareció un
carruaje brillante y chaparrito que se movía sin caballos y con gran
estruendo, y que luego luego desapareció. Perdón por haber gritado,
pero no me pude aguantar.
–Obviamente –terció Héctor, dando saltitos y haciendo caso
omiso de la disculpa– era un coche de nuestra época.
–Obviamente –repitió Filiberto en tono triunfal–. Chavos,
en Tacubaya hay una puerta del tiempo. ¿Ahora qué hacemos?
–Compremos terrenos en el rumbo –sugirió Héctor–. Las
propiedades en esa zona van a valer un chingo.
–Mejor preocúpate por ir al pasado a detener el tranvía que
atropelló a tu primo –le dije, ofendido por el pragmatismo de mi
interlocutor.
–En todo caso, no digamos una palabra a nadie –terció
Filiberto–; imagínense, si el asunto se llega a saber: todo mundo
va a querer meterse por ese umbral, o lo que sea, para cambiar la
historia. Tacubaya se va a llenar de espías gringos y soviéticos.
–¿Más? –ironizó Héctor, en alusión al hecho de que la
representación de la URSS tenía su asiento en esa zona de la
ciudad, y a que se encontraba cercada por enjambres de agentes de la
CIA.
–Pues no hagamos nada –dije, aterrado por el cariz que
empezaba a tomar el asunto. Ellos pusieron esa cara de quien piensa
para sus adentros: “mientras menos burros, más olotes”; intercambiaron
miradas cómplices y me dieron palmaditas en los hombros. Yo decidí
no buscarlos más.
Unos años después me enteré, con asombro, que Héctor, a su
poca edad, había amasado una enorme fortuna en una forma que hoy
llamaríamos enriquecimiento inexplicable. De Filiberto, supe que
estuvo internado por un cuadro sicótico. Me contaron que estaba muy
angustiado porque creía haber tenido una relación incestuosa con su
tatarabuela. Ya no quise preguntar por detalles adicionales.
Por un tiempo pensé que ambos habían encontrado alguna forma de
ir al pasado; que Héctor traficó información o divisas y que
Filiberto halló la oportunidad de ligarse a alguna de las señoras
de las fotos antiguas de las que estaba enamorado. Pero me he sacado
esas ideas de la cabeza y hoy estoy convencido de que no hubo nunca
un túnel del tiempo en El Chorrito y que la muerte de Luis Enrique
fue uno de esos miles y miles de fallecimientos inexplicables que
ocurren en este país.
2 comentarios:
Señor Pedro Miguel, le escribo con gran entusiasmo (por ser la primera vez que lo hago), para comentarle que me ha fascinado esta historia, sin embargo he encontrado un pequeño error al leer el quinto párrafo, segunda línea (siendo preciso), hallé que el sujeto de la historia, al que "atropellaron", de nombre Luis Enrique, se convierte en Luis Eduardo.
Espero pueda corregir este error.
Me despido, no sin antes decirle que le escribo sin ánimo de haberle molestado, pero sí con ánimo de seguirlo leyendo. Saludos.
Ya corregí. Gracias por notarlo.
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