10.6.14

Estado sacrificial


Para entender lo que ocurre en el México contemporáneo hay que remontarse a la presidencia de Miguel de la Madrid. En su gobierno, con Carlos Salinas en los controles de la extinta Secretaría de Programacion y Presupuesto, se puso fin al fin del estado de bienestar y se ensayó la aplicación generalizada de la ley de la jungla que habría de imponerse en toda regla en el sexenio siguiente y que todavía es paradigma económico y social del grupo en el poder. El último acto relevante del poder presidencial delamadridista fue el robo de la presidencia, práctica que volvería a repetirse en 2006 y 2012.

Entre junio y noviembre de 1987 arribaron al país tres barcos procedentes de Irlanda que transportaban, en conjunto, cerca de 17 mil toneladas de leche en polvo irlandesa, contaminada por la radiación procedente del accidente de Chernobyl. La mayor parte de esos cargamentos fue distribuida entre la población por la también desaparecida Comisión Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo) y consumida por un número indeterminado de niños y adultos. Hasta la fecha no se ha realizado una investigación seria sobre los impactos del cesio 137 y el estroncio 90 entre la población que consumió esa leche envenenada.

En su libro Caso Conasupo: la leche radioactiva (Planeta, 1997), Guillermo Zamora cuenta como distintas dependencias del gobierno federal –la Presidencia, las secretarías de Salud y Comercio, la Comisión Nacional de Seguridad Nuclear y Salvaguardias, la propia Conasupo– intentaron ocultar la información. No se sabe a ciencia cierta quiénes fueron los funcionarios más beneficiados con esta transacción porque la comisión de la Cámara de Diputados creada en tiempos de Zedillo para investigar el asunto más bien lo sepultó con el mayoriteo priísta (los remanentes del cargamento tóxico fueron sepultados en un basurero de San Miguel de Allende), pero la lista de sospechosos de corrupción y/o encubrimiento empieza con el propio Miguel de la Madrid y los hermanos Carlos y Raúl Salinas (Zamora, p. 97) y culmina, como lo sostuvo el fallecido Adolfo Aguilar Zínzer, integrante de la Comisión Conasupo, en Ernesto Zedillo (id., p. 150).

Hace unos días se conmemoró el quinto aniversario del incendio de la Guardería ABC, en Heremosillo, en el que 49 niños murieron quemados y otros 70 sufrieron lesiones graves. El accidente fue la consecuencia de una cadena de descuidos y omisiones que sólo pueden explicarse por el afán de lucro de los propietarios del establecimiento, los del local y, presumiblemente, funcionarios que no supervisaron o que lo hicieron y omitieron en sus reportes las miserables condiciones de seguridad. Alguien se fue de juerga con lo que se ahorró al no comprar extinguidores. Entre los dueños había parientes políticos del entonces gobernador Eduardo Bours y de Felipe Calderón. El máximo responsable administrativo de esas guarderías subrogadas era Juan Molinar Horcasitas, titular del Instituto Mexicano del Seguro Social. El procurador federal era Eduardo Medina Mora. El encubrimiento y la impunidad estaban garantizados.

Son muchos los ejemplos de este Estado que en tres décadas pasó de ser benefactor a sacrificial. De entre los que más laceran la memoria, la masacre de Acteal, la represión criminal en Atenco, el asesinato industrial de mineros en Pasta de Conchos, la negativa de Peña Nieto a reconocer la epidemia de feminicidios en el Estado de México. El cálculo electorero, el afán de lucro, las privatizaciones y subcontrataciones de todas las propiedades, potestades y funciones públicas imaginables, la corrupción a escala neoliberal –que hace palidecer la que había en el país hasta los años ochenta– se traducen, para la población, en pérdida de derechos, de garantías, de seguridad. Por tremendas que sean las pérdidas la impunidad está asegurada. Gobernantes y transnacionales no se llevan tan mal con las organizaciones delictivas cuando hay de por medio negocios para compartir. El clima de zozobra y caos sangriento a la manera de Chihuahua, instaurado a ciencia y paciencia de las autoridades, “puede ser funcional a una sucesiva entrada de trasnacionales que se aprovechan de la situación”, señala Federico Mastrogiovanni, autor de Ni vivos ni muertos. La desaparición forzada en México como estrategia de terror.

Tal vez la regresión sea más profunda y larga de lo que tiende a pensarse y la oligarquía apátrida que se hizo descaradamente del poder desde 1988 no nos haya regresado al Porfiriato ni a la colonia sino a las épocas del sacrificio humano. Sólo que el Hutzilopochtli contemporáneo tiene la advocación de la rentabilidad y Tlazoltéotl se alimenta de comisiones.


6.6.14

De pájaros urbanos


Todo empezó por una plaga de gusano barrenador en el ciprés escuálido que brotaba del asfalto frente a mi casa. Los bichos siempre habían vivido allí, pero hace poco un vecino los usó de pretexto para asegurar que el árbol estaba carcomido, podría derrumbarse en cualquier momento y destruir su casa, cuando, en razón de las dimensiones del ejemplar, una eventual caída no habría hecho más que raspar un poco la pintura de su barda exterior. Pero el hombre dio y tomó en lograr el derribo del árbol y tres meses más tarde obtuvo la autorización correspondiente.

La verdad es que el ciprés tenía dos plagas: la ya mencionada y la de unos pajarillos que habitaban en él y que seguramente se nutrían de los gusanos. Nunca los había visto, o bien no los había observado, pero los escuchaba en las mañanas y sus diálogos incongruentes me amenizaban el desayuno. La gestión del vecino me preocupó en serio no por la planta sino por sus habitantes. Es característico de nuestro tiempo: en caso de tala, justificada o no, resulta fácil montar un escándalo en nombre de la deforestación, del calentamiento global y de los derechos de los árboles, pero nadie aboga por los plumíferos en riesgo de desalojo habitacional. De todos modos yo no tenía el menor deseo de entrar en conflicto con el talador, ni por animales ni por verduras, de modo que me puse a idear alguna operación de rescate.

Desde luego, no había tiempo para plantar un árbol nuevo y esperar a que creciera. Tal vez lo más simple habría sido emprender la captura de los individuos para procurarles un asilo nutrido y enrejado pero tal salida es políticamente impresentable y acaso judicialmente riesgosa: no faltarían las buenas conciencias que me acusaran de traficar con especies silvestres, por más que el adjetivo silvestre resulte cuestionable cuando se aplica a pájaros urbanos que llevan muchas generaciones cruzando ejes viales, respirando partículas de azufre, comiendo migajas de pan Bimbo y construyendo sus nidos con colillas de cigarro –como lo demostró una investigación reciente de Monserrat Suárez-Rodríguez, Isabel López-Rull y Constantino Macías Garcia–, un hábito que, por cierto, contribuye a reducir las infestaciones de parásitos entre las aves callejeras que pueblan este valle de lágrimas y mocos. Supongo que en sus lenguajes pajariles se han desarrollado ya trinos equivalentes a “qué pedo, güey” y a otros giros semejantes del habla urbana.

Hay en la casa una pequeña república de pericos australianos que goza de territorio propio y exclusivo pero llevar a ella a una oleada de refugiados tendría consecuencias desastrosas, habida cuenta que, por razones de parentesco o no, las aves suelen ser más territoriales que los lagartos, lo que es decir mucho, y que un flujo migratorio de esas características podría desembocar rápidamente en una sangrienta guerra civil. Tendría que recurrir, pues, a la construcción de un ámbito exterior en el que los bichos en desgracia encontraran agua, comida y refugio, si querían, sin que ello afectara para nada su garantía constitucional de libertad de tránsito.

Me fui al mercado y compré, a ojo de buen cubero, una docena de casas para pájaro, otros tantos comederos y tres o cuatro bebederos. De vuelta a casa me di a la tarea de fijar las viviendas sobre unas placas de aglomerado. Ya dispuestas en casas dúplex divididas por un comedero, pinté los módulos con manchas de distintas tonalidades de verde, con la esperanza de que parecieran parte de la vegetación, aunque quedaron más bien como tanques de guerra en pintura de camuflaje.

Cuando me disponía a atornillar aquella especie de multifamiliar del Infonavit a los muros externos de mi casa apareció el deforestador, apercibido con un oficio de autorización expedido por las autoridades delegacionales y una sierra de motor de gasolina. No quiso esperar a que yo terminara mi obra y comenzó la suya sin más preámbulo. En ese instante tuve que desempolvar el taladro, armar la escalera y ponerme a perforar y a clavar taquetes en el muro. Entre los dos armamos un ruidero tal que los pájaros del árbol condenado, así como los de una cuadra a la redonda, salieron despavoridos y a mí se me cayó el corazón al suelo. Aferrado a la esperanza de que los plumíferos fueran capaces de superar el estrés postraumático, terminé de fijar las viviendas, puse agua en los bebederos, alpiste en los comederos y luego colgué algunas ramas del ciprés ejecutado que resultaran algo así como un símbolo de la palabra “home”. Después se hizo de noche.

La mañana siguiente fue desconsoladora y silenciosa y el desayuno me supo mal. Subí a revisar el multifamiliar y las semillas estaban intactas en los comederos. Pensé que los emplumados se habían largado para siempre y me proyecté películas terribles en las que un gorrión sin hogar, rechazado de todos los árboles del barrio por habitantes ya asentados, volaba y volaba hasta que caía rendido en una azotea justo frente a un gato tan callejero como el pájaro, y no menos hambriento.

Pero un día después, muy temprano, escuché unos trinos y descubrí a un finche silvestre merodeando por el multifamiliar. El señor picoteó un poco de alpiste, me dedicó una mirada arrogante y se largó. Pero dos horas más tarde ya andaba de vuelta por ahí, acompañado por un saltapared o cucarachero y el alma empezó a regresarme al cuerpo.

En las jornadas siguientes la algarabía volvió a instalarse frente a mi ventana. No sé si entre ellos se encontraban los moradores originales del árbol caído pero pude contar muchos comensales. Nunca, hasta entonces, había caído en la cuenta de la gran diversidad que impera entre las aves urbanas. Además del finche silvestre y de los gorriones han estado viniendo aves de variados tamaños y plumajes: una torcaza, un pequeño escuadrón de picogordos, una tímida pareja de toquís, un cuitlacoche de pico curvo cuya mirada amenazante espanta al resto de los invitados, unos mosqueros más bien ocasionales, un cenzontle bullicioso y un pinzón mexicano que traga con la parsimonia y la dignidad de un animal mitológico. Me pregunto si un día nos hará el honor una eufonia o un escribano amarillo.

Ninguno de ellos ha fijado su residencia en el multifamiliar que les instalé (les doy toda la razón porque se trata de construcciones muy feas, acaso incómodas y de seguro menos térmicas que un nido) pero nunca se sabe lo que puede ocurrir y, por si acaso, las viviendas allí seguirán.

En ningún momento he actuado por generosidad ni por espíritu franciscano sino porque se me ha hecho costumbre escuchar los diálogos incongruentes de los pájaros callejeros a la hora del desayuno. Creo que hemos hecho, ellos y yo, un acuerdo justo: les pongo al alcance del pico una extensión de mi mesa y ellos, a cambio, me ofrecen una conversación animada e insignificante. Este planeta está dominado por los discursos grandilocuentes, los rollos de medio pelo y las estupideces verbales más devastadoras y es bueno darse un tiempo para escuchar a los pájaros. Ellos al menos no pretenden comunicar nada.



3.6.14

El señor Borbón


Mintió el 20 de noviembre de 1975, cuando juró fidelidad eterna al fascismo y volvió a mentir el 27 de diciembre de 1978 cuando proclamó la nueva constitución y se asumió como “rey de todos los españoles”. El electorado peninsular, por entonces virgen, había aprobado por mayoría (59 por ciento de los inscritos) una carta magna que derogaba algunas de las disposiciones más atroces de la dictadura y en la que los tránsfugas del régimen fraquista, encabezados por el propio Juan Carlos de Borbón, encontraron la coartada ideal para explotar en su propio provecho una formalidad democrática que cedió a la clase política la jefatura del gobierno pero mantuvo la del Estado en la lógica de las sucesiones genéticas. Los políticos hicieron su tarea y presentaron el engendro como el menos peor de los mundos posibles: se reconocía a la Corona para evitar enfrentamientos y revanchas dictatoriales, para avanzar a la modernidad y para dejar atrás una tiranía sangrienta que aún podía dar coletazos –como lo demostró oportunamente el fallido cuartelazo del 23 de febrero de 1981.

Es cierto que el nuevo texto constitucional reducía los poderes del Rey a un terreno casi simbólico. A cambio de esa castración política se le ofreció impunidad legal absoluta (artículo 56 constitucional), una vida muelle para él y sus parientes y una opacidad completa para los gastos de la familia real; gracias a ella la fortuna familiar ha llegado a ser de mil 790 millones de euros (2 mil 400 millones de dólares), suma inexplicable incluso si durante los 39 años de su reinado el señor Borbón hubiese metido íntegros a una cuenta de banco los 8 millones 434 mil euros que el erario destina a “mantenimiento de la Casa, salarios de la familia real y alta dirección” de La Zarzuela. Tampoco ayuda mucho la herencia del abuelo Alfonso XIII, recibida a través del padre, el Conde de Barcelona, y calculada en términos actuales en 100 millones de euros divididos entre cuatro herederos.

El orden “democrático” de la monarquía constitucional ha solapado los crímenes del franquismo y en 2006 Esteban Beltrán, entonces director de Amnistía Internacional en España, puso sobre la mesa las fotos de los muertos sin sosiego: “El país que pidió la extradición de Pinochet y el país cuya Audiencia Nacional ha condenado recientemente al ex militar argentino Scilingo por crímenes de lesa humanidad, no ha sido capaz de ofrecer verdad, justicia y reparación para aquellas víctimas de su propio país que padecieron abusos graves durante la Guerra Civil y el régimen franquista”; de hecho, hasta hoy en día “los restos de decenas de miles de personas permanecen en fosas clandestinas sin haber sido identificados o en lugares desconocidos por sus allegados”. 

Más aun, el Estado presidido por el señor Borbón y el gobierno encabezado por Felipe González impulsaron en la penúltima década del siglo pasado una guerra sucia contra reales o supuestos integrantes de grupos terroristas en la que menudearon las ejecuciones extrajudiciales, las desapariciones, la tortura en cuarteles policiales y el espionaje ilegal.

Desde la “transición” a la fecha la corrupción ha sido una constante en la administración pública y en el ámbito de las empresas privadas: desde la venta de aceite de colza adulterado, que envenenó a 60 mil españoles y mató a 700 (1981) y los escándalos por fraudes político-empresariales de Flick, Kio, Rumasa y Filesa, hasta los casos Gürtel, Bárcenas y las turbias andanzas financieras de la infanta Cristina y de su marido, Iñaki Urdangarin, las cuales constituyen un primer indicio de la manera en que habría podido amasarse la fortuna borbónica a lo largo de cuatro décadas de reinado.

En el ámbito internacional el señor Borbón recibía, hasta hace poco, el elogio de la mayor parte de los medios comerciales, era apapachado por oligarquías dominantes –cómo lo querían Ménem, Fujimori, Salinas, Calderón– y entabló intimidades dinástico-financieras con las petromonarquías del Golfo Pérsico. Nunca peleó con algún dictador de esos que asolaron el hemisferio occidental, salvo cuando los gorilas guatemaltecos cometieron la salvajada de incendiar la embajada española en la capital de su país, con todo y diplomáticos peninsulares dentro. En cambio, la jefatura de Estado a su cargo aprobó la sangrienta aventura bélica de José María Aznar en Irak y guardó silencio cuando ese mismo individuo se entrometió en asuntos de política interna de Venezuela, Nicaragua y México –entre otros casos–, fuera para respaldar intentonas golpistas o para sabotear a candidatos presidenciales que no le gustaban al empresariado español.


Tal vez sus aventuras extramatrimoniales habrían quedado en el inviolable ámbito de lo privado de no ser porque se presentó siempre como adalid de la familia católica; acaso sus safaris de cacería depredadora habrían sido menos graves si no hubiera impulsado a su hijo a abanderar causas ecologistas; puede ser que su frivolidad, sus yates y sus autos de lujo no habrían brincado de las páginas del Hola a las de las secciones políticas de los diarios si no hubieran sido exhibidas en medio de la devastadora penuria económica que se ha abatido sobre millones de españoles. Pero la mentira y la simulación han sido las constantes de su reinado y el señor Borbón quedará para la historia como el rey de la indecencia.