Foto: Isa Sanz
No era falta de deseo sino pudor.
Habría sido más rápido y fluido el tránsito de las miradas
intensas y de los primeros contactos dérmicos al despojarse de las
primeras prendas, pero ella se encontraba en mitad de ese momento en
que el endometrio se colapsa y se convierte en una lluvia lenta y
roja que muchas mujeres y más hombres tienen por repulsiva. Tanto,
que ha sido imputada desde tiempos inmemoriales por la gestación de
fenómenos funestos, culpada de naufragios, asociada a resultados
culinarios indeseables. Ella no se hizo ese recuento histórico;
simplemente sentía vergüenza de compartir con su amante nuevo esos
flujos opacos y dijo “hasta aquí” cuando la desnudez le llegó a la
cintura. Pero su propio deseo, mezclado con la ternura de él, le impidió resistirse ante los nuevos avances sobre su cuerpo.
Cuando ya sólo tenía encima una prenda de ropa interior y la
compresa que guardaba los desechos de su fertilidad, fue más
tajante:
–Para –le dijo con brusquedad–.
Tengo la regla.
–¿Y eso, qué? –replicó él, sin
inmutarse–. No me voy a desmayar por ver un poco de sangre.
–Pero te voy a ensuciar –suplicó
ella.
–No se puede hacer el amor sin
mojarse con algunos de los líquidos de la otra persona –repuso él
con una sonrisa–. Además, hace ya tiempo se inventó la ducha.
–Hay líquidos que es mejor no
combinar.
–Sólo por razones de salubridad.
Pero no creo que unas manchas de menstruación me contagien nada.
Y siguió sus avances amorosos y ella
decidió permitirlos, y unos minutos más tarde se cabalgaban
mutuamente, con el pudor tan abandonado como las prendas de ambos
desparramadas en el piso. Culminaron, descansaron, volvieron a
encenderse y a entregarse hasta que se quedaron dormidos. Al
despertar, él se vio las manos, paseó la mirada por los cuerpos de
ambos y soltó la ocurrencia:
–Pareciera que aquí no hubo un
palito, sino un asesinato.
Ambos se rieron de la gracejada, y con
el impulso sexual ya apaciguado procedieron a explorarse los cuerpos
ensangrentados y no fueron felices para siempre, pero sí en los
siguientes días y semanas y meses, y aprendieron a aplicar medidas
de ingenio para copular cuando ella reglaba sin verse obligados a
lavar después el colchón y las sábanas. A veces a ella se le
descomponía el buen humor, pero pronto aprendieron que el sexo podía
ser un buen remedio para repararlo y que en ocasiones un cólico
feroz amainaba con el vaivén de los cuerpos. Eso habría durado
tanto como el amor. Pero una noche él se topó con una negativa
terminante y ríspida.
–¿Qué te pasa? –preguntó,
lastimado y sorprendido.
–Es que esta mañana pasé por un
puesto de periódicos y vi una portada horrible: la foto de una mujer
asesinada. Si hacemos el amor se me va a venir esa imagen a la
cabeza.
Él entendió y se quedaron ambos
cabizbajos, sintiendo sobre sus hombros el peso de los seis cadáveres
que deja, en promedio diario, la epidemia de feminicidios en el país.
Hablaron de los abismos de zozobra, terror y sufrimiento ahogado de
las víctimas. Sintieron náusea mientras trataban de imaginar las
motivaciones de los homicidas: posesión insatisfecha, rencor al
mundo, celos que se erigen en justificación monstruosa, ganancia
monetaria del sicario. Repasaron los vericuetos de ministerio
público, juzgado y procuraduría en los que se pierden expedientes y
pruebas y en los que se extravían para siempre hasta los huesos de
las sacrificadas: la matriz en forma de laberinto que gesta, de
manera lenta pero inexorable, la impunidad. Recordaron, por último,
que los responsables por omisión de la masacre de mujeres no están
en la cárcel, sino gozando de jubilaciones inimputables, acariciando
con amor las cabezas de sus nietos, yéndose de putas sin reparar en
gastos, emborrachándose con dineros públicos. O bien, al frente de
oficinas públicas, sentados en despachos relucientes, moviendo a
México, como dice la propaganda.
Esa noche durmieron abrazados y el
deseo durmió con ellos, y no despertó sino días más tarde, cuando
los líquidos de ella habían vuelto a ser diáfanos, y en los
siguientes dos o tres ciclos menstruales evitaron comedidamente
despertar al demonio de la asociación. Así, hasta que una tarde,
cuando se encontraba solitaria en su casa y melancólica por culpa de
la regla, ella buscó en la lectura algún alivio. Fue al estante,
tomó casi al azar una antología, releyó Piedra de sol y encontró
en el texto de Octavio Paz unos versos que la llevaron a replantearse
las cosas:
los dos se desnudaron y se amaron
por defender nuestra porción eterna,
nuestra ración de tiempo y paraíso,
tocar nuestra raíz y recobrarnos,
recobrar nuestra herencia arrebatada
por ladrones de vida hace mil siglos...
Lo llamó por teléfono, le expresó su
urgencia de verlo, se puso más guapa que nunca, salió hacia el
departamento de él, lo derribó en la puerta en cuanto le abrió y
empezó a desnudarlo en el pasillo.
–Pero... pensé que estabas
menstruando... –balbuceó él.
–Lo estoy –replicó ella–. Pero no
vamos a permitir que esos feminicidas hijos de puta nos roben nuestro
paraíso.
Y ya no lo dejó responder.
• • •
La relación murió de muerte natural
unos meses más tarde, y uno de los dos me narró este asunto como
parte de un recuento realizado a la luz adolorida y parda de la
ruptura. Aquello era, me dijo, el mejor recuerdo que guardaba de aquella
historia de amor. Y a mí se me ocurrió escribir esto:
Tu cuerpo calendario se deshoja
en ciclos de veintiocho madrugadas
y luego de las fértiles jornadas
sucumbes al fastidio y la congoja.
Sangras, pero al sangrar, qué paradoja,
a la vida conmueves y le agradas
y esos días, siguiendo tus oleadas,
la luna se aparece también roja.
En este manantial de tu organismo
el Fénix inmortal va reflejado
como líquida imagen de sí mismo
y al mirarlo comprendo emocionado
que la regla no es mancha ni es abismo
sino expresión fluvial de lo sagrado.
Dibujo: Vanessa Tiegs. "Menstrala" (2003)