Muerte, serena muerte: recibe a los
irremediables con suavidad y ternura porque están urgidos de afecto.
Han pasado por cosas muy duras y se merecen el descanso, el calor del
seno terrestre, la ligereza de la atmósfera, la tibieza del
recuerdo. Guárdate en tus aposentos sombríos y sé buena anfitriona
con los que llegan a tu casa porque no tienen otro sitio al cual
acudir. Asegúrate de que la nada que los envuelve les resulte cuando
menos indolora y tal vez apacible.
Deja que te quitemos por unos días
algunos de los nombres, algunos de los rostros que forman tu rebaño
desmesurado: los pocos que se salvan del olvido. Queremos tenerlos
con nosotros, platicar con ellos, homenajearlos y brindarles agua y
café. Sabemos que algo, algo situado acaso en nuestro interior y no
muy bien definible, sentirá gratitud con ese gesto, por más que las
bebidas no lleguen a sus quijadas rígidas y a sus gargantas
silenciosas. Si quieres verlo así, permítenos un margen para la
fantasía y la ilusión. Pero no te entrometas ni reclames soberanía
sobre esos pobres invitados de ocasión a nuestras mesas tristes y
coloridas. Abstente por un tiempo de tocar con tu mano inmunda y
descarnada sus fotos entrañables, sus brazos idos, sus párpados
abiertos por estas solas noches frías. No traspases las líneas
dibujadas con pétalos en donde los tenemos como asilados temporales.
Ya te los devolveremos, porque es inevitable, cuando se marchite el
sempasúchil. Hoy son nuestros, los proclamamos nuestros, porque
queremos festejar la vida: la vida que tenemos y la de los que la
tuvieron.
Muerte, fétida muerte: Ándate por
unos días a visitar a los calculadores y a los exaltados que te
adoran y que te invocan como parte de su rutina diaria: los que no
tuvieron piedad, los que te incluyeron en el programa y la
estrategia, los que cuentan contigo para acrecentar sus fortunas, los
que te administran lentamente en la pobreza de los otros, los que te
inoculan de forma rápida con órdenes atroces y criminales, los que
no se conduelen y siguen adelante, los que no escuchan y no entienden
el sufrimiento ajeno.
Pinta con pintura negra sus casas,
ensúciales sus despachos impolutos, lleva a su mesa y a su almohada
los restos que dejaron regados, míralos fijamente desde las fosas
sin ojos de los que asesinaron. Convierte sus lágrimas hipócritas
en vidrios afilados, congélales en la boca el discurso de piedad
mentirosa, enciérrate con ellos por mucho tiempo en sus negocios
subterráneos, sus salas de exterminio y sus cuartos de tortura.
Convierte en polvo sus tasas de interés, baila sobre los huesos de
sus altos cargos, transforma en ataúdes sus automóviles blindados y
sus aviones ejecutivos, vuelve mortajas sus prendas de diseño
exclusivo, neutraliza con tu aliento el hedor de sus perfumes. Sé
justiciera por primera vez en tu inexistencia.
Muerte, sórdida muerte: danos una
pequeña tregua. Evítanos el estruendo de las balaceras, el dolor de
los lamentos, el chirriar de las llantas antes del accidente, el
estertor en el quirófano. No
captures al niño ni al joven, al que aún tiene mucho por dar y por
recibir, al que está anclado a la vida simple, al que sueña con el
futuro, al que no ha podido conocer el sabor de ciertas frutas, al
que da de comer a sus prójimos, al que extrae figuras de la nada, al
que transforma el aire en música, al que combina los colores, al que
es necesario en el barrio, al que no tiene más bienes que
la vida.
Muerte, desgraciada muerte: muévete
unos pasos hacia atrás y abandona esa región ambigua de la ausencia
y de la incertidumbre y permite que salgan de ella quienes han sido
separados a la fuerza de su horario, de su plato en la mesa, de su libro, de su habitación, de sus camino cotidiano. No termines de hundirlos en
la nada. No pretendas hacer tuyo lo que se balancea en la duda. No
abuses de tu dominio en los territorios de la sombra. Que no se
exceda tu ambición de coleccionar nombres. No des un paso más porque
podrías romper sus delicadas columnas vertebrales. Permite que
regresen salvos y con bien de la desaparición: con sus
extremidades completas y sus dientes enteros y sus sentidos
funcionando, con su dedicación y su amor intactos, con sus
carcajadas de adolescentes pobres. No nos los arrebates. Vivos se los
llevaron y vivos los queremos.
Muerte, déjanos sembrar y leer y
cantar y enojarnos y construir muros y después derribarlos y
reproducirnos con amor y calma y embriagarnos y deshacernos de
ternura por una nota musical, por una silueta apenas esbozada o por
cualquier estupidez, y defender con uñas y dientes nuestra
intrascendencia Te exigimos respeto desde la soberanía de nuestros
organismos, desde nuestra niñez efímera, nuestra madurez breve,
nuestra fugaz ancianidad. No te aparezcas a mansalva y traición en
un recodo del camino; permite que lleguemos cuando menos al poblado
próximo y espéranos allí, sentada en la plaza o donde quieras.
Puedes estar segura de que no vamos a dejarte plantada.
Ya nos has hecho mucho daño. Tu gula
de rostros apagados es insaciable y ya nos has quitado padres,
madres, hijos, abuelos, tíos y amigos por montones. Hoy queremos estar con ellos y
sin ti; charlar sin que nos escuches; deliberar sobre asuntos que no
te incumben; amarnos como tú no sabes ni sabrás nunca; vivir la
vida dulce, la puta vida amarga.
Muerte, déjanos en paz.