Con ese
telón de fondo la policía de Iguala y un grupo de la delincuencia organizada,
“Guerreros Unidos” (un desgajamiento o remanente –las versiones varían– del
cártel de los Beltrán Leyva), la emprendieron a balazos en contra de
estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, quienes se movilizaban
para obtener medios de transporte que les permitieran asistir a la marcha
prevista para el 2 de octubre. El cuerpo policial local es famoso desde hace
mucho tiempo por estar infiltrado por la criminalidad organizada.
Los
atacantes no se moderaron; causaron tres muertos entre los muchachos –uno de
ellos fue brutalmente torturado– y otros tres entre gente que no tenía relación
con Ayotzinapa; balearon un autobús que transportaba a un equipo de futbol
–allí murieron el chofer de la unidad y un joven futbolista– y mataron a la
pasajera de un taxi que se cruzó entre los balazos. Adicionalmente, los
agresores se llevaron a 43 estudiantes en patrullas de la policía municipal.
El martes
30 de septiembre, con la creciente presión social que exigía la presentación
con vida de los estudiantes levantados en Iguala, el secretario de
Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, en un gesto inesperado y espectacular,
salió de sus oficinas para dialogar con los estudiantes del Poli que marcharon
hacia el palacio de Cobián, recibió en mano el pliego petitorio y ofreció
respuestas rápidas y puntuales.
Un día
después el gobierno anunció la captura de Héctor Beltrán Leyva, “El H”, en San
Miguel Allende. Presentado como “un gran capo” por las autoridades de México y
de Estados Unidos, muchos coinciden, sin embargo, en que “El H” encabezaba una
organización menguante y achicada y que estaba desde hace años al alcance del
gobierno; algunos lo consideran incluso como un colaborador protegido.
Desde
hace mucho ha sido ampliamente señalada la relación entre el ex presidente
municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y de su secretario de
Seguridad, Felipe Flores Velázquez, con los “Guerreros unidos”. Meses antes de
la masacre de fines de septiembre sitios web especializados en nota roja han
difundido tales conexiones así como las existentes entre Abarca y el gobernador
guerrerense, Ángel Aguirre Rivero.
A Abarca
Velázquez se le atribuye la responsabilidad intelectual de varios homicidios
pero nunca, hasta ahora, fue investigado. Sobre Aguirre Rivero pesa la
responsabilidad –política, cuando menos– por el asesinato de dos estudiantes de
Ayotzinapa a manos de la policía estatal el 12 de diciembre de 2011. Enrique
Peña Nieto carga con la culpa, asumida, de la barbarie represiva desencadenada
en Atenco-Texcoco, cuando él era gobernador del Estado de México, en 2006. Por
lo demás, el peñato y su profundización neoliberal es una suerte de enemigo
natural de Ayotzinapa. En el terreno político los tres, cada cual a su manera y
en su respectiva escala, salen perdiendo con la masacre de Iguala y es, por
ello, improbable que la orden de perpetrarla haya salido del despacho de
cualquiera de ellos. Esa consideración no los exime, sin embargo, de al menos
una doble responsabilidad en la tragedia: la primera, por alentar de manera
sistemática, cada cual en su ámbito, políticas represivas y el quebrantamiento
sistemático del estado de derecho, con lo cual crearon las condiciones
propicias para que ocurrieran los asesinatos de estudiantes normalistas; la
segunda, en lo que respecta a los ejecutivos estatal y federal, por no haber
actuado ante los abrumadores indicios de la infiltración de la delincuencia
organizada en las instituciones de Iguala, de Guerrero y del país.
El grupo
gobernante –PRD incluido y hasta protagónico, dada la filiación perredista del
alcalde prófugo y del gobernador– pone, en el momento actual, toda suerte de
empeños en circunscribir la culpa de lo ocurrido la noche del 26 y la madrugada
del 27 de septiembre a Abarca Velázquez y a sus subordinados. Pero el artículo
21 constitucional señala que la responsabilidad de la seguridad pública
corresponde a la Federación, los estados y los municipios; sin embargo, en
Iguala, como en muchos otros puntos de Guerrero y del país, la seguridad
pública es inexistente; esa carencia hizo posible la agresión criminal contra
medio centenar de personas y de ello son corresponsables Aguirre y Peña, además,
por supuesto, de Abarca. Ante ese hecho no bastan las tardías e inverosímiles
medidas de control de daños adoptadas por los dos primeros. A la sociedad
corresponde exigirles que rindan cuentas.
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