7.10.14

Responsabilidades


El viernes 26 de septiembre la opinión pública nacional seguía recibiendo con consternación las revelaciones sobre el caso Tlatlaya, localidad mexiquense en la que según la versión oficial inicial, ocurrió en mayo pasado un enfrentamiento entre “secuestradores” y el Ejército, con un saldo de 22 muertos entre los primeros; los nuevos indicios indican, sin embargo, que los presuntos maleantes fueron en realidad ejecutados. Ello pone en entredicho el relato gubernamental en su totalidad y lleva a preguntarse si las víctimas conformaban realmente una banda de plagiarios o si pertenecían a una organización armada de otra clase. Por otra parte los estudiantes del Instituto Politécnico Nacional iniciaban un movimiento de protesta por el intento de la dirección de imponer un plan de estudios y un reglamento que degradaban la calidad de la educación en ese centro. Y en vísperas de la conmemoración del 2 de octubre de 1968 moría Raúl Álvarez Garín, dirigente del movimiento estudiantil de aquel año y destacado luchador político y social.

Con ese telón de fondo la policía de Iguala y un grupo de la delincuencia organizada, “Guerreros Unidos” (un desgajamiento o remanente –las versiones varían– del cártel de los Beltrán Leyva), la emprendieron a balazos en contra de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, quienes se movilizaban para obtener medios de transporte que les permitieran asistir a la marcha prevista para el 2 de octubre. El cuerpo policial local es famoso desde hace mucho tiempo por estar infiltrado por la criminalidad organizada.

Los atacantes no se moderaron; causaron tres muertos entre los muchachos –uno de ellos fue brutalmente torturado– y otros tres entre gente que no tenía relación con Ayotzinapa; balearon un autobús que transportaba a un equipo de futbol –allí murieron el chofer de la unidad y un joven futbolista– y mataron a la pasajera de un taxi que se cruzó entre los balazos. Adicionalmente, los agresores se llevaron a 43 estudiantes en patrullas de la policía municipal.

El martes 30 de septiembre, con la creciente presión social que exigía la presentación con vida de los estudiantes levantados en Iguala, el secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, en un gesto inesperado y espectacular, salió de sus oficinas para dialogar con los estudiantes del Poli que marcharon hacia el palacio de Cobián, recibió en mano el pliego petitorio y ofreció respuestas rápidas y puntuales.

Un día después el gobierno anunció la captura de Héctor Beltrán Leyva, “El H”, en San Miguel Allende. Presentado como “un gran capo” por las autoridades de México y de Estados Unidos, muchos coinciden, sin embargo, en que “El H” encabezaba una organización menguante y achicada y que estaba desde hace años al alcance del gobierno; algunos lo consideran incluso como un colaborador protegido.

Desde hace mucho ha sido ampliamente señalada la relación entre el ex presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca Velázquez, y de su secretario de Seguridad, Felipe Flores Velázquez, con los “Guerreros unidos”. Meses antes de la masacre de fines de septiembre sitios web especializados en nota roja han difundido tales conexiones así como las existentes entre Abarca y el gobernador guerrerense, Ángel Aguirre Rivero.

A Abarca Velázquez se le atribuye la responsabilidad intelectual de varios homicidios pero nunca, hasta ahora, fue investigado. Sobre Aguirre Rivero pesa la responsabilidad –política, cuando menos– por el asesinato de dos estudiantes de Ayotzinapa a manos de la policía estatal el 12 de diciembre de 2011. Enrique Peña Nieto carga con la culpa, asumida, de la barbarie represiva desencadenada en Atenco-Texcoco, cuando él era gobernador del Estado de México, en 2006. Por lo demás, el peñato y su profundización neoliberal es una suerte de enemigo natural de Ayotzinapa. En el terreno político los tres, cada cual a su manera y en su respectiva escala, salen perdiendo con la masacre de Iguala y es, por ello, improbable que la orden de perpetrarla haya salido del despacho de cualquiera de ellos. Esa consideración no los exime, sin embargo, de al menos una doble responsabilidad en la tragedia: la primera, por alentar de manera sistemática, cada cual en su ámbito, políticas represivas y el quebrantamiento sistemático del estado de derecho, con lo cual crearon las condiciones propicias para que ocurrieran los asesinatos de estudiantes normalistas; la segunda, en lo que respecta a los ejecutivos estatal y federal, por no haber actuado ante los abrumadores indicios de la infiltración de la delincuencia organizada en las instituciones de Iguala, de Guerrero y del país.

El grupo gobernante –PRD incluido y hasta protagónico, dada la filiación perredista del alcalde prófugo y del gobernador– pone, en el momento actual, toda suerte de empeños en circunscribir la culpa de lo ocurrido la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre a Abarca Velázquez y a sus subordinados. Pero el artículo 21 constitucional señala que la responsabilidad de la seguridad pública corresponde a la Federación, los estados y los municipios; sin embargo, en Iguala, como en muchos otros puntos de Guerrero y del país, la seguridad pública es inexistente; esa carencia hizo posible la agresión criminal contra medio centenar de personas y de ello son corresponsables Aguirre y Peña, además, por supuesto, de Abarca. Ante ese hecho no bastan las tardías e inverosímiles medidas de control de daños adoptadas por los dos primeros. A la sociedad corresponde exigirles que rindan cuentas.

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