Recuerdo que en 1991, en
vísperas del ataque de la coalición internacional que sufrió Irak
tras invadir Kuwait, Saddam Hussein mandó enterrar sus tanques para
utilizarlos como artillería fija para defender las costas de ambos
países de un desembarco enemigo. Fue una decisión estúpida porque
los montículos de arena sobre los vehículos artillados no les
agregaban un blindaje mayor al que poseían de fábrica pero, en
cambio, les quitaron toda movilidad para fines de ataque o defensa; en
cambio, los dejaban como blancos regalados para la aviación y la
artillería de los invasores. De hecho, el desembarco no se produjo y
esos tanques enterrados de Saddam fueron aniquilados desde atrás por
misiles Hellfire disparados por aviones A-10. Los que sobrevivieron y
lograron desenterrarse fueron inmisericordemente cazados cuando
retrocedían hacia Bagdad en formación de columna.
Cómo no evocar esa
táctica del derrocado gobernante iraquí cuando uno observa las
formas de atrincherarse que está poniendo en práctica el régimen
de Nieto: inmovilizando y anclando la totalidad de las instituciones
a los designios berrinchudos de una presidencia que ha perdido el
rumbo y los fundamentos. Así ha ocurrido con el Instituto Nacional
Electoral (INE), controlado mediante consejeros mayoritariamente
sumisos al Ejecutivo federal y a su coalición flexible que incluye
en ocasiones, y a conveniencia, al PVEM y al Panal, al PAN, a
segmentos del PRD, e incluso a uno que otro legislador del PT y de
MC. Otro tanto ocurre con el Tribunal Electoral del Poder Judicial de
la Federación, una institución de nombre largo y de moralidad
cortísima, aprobadora de dos fraudes al hilo y encubridora de
inmundicias electorales.
La voluntad presidencial
indiscutible impera también en la Secretaría de la Función Pública
(SFP), resucitada hace unas semanas mediante un procedimiento
inescrupuloso y desaseado, y colocada bajo el mando nominal de un
hombre del aparato: Virgilio Andrade, a quien Peña dio la orden de
investigar las posibles corruptelas de él, del propio Peña, en lo
que constituye una pirueta inverosímil y risible que tal vez habría
sido merecedora de uno que otro aplauso si hubiera tenido lugar en un
circo, pero que ocurrió en las instancias el poder formal y que, por
lo tanto, no era plausible. Lo más que puede esperarse de Andrade al
frente de la SFP es que entregue a la opinión pública a alguna
cabeza de turco muy menor, para hacer como que combate la pudrición
interna del gobierno, o que ejerza alguna forma de presión o sanción
en contra de algún subordinado levantisco o infidente, pero por
supuesto nadie en su sano juicio puede guardar esperanzas de que
esclarezca en forma satisfactoria la turbia relación entre su jefe y
los empresarios a los que ha beneficiado, ya fuera como gobernador
del Estado de México, o desde la Presidencia.
Los amarres defensivos
tienen también por objeto restaurar alianzas desgastadas, como la
que sellaron Televisa y el grupo Atlacomulco para incrustar en Los
Pinos a un hombre de sus confianzas. El inevitable e impostergable
remplazo del procurador cansado, Jesús Murillo Karam, por una
personera de Televisa como Arely Gómez, pone en manos de ese
consorcio un instrumento formidable para perseguir a críticos,
hostigar a competidores por canales distintos al Ifetel y para
cubrirse en el caso de que se repita el hallazgo, en algún lugar de
Centroamérica, de una camioneta con rastros de cocaína, repleta con
fajos de dólares y el logotipo de Televisa en la carrocería.
El mismo sentido tiene la
colocación de Eduardo Medina Mora como magistrado de la Suprema
Corte: viejo cómplice del ex gobernador mexiquense en los atropellos
policiales de San Salvador Atenco, probado servidor incondicional de
los presidentes a los que les debe el nombramiento (Fox, Calderón y
ahora Peña) y ejemplo de la continuidad prianista, el flamante
magistrado es una rienda –una más– de Los Pinos en el pleno del
órgano jurisdiccional máximo y un blindaje confiable ante lo que
puede estar por venir: recursos legales para llevar a Peña ante un
tribunal. Y qué decir de un senado que ignora el clamor social en
contra del nombramiento y procede, en una votación rutinaria y
aplastante, a cumplir con la voluntad del señor presidente.
Convencido de que la
mejor defensa es el ataque, el grupo en el poder prosigue su alocada
ofensiva en contra de todo lo social y nacional, se lanza sobre los
recursos hídricos del país para ponerlos en manos de corporativos
privados (no, diputado Beltrones, no es que seamos de lento
aprendizaje; es que ya sabemos por experiencia que si nos descuidamos
ustedes nos privatizan hasta los huesos de la bisabuela) y, el colmo,
vetan a los investigadores el acceso a los archivos de la guerra
sucia echeverrista y lopezpoportillista; no vaya a ser que la
ignominia de aquellos gobiernos contamine al actual más de lo que
éste se ha contaminado a sí mismo. Por lo demás, los funcionarios
peñistas viven cada día en situación de combate: son respondones y
metiches, acusan de mentirosos a los organismos internacionales que
formulan señalamientos críticos al régimen, replican con salvas de
palabrería hueca cada revelación mediática que les es adversa,
conspiran en contra de los ciudadanos inconformes y multiplican, con
ello, la inconformidad. Aunque no les guste, su momento ofensivo ya
pasó y están a la defensiva.
Pero estábamos en que
esa táctica de inmovilizar organismos y desvirtuar leyes, y uncirlos
a las líneas de defensa del peñato me hizo recordar los tanques
enterrados de Saddam. Es que esa institucionalidad flagrantemente
secuestrada, sometida y maniatada, lejos de servir al régimen,
terminará por hundirlo más. Hasta ahora Peña y sus voceros
oficiales y oficiosos –como la caterva de opinadores pagados que lo
defienden– invocan, como argumento final, la vigencia en México de
un estado de derecho y de una democracia funcional, pero cada vez
resulta más claro para la mirada del país y del mundo que la
institucionalidad correspondiente es la simple máscara de un poder
autoritario, alejado de la legalidad y carente del menor sentido de
nación y de sociedad. En otros términos, en la medida en que Peña
y su equipo insisten en contagiar al resto de los órganos e
institutos del poder público con el desprestigio presidencial, los
inutilizan como prueba de una “normalidad” en la que ya muy pocos
creen y, por consiguiente, como argumentos defensivos ante el
desastre gubernamental.
A diferencia de lo que le
ocurría a principios de 1991 al régimen de Saddam, el de Peña no
tiene enfrente la amenaza de coalición internacional alguna y su
táctica de blindaje y atrincheramiento es, por ello, doblemente
improcedente. A ver si no termina por convertir la extendida cólera
popular en su contra en una unanimidad que tome las calles de manera
pacífica y masiva y le diga: “hasta aquí”.