El ritual onanista de su fujimocracia, señor Alberto, da un
poco de tristeza, pero resulta aleccionador. A fin de cuentas, desde la última
reelección de Anastasio Somoza (Debayle), en América Latina las cosas no han
cambiado tanto como uno quisiera.
A ver si logro que usted me entienda. No es nada más que las
reglas de la etiqueta democrática prohíban los candidatos únicos; es que,
cuando éstos compiten contra sí mismos, como lo hizo usted el domingo, da igual
que ganen o pierdan la competencia, y eso fatiga a los jueces, es decir, los
electores, quienes no tardan en caer en la cuenta de la suprema inutilidad de
su ejercicio. A la larga llegan a desencantarse hasta tal punto que se vuelve
imperativo subirlos en camiones y ofrecerles comida y dinero, o amenazarlos con
multas para que acudan a votar.
Si la selección de gobernantes por medio del voto fuera
exclusivamente un mecanismo para procurarles la felicidad a unos políticos y
arruinarles la vida a otros, el desánimo de los electores no sería tan grave. “El
voto no sirve”, se dirían para su coleto, y se dedicarían a vivir su vida
cotidiana (ganarse el pan, jugar boliche, ir a misa, tener sexo, transportarse
por avenidas y por veredas) sin preocuparse más del predominio de los
estandartes morados sobre los naranjas. Pero cuando a los ciudadanos, o a un
grupo de ellos, les da por transformar ųpara bien o para peorų las reglas del
juego, o cuando se empecinan en ser gobernados por el candidato negro y no por
el blanco, las elecciones se vuelven el único medio para llevar adelante su
capricho sin que nadie salga lastimado. Y si ese mecanismo no sirve, como no
sirvió en la elección de usted contra usted el domingo pasado, no es improbable
que empiecen a golpearse el cráneo contra los garrotes de la policía (ya ve,
así es la gente de testaruda), a tirar piedras y balazos y, poco después, a
poner la cara y los genitales a disposición de los torturadores; éstos, por su
parte, volverán a verse abrumados ųcomo antaño, cuando los voluntarios
abundabanų por las obligaciones laborales. Vea usted la gravedad de esta
perspectiva, señor Fujimori, así sea porque la contratación masiva de verdugos
lo llevará sin remedio a incrementar el déficit fiscal.
Si usted hubiese gobernado en los años 50, o aun en los 70,
habría podido colgarse de la justificación de la lucha contra el comunismo. En
nuestra época sólo le queda la opción de poner sobre sus opositores el
sambenito de narcotraficantes, pero eso sería visto como un indicio de pobreza
argumental y difícilmente bastaría para que otros gobernantes vuelvan, sin
pudor, a estrecharle la mano y a darle un abrazo para la foto pública.
Regrese usted a su casa y a lo que le queda de familia,
señor Fujimori, y abandone la conspiración contra su país y contra usted mismo.
Deje que otros se encarguen de continuar su magna obra o de corregir los saldos
de su pésimo desempeño, y deje de preocuparse por tomar partido entre estos dos
juicios: así sea en la tranquilidad del retiro o en la cúspide de un poder que
para perdurar tendría que volverse cada vez más despótico y sangriento, ya no
le corresponde a usted el fallo.