Al igual que otros mamíferos superiores, los seres humanos
parecen ser una especie afecta a la delimitación territorial y a los
fetichismos geográficos. Para respetar y desarrollar ese rasgo, probablemente
genético, hay que estar inventando Estados nacionales constituidos, leyes
territoriales, reglamentos inmobiliarios y códigos de conducta que determinan
los límites entre los espacios privados y los comunes, entre los que pertenecen
a un grupo o a varios y los que no son propiedad de nadie. En esta última categoría
ya sólo quedan las aguas internacionales, la Antártida --aunque muchos países
estén como buitres sobre ella-- y la Luna.
Pocos sitios de este planeta han estado exentos de suscitar
desacuerdos y riñas entre tribus, países o bloques regionales. El control de
algunos, como el Mar Egeo y Jerusalén, ha sido fruto de discordias milenarias
que siguen vivas hasta la fecha. En el caso de la ciudad levantina, los
cruzados arruinaron Europa en un empeño más bien necio por arrebatársela a los
musulmanes. La cristiandad logró hacer realidad su capricho tras el colapso del
imperio otomano, pero fue por poco tiempo. La conformación del Estado judío en
la Palestina histórica y el fin del protectorado británico dejó a Jerusalén
dividido en dos hemisferios --Jerusalén y Al Qods-- controlados,
respectivamente, por Israel y Jordania. En 1967, en la Guerra de los Seis Días,
las tropas israelíes se apoderaron de la parte oriental, echaron de ahí a miles
de habitantes palestinos --cristianos o musulmanes-- y la urbe fue proclamada
capital “eterna e indivisible” del Estado hebreo.
Ciertamente, las piedras sagradas de Jerusalén-Al Qods son
difícilmente divisibles: el Muro de las Lamentaciones de los judíos está
literalmente pegado a la Mezquita de la Piedra de los islámicos, y estas
edificaciones, a su vez, a la Basílica del Santo Sepulcro compartida por todos
los sabores del cristianismo.
El estatuto final de Jerusalén ha sido un obstáculo central
en la pacificación de Medio Oriente. Los palestinos no están dispuestos a renunciar
a su derecho de establecer, en la parte oriental de la ciudad, la capital de su
Estado. Israel se niega a compartirla. Los cristianos de varias denominaciones
insisten en participar de alguna forma en el gobierno de la ciudad y, en ese
afán, el papa Juan Pablo II volvió a pedir hace unos días que ese gran
supermercado espiritual que es el casco antiguo jerosolimitano sea puesto bajo
control internacional.
Visto con un poco de distancia, el diferendo resulta un
tanto pueril, porque su esencia puede reducirse a unas cuantas atribuciones
municipales, como la organización de la circulación vehicular, de la
recolección de basura, de la administración de los templos y el establecimiento
de las rutas de tránsito para los peregrinos, penitentes y fieles de las tres
religiones y sus respectivas sectas. En esa lógica, bastaría con pedir a un
gobierno absolutamente neutral en la pugna entre Moisés, Jesús y Mahoma --como
el de Mongolia o el de Tailandia-- que se hiciera cargo del paquete a cambio de
una retribución por sus servicios.
Habría que pedir a israelíes y palestinos, en suma, que
fueran capaces, por un momento, de actuar con una lógica de separación
Iglesia-Estado, que desdramatizaran un poquito y que dejaran esa actitud “sobre
mi cadáver”, a fin de permitir un arreglo razonable para la ciudad trisanta. A
estas alturas del desarrollo plural y de la diversidad humana el conflicto
jerosolimitano parece un berrinche de niños por la posesión de su juguete
espiritual.