Admiro sin reservas las formulaciones de Horst Kurnitsky que
describen al mercado como un sistema de compensación de afectos y como una
decisiva conquista civilizatoria, y que cito de memoria del libro Vertiginosa
inmovilidad, editado el año pasado por Editorial Colibrí. Pero, por más
esfuerzos que hago, no logro encajar en esas descripciones el comportamiento
actual del mercado petrolero, que se comporta como una bestia estúpida y
peligrosa que no sólo no le compensa a nadie nada sino que sus movimientos, sean
en la dirección que sean, producen efectos más devastadores que Godzilla.
Cuando las cotizaciones del crudo se van a pique ello se traduce en hambre para
millones de ciudadanos de los países productores. En cambio, cuando se elevan
por encima de cierto nivel, como ahora, generan una dolorosa caída en el nivel
de vida de las naciones consumidoras, no todas ellas, por cierto, ricas y
prósperas.
Hasta hace unos años la irracionalidad petrolera
correspondía a la de una guerra: productores y consumidores se disputaban el
control de los precios; los primeros los querían altos y decretaban boicots o
recortes drásticos de la producción, mientras que los segundos pugnaban por
hacerlos bajar y para ello buscaban fuentes y tecnologías energéticas
alternativas, impulsaban la prospección y la extracción y establecían reservas
estratégicas. La confrontación estaba condenada a dar vueltas sobre sí misma
porque los vencedores de la coyuntura habrían de ser los derrotados al
siguiente ciclo: en la medida en que las cotizaciones se fueran al suelo, la
producción se desalentaría, se larvaría la escasez y ello encarecería, a la
larga, el petróleo futuro; si, por el contrario, los precios aumentaban
desmesuradamente, se aceleraría la investigación y la explotación de fuentes de
energía distintas a los hidrocarburos fósiles, se establecerían mecanismos de
ahorro energético y unos años después, con una demanda contraída, los
productores no tendrían más remedio que comerse su petróleo o rematarlo casi a
costo de producción, y vuelta a empezar.
Lo paradójico del momento actual es que la guerra
productores-consumidores ha sido, en buena medida, superada, que unos y otros
han caído en la cuenta que unos precios estables serían lo mejor para todo
mundo, que tratan de imponerles un mínimo equilibrio y que no lo consiguen.
Pese a los mecanismos de compensación --cotizaciones a futuro, reservas
estratégicas, aumentos en las cuotas de la OPEP-- el mercado petrolero sigue
comportándose como un animal imbécil y descontrolado, incapaz de detener o
amortiguar su cabalgata hacia ninguna parte.
Un simple automovilista de un país productor no tiene manera
de entender nada. Si no se logra detener la carrera ascendente de los precios,
cada escala en la gasolinera le resultará más onerosa, sin contar que, más
temprano que tarde, se provocará una recesión en las naciones industrializadas
y él resolverá su problema porque se habrá quedado sin vehículo. Si se exagera
en la reducción de las cotizaciones, su propio país entrará en dificultades y
los precios locales se incrementarán, y él, de todos modos, se quedará sin
auto.
Creo comprender los beneficios del mercado como un
desarrollo histórico invaluable, resultado y génesis de procesos
civilizatorios. Pero, al mismo tiempo, cuando leo sobre las tribulaciones que
provoca en estos días el comportamiento errático de los intercambios de crudo,
me pregunto si no habría manera de domesticar un poco al animal --sagrado, para
algunos-- y moderar las adoraciones fanáticas a la libertad irrestricta de
despedazar las economías.
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