12.9.00

La bestia


Admiro sin reservas las formulaciones de Horst Kurnitsky que describen al mercado como un sistema de compensación de afectos y como una decisiva conquista civilizatoria, y que cito de memoria del libro Vertiginosa inmovilidad, editado el año pasado por Editorial Colibrí. Pero, por más esfuerzos que hago, no logro encajar en esas descripciones el comportamiento actual del mercado petrolero, que se comporta como una bestia estúpida y peligrosa que no sólo no le compensa a nadie nada sino que sus movimientos, sean en la dirección que sean, producen efectos más devastadores que Godzilla. Cuando las cotizaciones del crudo se van a pique ello se traduce en hambre para millones de ciudadanos de los países productores. En cambio, cuando se elevan por encima de cierto nivel, como ahora, generan una dolorosa caída en el nivel de vida de las naciones consumidoras, no todas ellas, por cierto, ricas y prósperas.

Hasta hace unos años la irracionalidad petrolera correspondía a la de una guerra: productores y consumidores se disputaban el control de los precios; los primeros los querían altos y decretaban boicots o recortes drásticos de la producción, mientras que los segundos pugnaban por hacerlos bajar y para ello buscaban fuentes y tecnologías energéticas alternativas, impulsaban la prospección y la extracción y establecían reservas estratégicas. La confrontación estaba condenada a dar vueltas sobre sí misma porque los vencedores de la coyuntura habrían de ser los derrotados al siguiente ciclo: en la medida en que las cotizaciones se fueran al suelo, la producción se desalentaría, se larvaría la escasez y ello encarecería, a la larga, el petróleo futuro; si, por el contrario, los precios aumentaban desmesuradamente, se aceleraría la investigación y la explotación de fuentes de energía distintas a los hidrocarburos fósiles, se establecerían mecanismos de ahorro energético y unos años después, con una demanda contraída, los productores no tendrían más remedio que comerse su petróleo o rematarlo casi a costo de producción, y vuelta a empezar.

Lo paradójico del momento actual es que la guerra productores-consumidores ha sido, en buena medida, superada, que unos y otros han caído en la cuenta que unos precios estables serían lo mejor para todo mundo, que tratan de imponerles un mínimo equilibrio y que no lo consiguen. Pese a los mecanismos de compensación --cotizaciones a futuro, reservas estratégicas, aumentos en las cuotas de la OPEP-- el mercado petrolero sigue comportándose como un animal imbécil y descontrolado, incapaz de detener o amortiguar su cabalgata hacia ninguna parte.

Un simple automovilista de un país productor no tiene manera de entender nada. Si no se logra detener la carrera ascendente de los precios, cada escala en la gasolinera le resultará más onerosa, sin contar que, más temprano que tarde, se provocará una recesión en las naciones industrializadas y él resolverá su problema porque se habrá quedado sin vehículo. Si se exagera en la reducción de las cotizaciones, su propio país entrará en dificultades y los precios locales se incrementarán, y él, de todos modos, se quedará sin auto.

Creo comprender los beneficios del mercado como un desarrollo histórico invaluable, resultado y génesis de procesos civilizatorios. Pero, al mismo tiempo, cuando leo sobre las tribulaciones que provoca en estos días el comportamiento errático de los intercambios de crudo, me pregunto si no habría manera de domesticar un poco al animal --sagrado, para algunos-- y moderar las adoraciones fanáticas a la libertad irrestricta de despedazar las economías.

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