Giovanni Maria Mastai Ferretti nació en 1792, se sentó en la
silla gestatoria con el nombre de Pío IX en 1846, 34 años más tarde se fue al
Infierno de los soberbios y fue beatificado este último fin de semana por Juan
Pablo II, su sucesor lejano y semejante.
Hasta antes del proceso, Pío IX ocupaba en la historia de
los papas un sitial discreto: casi nadie en el Vaticano quería recordar que en
su pontificado, el más largo de la historia, Mastai Ferretti enemistó a Roma
con la modernidad decimonónica; practicó el antisemitismo como política
regular; impuso el dogma de la infalibilidad ųla suya propia, se entiendeų;
defendió con ferocidad sus menguantes poderes temporales; fue pionero, décadas
antes de la Revolución Rusa, del anticomunismo vulgar ųese que descubre
vínculos secretos e inconfesables entre los comunistas y la escasez de agua
potable o la proliferación de minifaldasų; antepuso, al desarrollo social,
científico y tecnológico, dogmas del medioevo; denostó todos los cultos no
católicos, cristianos o no, y le causó, con todo ello, un tremendo daño a su
propia Iglesia. Habrían de pasar dos décadas desde la muerte de Pío IX para que
el Vaticano pudiera empezar, con la encíclica De Rerum Novarum, de León XIII,
a ponerse al corriente en las transformaciones mundiales. Pero las inercias de
semejante empujón al pasado no fueron superadas de manera sustancial sino hasta
el Concilio Vaticano II y, de alguna manera, perduran hoy en día.
Parece ser que Mastai Ferretti llegó al trono pontificio con
una mentalidad moderna (es decir, decimonónica), pero que se asustó con las
convulsiones políticas de Europa y con la unificación de Italia, la cual se
tradujo en la reducción del poder papal al terreno de lo simbólico. Su reacción
fue denunciar la separación de la Iglesia y el Estado como un invento de
Satanás, arremeter contra la libertad de conciencia y religión, abominar la
educación laica, demonizar las ideas democráticas, concentrar a los judíos de
Roma en un gueto e incluso arrebatar uno que otro niño judío a sus padres para
educarlo en la fe católica. Este último hecho es conocido por todos los
historiadores, excepto por monseñor Carlo Liberati, de la Congregación para las
Causas de los Santos, quien asegura que Pío IX fue un protector amantísimo de
la judería romana.
En momentos en que Europa larvaba las instituciones
seculares en las que habrían de convivir religiones, idiomas y visiones del
mundo diferentes, así como los regímenes de democracia representativa que, para
bien y para mal, la caracterizan, el tal Mastai Ferretti fue una verdadera
calamidad para los católicos y para las sociedades en general. Pero también al
interior de la Iglesia católica dejó una impronta de intolerancia,
totalitarismo y arbitrariedad que ha sido señalada por teólogos como Hans Küng,
Edward Schillbeeckx y Jon Sobrino, quienes se opusieron a la beatificación
señalando que el beneficiario “impidió a los teólogos un honrado descubrimiento
de la verdad, imponiéndoles juramentos”, despreció los métodos colegiados,
estableció en el Vaticano un sistema absolutista “cuya influencia autoritaria
habrían de padecer durante mucho tiempo innumerables católicos”.
La beatificación de Pío IX por Juan Pablo II sugiere, por lo
demás, una identificación de Wojtyla con Mastai Ferretti en materia de actitudes
ante la modernidad. El afán obsesivo ųy estérilų del decimonónico por preservar
el imperio terrenal de la Iglesia católica recuerda el empeño, igualmente
febril ųe igualmente infructuosoų del actual pontificado por uncir las
conciencias y los comportamientos personales a dogmas medioevales. Al
beatificar a su antecesor remoto, pero semejante, el actual pontífice se mira
en el espejo, y se solaza en ello.
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