El gobierno chino festejó el domingo el 51 aniversario de su
fundación con el arresto de cientos de integrantes de la secta Falun Gong.
Aunque sin sangre, Tien An Men volvió a ser escenario de coreografías
policiales para la preservación de la disciplina espiritual y de la fidelidad
al partido.
Un día más tarde, ayer, se produjo un gesto más
significativo, si cabe, de la determinación de impedir la propagación de ideas
exóticas: el diario oficial anunció un paquete de medidas drásticas --aprobadas
hace dos semanas por el gabinete-- para impedir la difusión en Internet de
materiales subversivos que dañen la reputación del gobierno, perjudiquen la
reunificación con Taiwán o difundan cultos religiosos no autorizados.
Según un cable tempranero de Reuters, las autoridades de
Pekín advirtieron a las empresas proveedoras de acceso y de contenidos que
deben mantener un estricto registro del material y de los usuarios, y entregar
tales registros a la policía cuando así se les requiera. Los servidores
autorizados de Internet cuentan con un plazo de 60 días, a partir de ayer, para
dar información detallada sobre sus negocios al Ministerio de Industria de la
Información, y cualquier violación de esas disposiciones causará multa o
clausura.
Este empeño policial por construir una réplica en el
ciberespacio de la Gran Muralla puede ser exasperante, pero sobre todo es muy
tonto. La esencia actual de Internet es la conexión entre computadoras de todo
el mundo, lo que permite navegar entre páginas y sitios, intercambiar documentos
y mensajes electrónicos (e incluso voz e imagen de video) y realizar procesos
en línea. Una Internet cerrada al mundo no sólo es imposible sino que
resultaría de tanta utilidad como una enciclopedia a la que se arrancaran todas
las páginas que no hablaran de China.
Hoy en día el país de Mao cuenta con miles de nodos de
Internet --que se multiplican a diario-- por los cuales los extranjeros podemos
asomar la nariz a esa nación y los chinos, sacarla al mundo. Cualquier
industria local que trate de exportar sus baratijas requiere de una página
electrónica y de una cuenta de correo. Por fortuna o por desgracia, no es
posible construir, con base en los microprocesadores y los sistemas operativos
existentes, filtros ideológicos que rechacen las ideas perniciosas y dejen
pasar sólo las órdenes de compra o las polémicas sobre álgebra. La ignorancia
de las computadoras en materia de purezas ideológicas es tan grande como la de
los gobernantes chinos en cuestiones de Internet.
Hace cuatro años el gobierno de Clinton, presionado por los
legisladores republicanos, intentó imponer la llamada “Acta de la decencia”,
una prohibición de difundir en Internet materiales considerados obscenos. La
regulación fue desechada y olvidada luego que los primeros intentos de censura
digital apuntaron a la página del Museo del Louvre --por las tetas desnudas de
la Venus de Milo-- y al sitio de una organización dedicada a prevenir el cáncer
de mama.
A los jerarcas chinos les quedaría la esperanza de la
censura manual, de no ser porque, con los actuales volúmenes de intercambios y
flujos de información, ningún proveedor de acceso a la red mundial puede
prometer con honestidad el cumplimiento de las prohibiciones, pues ello
implicaría un trabajo tan arduo como el que tendría que desarrollar una empresa
telefónica para intervenir todas las líneas, grabar la totalidad de las
conversaciones, analizarlas y dar aviso a la autoridad de cualquier plática
sospechosa.
A veces el poder se pone nervioso y elabora regulaciones
impracticables. Si además porfía en imponerlas emite, con ello, señales
inequívocas de miedo.
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