El encuentro de La Haya fracasó. La idea era poner de
acuerdo a los gobiernos para reglamentar el Protocolo de Kioto sobre emisiones
de dióxido de carbono y que cada cual se comprometiera a reducir paulatinamente
las de sus respectivos países. Marginados los del Tercer Mundo, o en vías de
desarrollo, o subdesarrollados, o como esté de moda llamarlos, esta semana la
Unión Europea, por una parte, y Estados Unidos, Canadá, Japón y Australia, por
la otra, no lograron ponerse de acuerdo en la tasa de disminución de esas
emisiones: Kioto dice 5.2 por ciento, pero Washington y sus aliados buscaron,
en La Haya, triquiñuelas para angostar sus chimeneas y sus escapes sólo en 3 o
4 por ciento. Los europeos, en posición de 5.2 o muerte, se negaron a aceptar
esa salida. Ante el triste resultado, organizaciones ambientalistas como
Greenpeace y World Wide Fund for Nature se vistieron de luto riguroso, lo cual
es políticamente correcto y armoniza con los colores de la próxima temporada
invernal.
El dióxido de carbono es una sustancia vital, poética,
divertida y venenosa, todo al mismo tiempo. La atmósfera terrestre ya lo
incluía entre sus componentes antes de que los primeros cromagnones y
neanderthales lo produjeran por medio de fogatas. El químico escocés Joseph
Black lo llamó “aire fijo” y luego Lavoisier lo identificó como carbono
oxidado. Uno se muere si lo respira en grandes concentraciones, pero en dosis
pequeñas estimula la respiración, y por eso se le agrega a los gases de los
respiradores artificiales. Se le emplea también en los extintores, porque no se
inflama; cuando se solidifica se llama “hielo seco” y se utiliza con propósitos
refrigerantes; ah, y es el fundamento de las burbujas de la Coca-Cola.
Por lo demás, el dióxido de carbono es una rebaba
indeseable, pero inevitable, de la economía mundial. Casi no hay actividad
industrial que no lo produzca en grandes cantidades, directa o indirectamente,
empezando por las termoeléctricas y los transportes. A mayor actividad
económica, mayores emisiones de ese gas a la atmósfera. Por eso, los grandes
productores de dióxido de carbono son los países industrializados.
Esperar que los representantes de esas economías se pusieran
de acuerdo en La Haya para disminuir sus emanaciones era, entonces, tan ingenuo
como pedirle a un tigre que se vuelva vegetariano y cuelgue en su madriguera un
retrato del Dalai Lama. Aunque, pensándolo bien, en esta materia más vale no
hacer apuestas: los enormes avances en materia de ingeniería genética podrían
desembocar, un día de estos, en la producción de tigres con niveles avanzados
de degradación.
Las reglas actuales de la economía mundial se traducen,
ciertamente, en la destrucción del entorno natural, incluida, por supuesto, la
atmósfera. Pero los seres humanos forman parte, hasta nuevo aviso, de ese
entorno, y la depredación también los hace víctimas, tanto o más que a las
focas y a las tortugas marinas. Además de producir dióxido de carbono, la
economía global necesita, para seguirse desarrollando, generar pobres e incluso
cadáveres de pobres. La pretensión de empezar a revertir el vandalismo
económico mediante la preservación de la composición del aire resulta un
programa de acción un tanto etéreo y puede dar lugar a situaciones frustrantes
como el impasse en que terminó el encuentro de La Haya cuyo nombre completo y
oficial, por cierto, es Sexta Conferencia de las Partes de la Convención Marco
de Naciones Unidas sobre Cambio Climático, y que puede abreviarse en dos
palabras: un fiasco.