A lo que puede verse, las misiones democratizadoras de James
Carter en Perú han sido las últimas de su vida. En el marco anticlimático del
empate electoral estadunidense se ha hecho público que la victoria del ex
presidente sobre Gerald Ford, en 1976, estuvo contaminada por la distorsión de
la voluntad popular en algunos estados de la Unión Americana, un antecedente
que no embona con la trayectoria de un predicador mundial de la democracia. Tal
vez William Clinton haya sido, por su parte, el último ocupante de la Casa
Blanca que disponía de suficiente margen de maniobra para incluir, en el
discurso de su política exterior, el afán democratizante hacia otros países. La
soberanía ciudadana estadunidense se extravió en los pantanos de Florida;
cuando demócratas y republicanos logren sacarla de ahí, no les va a ser fácil
limpiarla. Para construir la credibilidad y la legitimidad de las instituciones
se requiere de muchos años; para destruirlas ha bastado, en el país vecino, una
semana: la que va del 7 de noviembre a hoy, y en la que se ha hecho evidente
que esa nación no es necesariamente más democrática que Paraguay o el Congo.
A la luz del tiradero en que culminaron los comicios hemos
recordado que el sistema representativo de Estados Unidos no siempre refleja el
sentir de las mayorías y que los gringos han vivido con eso, sin inmutarse, a
lo largo de dos siglos. Ese sistema, remedo anacrónico de la democracia
ateniense, en el que la decisión popular no siempre es igual a la suma de sus
partes, tiene muy poco en común con cualquier noción moderna de representación
democrática: si no hubiese sido por el desastre de Florida, todo mundo habría
visto con naturalidad que el Colegio Electoral pusiera en la Presidencia a un
hombre que resultó derrotado por su adversario en el sufragio universal.
Pero aun las leyes que permiten esa aberración --instrumentada
por el Colegio Electoral o, según las más recientes perspectivas, por la Corte
Suprema-- se violan de manera más o menos regular. Cuando el margen de Bush
empezó a hacerse demasiado delgado, salieron a la luz miles de votos faltantes,
de votos sobrantes, de votos indebidamente anulados, de votos equívocos
inducidos por el diseño confuso de las boletas electorales, de votos que no
pudieron ser emitidos. En Florida, gobernada por el hermano del candidato
republicano, se instrumentó, para favorecer a éste, un conjunto de mecanismos
de fraude hormiga, y ello da pie al descubrimiento de fenómenos similares en
otros estados. Para mayor vergüenza, los notables de la clase política buscan
con ahínco argumentos patrióticos para poner entre paréntesis el respeto al
veredicto ciudadano y piden que ni Gore ni Bush (pero, especialmente, Gore)
lleven el contencioso a los tribunales, es decir, les piden que renuncien a lo
que en otras latitudes se llamaría limpiar la elección por vías legales.
El tremedal que se volvió la democracia en Estados Unidos no
es una buena noticia para nadie. Sea quien sea, el próximo presidente de ese
país cargará con la sospecha y con una irremediable falta de legitimidad.
Conflictos como el palestino-israelí pueden ahondarse en el vacío de poder
proyectado al mundo por el adefesio político estadunidense. Además, el viernes
se cayeron el Nasdaq y el Dow Jones, en una de esas respuestas rápidas de la
especulación a las incertidumbres de la vida institucional doméstica y que
arruinan, sin embargo, los bolsillos de todo el mundo.
El superfinal de las campañas de 2000, que parecía un
producto de Hollywood --por esa combinación de vacío de sustancia y magistral
suspenso dramático--, terminó en un pantano anticlimático y tuvo que irse a los
tiempos extra del desempate. Con ello se puso al descubierto que los partidos
estadunidenses han vivido a gusto con unos resultados electorales más
estimativos que aritméticos del sufragio, y que a los ciudadanos, en su mayor
parte, no se les ocurre pedir a la clase política que no mienta, sino, en todo
caso, que formule mentiras verosímiles.
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