Ayer se cumplieron 90 años del inicio de la lucha de Madero,
en México, pero también 25 de la muerte de Franco en la Residencia Sanitaria La
Paz, en un Madrid del que ya nadie desea acordarse. El viejo traidor murió
vomitando bilis a causa del masivo repudio internacional en su contra por el
fusilamiento de dos etarras y de tres miembros del Frente de Resistencia
Antifascista Primero de Octubre (FRAP). Muchos vivíamos pegados a las noticias
esperando el cable de su estertor final, y cuando éste por fin dio la vuelta al
mundo, se nos quitó de encima un peso mucho mayor que los treinta y tantos
kilos que dio el despojo del Generalísimo en la báscula forense.
Pero la declinación final del franquismo, y la imposibilidad
de que sobreviviera a su creador, se fraguó casi dos años antes, también en
Madrid, cuando el jefe de Gobierno designado por el dictador, el almirante Luis
Carrero Blanco, fue literalmente enviado al cielo por una carga explosiva que
ETA hizo estallar al paso de su automóvil. Jorge Semprún, uno de los
protagonistas de la transición posterior, lo reconoce así, aunque a
regañadientes: “Tengo cierta repugnancia a hacer de ese atentado el punto de
arranque de la transición como se hace a menudo. Entre otras cosas, porque esto
da a ETA un protagonismo político e ideológico que no me parece justo. Dicho
esto, es indudable que tuvo su importancia, porque desbarató el papel que cada
uno tenía asignado dentro del régimen después de Franco (...) A Carrero le
correspondía en parte la tarea de tenerle bien atado (al príncipe Juan Carlos).
Su desaparición permitió que después el Rey se sintiera un poco más libre de
condiciones” (El País, 19/11/00).
La declaración es característica del sentir de la clase
política de la España contemporánea: está bien que ETA (sin proponérselo,
agrega Semprún) haya realizado una aportación de ese tamaño a la construcción
de la democracia española, pero más vale no hablar de eso, y que nadie
pronuncie la palabra “reconocimiento”. En los días de la conmemoración, los
medios se pueblan de fotos de los actores de la transición: franquistas,
posfranquistas, centristas, socialistas y comunistas departen en el retrato
familiar. El sitio de los etarras, en cambio, está ocupado con la ilustración
del hoyo que dejó la bomba contra Carrero Blanco. España cambió casi en todos
los órdenes, salvo en la impunidad para los esbirros de Franco y en la
persecución ininterrumpida contra los etarras. Esa actitud de los beneficiarios
de la transición ha ayudado mucho a consolidar la locura homicida de los
separatistas.
En los últimos años de la dictadura, la prensa franquista
retrataba al Generalísimo como un anciano inofensivo y casi jubilado que se
deleitaba cazando perdices rojas. Pero en sus tiempos finales el habitante de
El Pardo siguió siendo tan peligroso como cuando se alió con Hitler y Mussolini
y acabó con media España, y meses antes de estirar la pata seguía matando
españoles. Para auxiliarlo en esa tarea contó con no pocos funcionarios de su
régimen que todavía están vivos y que jamás han enfrentado el menor riesgo de
ser juzgados por crímenes de Estado.
Es de muy mal gusto restregarle ese hecho al magistrado
Baltazar Garzón como una forma de desautorizar las gestiones que, por su
conducto, realiza el Estado español moderno para juzgar violaciones a los
derechos humanos en el mundo. Es de mal gusto, entre otras razones, porque hace
25 años Augusto Pinochet fue uno de los poquísimos gobernantes que asistieron
al entierro de su semejante en el Valle de los Caídos.
Tal vez la impunidad de los franquistas, pactada por los
hombres de la transición, haya sido un precio inevitable para que la monarquía
democrática pueda, hoy, pacer en los prados del Estado de derecho.
Acaso el haberle negado un lugar a ETA en la normalización
democrática haya sido también inevitable, pero es indudable que esa negativa
tuvo consecuencias atroces. La joven democracia se negó a sí misma, entonces,
la oportunidad de resolver un conflicto que era parte de la herencia nefasta de
Franco y, en vez de ofrecer a los etarras una reinserción digna en la
institucionalidad política, contribuyó a consolidar el grupo de asesinos
delirantes que son en la actualidad. Y dice al respecto Semprún, con mucha más
razón de la que se imagina, que la organización terrorista es “el único rescoldo
que queda hoy del franquismo”.
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