En estos días Colombia ha estado presente en los medios de
información porque a) ayer lunes su selección de futbol fue derrotada por la
uruguaya en el torneo sudamericano sub 20, con una anotación de Javier
Chevantón en el minuto 9, y porque, b) ese mismo día 11 personas, entre ellas
cuatro niños, fueron asesinadas a balazos por hombres no identificados en el
municipio de Hato Nuevo, departamento de La Guajira, en el noreste del país. Retomando
la versión de la policía, Reuters atribuye el hecho a “los enfrentamientos y
las venganzas entre las tribus indígenas que habitan esa región”, pero tanto
esa agencia como AP destacan, a guisa de contexto, que las muertes ocurrieron
en una zona en la que operan grupos paramilitares de ultraderecha. Las noticias
colombianas de los días recientes pueden sintetizarse, pues (aunque toda
síntesis distorsiona la realidad), en un balón dentro de la portería colombiana
--que, según el reglamento de la FIFA, ha de medir 7.32 por 2.44 mts., y que
puede estar dotada de redes de cáñamo, yute o nailon-- y 11 cuerpos metidos en
sus respectivos ataúdes de longitudes diversas --porque entre ellos hay los de
cuatro niños-- y cuyo material más frecuente, en zonas rurales como la
referida, es la madera, por más que en las áreas urbanas de esta región del
mundo proliferen las cajas mortuorias metálicas de distintos precios y
categorías.
A decir verdad, el domingo se generó, en el país
sudamericano, un tercer despacho de prensa: cinco miembros del ejército muertos
por guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) en
el departamento del Casanare. Pero este hecho, a diferencia de los dos
mencionados arriba, y que fueron consignados en notas largas (25 o más
renglones), mereció sólo seis líneas de Europa Press: una por cada muerto, más
el encabezado. Es entendible: por esos días, los combates entre los militares y
las guerrillas, si no se saldan con un marcador de al menos varias decenas de
cadáveres, son cosa que no conmueve ni interesa a casi nadie y cuyo valor
informativo se considera tan poco relevante para el mundo como los resultados
del futbol de tercera división.
Sin embargo, mañana miércoles el presidente Andrés Pastrana
habrá de tomar una decisión de veras importante en el terreno de la guerra:
prorrogar, o no, la desmilitarización de una zona de 42 mil kilómetros
cuadrados que tiene su centro en el pueblo de San Vicente del Caguán, en donde
han tenido lugar los hasta ahora infructuosos diálogos de paz entre su gobierno
y la comandancia de las FARC. Ante la falta de resultados, muchas voces --civiles,
militares y gringas-- presionan al mandatario para que interrumpa las gestiones
pacificadoras, argumentan que la zona desmilitarizada sólo ha servido para que
en ella la insurgencia se rearme y se fortalezca, y exigen que los militares
tomen el control de la región. Tal vez Pastrana las escuche, porque su desgaste
político es notorio. Tal vez decida, a pesar de todo, ampliar el plazo y
proseguir la búsqueda de la paz. En cualquiera de los casos, en Colombia
seguirá habiendo muertes violentas por un tiempo. Habrá menos, y por un plazo
más breve, si las negociaciones siguen. En cambio, si el ejército es lanzado a
partir de mañana a desalojar a los guerrilleros, la producción de ataúdes --de
madera y de metal-- tendrá que adquirir un ritmo frenético para cubrir la
demanda, porque entonces el marcador, para ambos bandos, será realmente
abultado. De todos modos, a la larga, Pastrana mismo o un sucesor suyo tendrán
que sentarse a negociar la paz sobre una montaña de muertos de todas las
edades, de ambos sexos, de diversos oficios y de variada condición social.
Pero el rumbo que tome esa partida lo sabremos en las
noticias de mañana.