16.1.01

Elogio de la mentira


Pensándolo bien, la civilización dio inicio cuando un mono antropoide descubrió la manera de tomarle el pelo a un congénere y le anunció guerra cuando no era, comida donde no había o le ocultó un sitio perfecto para construir un refugio que no deseaba compartir. Ese mico anónimo (tan digno de recuerdo y agradecimiento como los también desconocidos inventores del fuego y de la rueda) sentó las bases para el desarrollo de la épica y la lírica, la tragedia y la comedia, la política, la publicidad y la mercadotecnia, la abogacía, el periodismo, las religiones, la diplomacia, la contabilidad y todos los recursos de la seducción, desde los que enumera Ovidio en El arte de amar hasta los que prescribe el Singles Weekly Report que llega por correo electrónico, previa suscripción con tarjeta de crédito.

No hay ámbito en las sociedades contemporáneas que no esté regido por complejos y sistemáticos ejercicios de distorsión de lo que cada quien entiende como la verdad. Desde los grandes organismos y conglomerados inter o trasnacionales como la ONU, la Firestone, el Vaticano o los cárteles de la droga, hasta los más humildes individuos que buscan trabajo o compañía afectiva, pasando por los partidos, los gobiernos de todos los niveles y las cadenas de televisión, prácticamente no hay un sujeto social que no emita con cierta frecuencia mentiras gordas y jugosas como cucarachas del trópico.

Poco a poco se ha ido aceptando, entre sonrisitas azoradas, que el discurso político está moldeado por pasiones e intereses; que los pasajes bíblicos más insostenibles son en realidad metafóricos; que el Wonderbra (para ellas) y la billetera Nino Gucci (para ellos) constituyen adendas necesarias al texto de Ovidio; que la arqueología es un reflejo más fiel de su propia época que de los tiempos que pretende explicar, y que la caca enlatada puede ser un producto excelente si se le anexa una adecuada y talentosa campaña de posicionamiento en el mercado.

Las ciencias duras fueron el último bastión para los incondicionales de la verdad, pero la física cuántica y el principio de incertidumbre lo echaron a perder. Hoy, las partículas elementales reciben nombres tan poéticos como “Encanto”, el cosmos resulta estar lleno de “túneles de gusano” y alrededor de los hoyos negros se forma un hocico gravitacional denominado “horizonte de sucesos”; con toda esa imprecisión verbal, pocos reaccionarán con escepticismo cuando, tras toda una vida de atención al acelerador de partículas, un físico célebre concluya que la realidad no existe.

Se miente para obtener ventajas, por diversión, para hacer daño, para hacer el bien, para crear obras de arte, para protegerse; para ser querido u odiado, para vender, para no comprar; se miente en el afán de comprender el universo, en el de preservar la paz y en el de ganar una guerra. Se miente, por sistema, como parte del proceso civilizatorio, por más que éste desemboque en normas éticas y legales que prescriben y ordenan la veracidad. Si esas reglas fueran seguidas a rajatabla habría muchos más divorcios, más quiebras, más guerras, más desesperanza, y las sociedades serían entornos mucho más infernales y despiadados de lo que son.

Pero el desgaste de las narraciones y los paradigmas han dado lugar a una acuciosa búsqueda, en todos los niveles, de la sinceridad como utopía. Utopía, porque el lenguaje humano no está hecho para transmitir la verdad, sino, en todo caso, para dar vueltas en torno a ella, en movimientos espirales que se acercan o se alejan de un centro inalcanzable: por fortuna o por desgracia no existen idiomas literales; todos ellos son superposiciones interminables de metáforas.

Una tarea humanitaria y pertinente para este arranque de milenio sería imaginar una ética un tanto menos burda, en materia de verdad y falsedad, que la que actualmente prevalece y que reconociera el papel de la mentira en la transformación del mono en hombre y pusiera fin a la forzosa ambigüedad con la que asimilamos las mentiras piadosas o las engañifas (que no pretendían hacerle daño a nadie) perpetradas por políticos como Clinton y Mitterrand, dos de los más grandes estadistas del siglo pasado y, por supuesto, mentirosos consumados.

Si lo anterior parece cínico y políticamente incorrecto, bastará con afirmar que todo lo dicho hasta aquí es mera ficción y que cualquier parecido con la verdad es mera coincidencia.

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