Ahora
los desplazamientos mundiales ocurren en modalidades muy diferentes. Hay que
dejar de lado a quienes se trasladan en aviones particulares provistos de
jacuzzi porque son los menos y resultan irrelevantes para la estadística. La
segunda categoría, la business
class, empieza a ser significativa en términos numéricos, pero no tanto
como las clases medias iniciadas en el turismo. Los que sean capaces de
demostrar ingresos fijos, aunque sean nimios, pueden luego acceder a la
indulgencia del visado y al taxi para el aeropuerto; a partir de ese punto, la
red de agencias de viajes, tarjetas de crédito, cadenas hoteleras y empresas de
telecomunicaciones, entre otras, se encargan de convertir en una realidad
insulsa y masificada la promesa de los carteles turísticos en los que las
escenas de Londres, Rio de Janeiro, París y Disneylandia, emiten luz propia.
Esas
clases medias, incluso si pertenecen a una nación de las llamadas
tercermundistas, en desarrollo, pobres, subdesarrolladas y ahora “emergentes”
(el término está tan cargado de expectativas y aspiraciones que no parece obra
de un sociólogo o de un economista sino de un experto en marketing),
ya pueden cenar en La Coupole una vez en su vida, transitar por el Golden Gate
en un coche rentado y hasta sobarle la barriga al gurú de la India que se
ostenta como la más novedosa reencarnación de Buda. Toda ilusión de
cosmopolitismo es dable, a condición de demostrar que uno no va a pasar más de
dos semanas fuera y que al término del viaje (el turismo es el opio del pueblo)
regresará al trabajo para garantizar las facturas del hotel, los boletos para
Epcot Center y el Vaticano y la cuenta de la agencia de renta de elefantes.
Hay, en
cambio, quienes se largan del terruño para no volver, ya sea porque hay guerra
(como en los Balcanes) o porque no hay trabajo (como en México), o porque ambas
cosas (como en Colombia); a esos no se les llama turistas, sino migrantes y no
van a conseguir visa en ninguna embajada ni llevan el dinero suficiente para
entrar al MOMA ni han visto jamás su nombre escrito en relieve en las tarjetas
de crédito, sucedáneo de la inmortalidad de las inscripciones lapidarias.
Esta
segunda categoría de viajeros no acude a los aeropuertos, porque no tendría en
ellos la menor esperanza de abordar un avión; sus integrantes acuden, en el
mejor de los escenarios, a las terminales de autobuses, pero lo más probable es
que suban en calidad de polizontes a un medio de transporte que con frecuencia
los conduce a la muerte --vagones de tren asfixiantes, furgones de transporte,
contenedores de la marina mercante, embarcaciones hechizas y precarias-- o que
caminen, caminen y caminen por lugares inhóspitos hasta congelarse o
deshidratarse.
Para
ellos, el equivalente letal de las agencias de viajes y las cadenas hoteleras
son las redes de tráfico de humanos, los mercaderes de trabajo esclavo y los
variados zopilotes apostados a todo lo largo del viacrucis.
La
diferencia sustancial entre unos y otros es que los primeros son, durante la
fugacidad de su trayecto, consumidores de bienes y servicios, así sean
baratijas de a dólar y habitaciones de hotel de un cuarto de estrella: forman
parte de un mercado a domicilio en permanente exportación que dejará en los
puntos de destino cien o diez mil dólares por cabeza y por semana. Los
segundos, en cambio, son, antes que nada trabajadores en busca de ingresos, es
decir, representan un peligro de erogación para los países a los que acuden;
eso es suficiente para que los agentes migratorios echen a andar la imaginación
y busquen la manera de que estos viajeros se ahoguen en el mar, se asen en el
desierto o se asfixien en furgones cerrados, cuidando siempre que el prestigio
del país anfitrión quede libre de toda sospecha de asesinato.
Además
de los turistas y los migrantes hay los que llevan la correa de la computadora
portátil terciada sobre la corbata o el traje sastre; son menos numerosos que
las dos categorías anteriores. Y finalmente, hay quienes se desplazan en avión
privado con chef de a bordo, pero ésos son unos cuantos y no alteran la
estadística.