Es un
hecho: Osama Bin Laden, además de integrista, barbón y maligno, es un biólogo
consumado: tiene la firme resolución de exponernos a todos a las esporas del
ántrax y cuenta con un servicio de correos capaz de colocar sobres contaminados
en Florida, Nueva York y la delegación Gustavo A. Madero. En unas cuantas
semanas todos los humanos habremos muerto, cubiertos de llagas, en medio de
dolores indescriptibles y mordiéndonos unos a otros, frente al mostrador de la
farmacia, en la disputa por los últimos frascos de ciprofloxacín. A la larga,
todos los animales de sangre caliente, vulnerables al carbunco, desaparecerán
de la faz de la tierra, y las serpientes y las lagartijas podrán empezar a
planificar una nueva era de primacía de los reptiles. Es moralmente
inaceptable, pero las múltiples culebras que proliferan en tu entorno,
disfrazadas de profesionistas, familiares y vecinos, te sobrevivirán y
terminarán deslizándose sobre tus despojos insepultos. Por eso es recomendable
que caves una tumba apropiada en tu jardín, en el parque más cercano o en el
sitio reservado para estacionar tu coche.
Yo
empecé a aplicarme en esa tarea ingrata que me da, al menos, la oportunidad de
revisar algunas de las cosas amables que me han acompañado en este mundo y que
deseo llevarme conmigo al otro. Hablo de libros, discos y uno que otro
videocasete --quién sabe si la tecnología de DVD ha tenido tiempo de llegar al
Estigia--; de la foto que me tomaron con Virginia, con Clara y con Sofía, 10
días antes (¡uf!, justo a tiempo) de que empezara el Juicio Final; de 300
gramos de queso oaxaca, un envase de jugo de manzana y una caja de chicles de
nicotina: encontrarse frente a frente con el Creador puede ser una experiencia
capaz de poner nervioso a cualquiera, y no deseo volver a las garras del tabaco
justo en ese momento. La verdad es que no creo en las posibilidades de la
resurrección o la reencarnación ni en la existencia del Paraíso, el Purgatorio
o el Infierno, pero cuando uno es escéptico, es bueno serlo también ante el
escepticismo propio, y sin los objetos enumerados la eternidad podría parecerme
muy larga. En tiempos de fin del mundo, nadie echará de menos unos volúmenes,
unos discos, una foto y un bote de jugo que, bien pensado, dentro de 100 mil
años pueden serle de utilidad a mi arqueólogo, un refinado descendiente de
dinosaurios que hurgará, en la proliferación de sobres repletos de polvo
blanco, las razones de la extinción de una especie.
¡Oh, témpora!, ¡oh mores!:
hasta antes del sábado 6 de octubre, la recepción inopinada de un objeto
semejante habría sido recibida por muchos consumidores estadunidenses con
júbilo y con las narices abiertas de par en par. Pero ahora los signos han
cambiado y un envoltorio de pólvora blanca ya no es augurio del frenesí
sintético, sino presagio de una muerte fundamentalista en medio de fiebres
agudas, dolores insoportables y cobertura mediática garantizada. Ojo, colegas
informadores: la venganza de Alá se propaga, de preferencia, por salas de
redacción y teclados de computadora. Ser periodista en Estados Unidos implica
formar parte de los grupos de riesgo en los patrones de ataque de las esporas.
Los virus por correo electrónico parecen cosa de chiste frente a este retorno
letal de la mensajería de papel.
Los
tiempos han alcanzado un grado máximo de incertidumbre y las explosiones de
misiles gringos en chozas llenas de gente miserable en Kadam y en las afueras
de Kabul nos coloca ante una disyuntiva difícil de resolver: o bien las bombas
inteligentes no lo son tanto, o bien Alá es un poco estúpido. Escojamos, pues,
la orfandad que mejor nos acomode --la tecnológica o la teológica-- y
dispongámonos a disfrutar de un feliz e indoloro fin del mundo.
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