El
deporte de erigir catedrales góticas consume un montón de madera, y en el afán
de construir esos recintos los arquitectos medievales acabaron con la mitad de
los bosques de Europa. Los teotihuacanos clásicos pelaron los cerros que
circundan la Ciudad de los Dioses en un intento por dar viabilidad, con las
tecnologías a su alcance –neolíticas--, a una gran metrópoli que de todos modos
terminó abandonada por sus moradores e invadida, siglos más tarde, por los
turistas, quienes, viéndolo bien, son el equivalente moderno de las hordas de
Atila. Por ese mismo tiempo los mayas empobrecían los suelos de cultivo y
hacían insustentables de ese modo sus centros ceremoniales. Hartos de tanta
guerra púnica y de que los cartagineses les mandaran elefantes acorazados a
través de los Alpes, los romanos incendiaron Cartago, araron los cimientos de
la urbe y echaron sal en los surcos recién abiertos para que ni siquiera las
plantas volvieran a brotar en aquella tierra maldita. Pompeya, en cambio, no
tuvo que echar mano de la estupidez humana para desaparecer. El Vesubio se hizo
cargo de provocar una catástrofe ecológica tan maligna que dan ganas de
atribuírsela al Fondo Monetario Internacional.
Es
hermoso y reconfortante echar la culpa de la destrucción del hábitat al
capitalismo salvaje contemporáneo, pero la peor catástrofe ecológica de que se
tenga noticia ocurrió hace varias decenas de millones de años, cuando los
dinosaurios no habían leído a Hayek ni a Friedman; la polución en Londres era
peor a fines del siglo antepasado que hoy en día; algunas explosiones
volcánicas contaminan más que los peores accidentes industriales, y en el siglo
XVI fray Luis de León (Qué descansada vida la del que huye del mundanal ruido,
etcétera) ya tenía, además de una abierta afición al picnic, una acabada noción
de la contaminación acústica en las grandes urbes. Para colmo, cuando se cayó
el Muro de Berlín pudo verse del otro lado, entre otras ruinas tristes del
socialismo salvaje (cómo olvidar aquellas poblaciones dispuestas a renunciar a
su seguridad social a cambio de campañas electorales, rock, porno y visitas de
Wojtyla), un gran amontonamiento de desechos tóxicos, bosques destruidos y
ríos, lagos, mares y atmósferas convertidos en enormes basureros.
Una
simplificación semejante consiste en atribuir al “modelo” (es decir, a lo que
puedan tener en común los sueños húmedos de Thatcher, Menem y Zedillo) la
generación de desigualdad. Ciertamente, el neoliberalismo global no ha
resuelto, y en cambio ha agravado y profundizado, los desastres sociales que
heredó de los desarrollismos, de los socialismos reales y de los capitalismos
más o menos keynesianos. Pero la inequidad (o la promoción de la miseria ajena,
entre los individuos como entre las naciones) tiene además factores claramente
extraeconómicos: demográficos, políticos, culturales, religiosos y hasta
militares que, en distintas proporciones y medidas, han echado raíces en todos
los modelos de civilización.
Todo lo
anterior no borra la perspectiva alarmante --por decir lo menos-- ante la cual
nos colocan las dinámicas del mundo contemporáneo. Si las naciones del sur no
logran consolidarse y ofrecer a sus ciudadanos entornos humanos habitables; si
no se introduce una mínima racionalidad en las lógicas depredadoras del
mercado, y si no se frena la irresponsable transformación del aire en caca,
pronto estaremos viviendo un desastre planetario y escenarios sociales desde
los cuales el tráfico de esclavos nos parecerá, por contraste, una ocurrencia
genial, piadosa y humanitaria. Pero el fundamentalismo ecológico y la globalifobia pasional
--ambos asociados en automático en las protestas mundiales-- no bastan, en sus
expresiones actuales, para construir futuros alternativos. Sería imposible, por
ejemplo, resolver la crisis alimentaria de varias naciones africanas sin echar
mano del cultivo de especies transgénicas, reducir el déficit habitacional de
las ciudades de América Latina sin echar a perder buena cantidad de colinas
boscosas adyacentes, o dotar de electricidad a poblaciones rurales remotas sin
termoeléctricas que, ni modo, contribuyan al efecto invernadero. Desde otra
perspectiva, una acción terminante y mal planificada de preservación de los
bosques puede provocar el encarecimiento o la escasez de leña en algunas
comunidades habituadas a ese combustible, y en esos casos --felices los ojos
que no hayan visto el espectáculo en, por ejemplo, el mercado de Tepoztlán--
los pobladores recurren a los envases vacíos de policloruro de vinilo (PVC, “un
veneno medioambiental (que) cuando se quema forma sustancias organocloradas,
extremadamente tóxicas para el medio ambiente y para la salud de las personas”,
apunta piadosamente Greenpeace España) para alimentar sus braseros y cocinar
sus alimentos.
Si ésos
y muchos otros dilemas del desarrollo y la sustentabilidad se discutieran en un
foro dominado por la buena voluntad, se daría lugar a discusiones interminables
y bizantinas: cuántos ángeles caben en el agujero de la capa de ozono, pueden o
no los migrantes pasar por el ojo de una aguja, tienen sexo o no los nombrados
en la lista de Forbes.
Pero, para colmo de la desdicha, hay gobiernos, corporativos y organismos que
desempeñan papeles protagónicos en el mundo y que no tienen el menor deseo de
arreglar nada, ya sea porque los infiernos presentes y futuros de la humanidad
les representan excelentes oportunidades de negocio, o porque sus dirigentes
quieren ser felices aquí y ahora, y las broncas que enfrenten sus hijos, sus
nietos y sus biznietos les importan un rábano, o por ambas razones, o por
otras.