20.8.02

El lugar de Dios


No sé si existe el video snuff o si es una mera leyenda urbana, pero la estancia de Juan Pablo II en el DF me hizo sentir más cerca que ninguna otra cosa de la experiencia snuff. La muerte a cuadro fue una evocación inevitable al contemplar, por cadena nacional, la agonía de un hombre resuelto a convertir su descomposición física en espectáculo pastoral de masas. Si uno lo piensa dos veces, resulta que la exhibición del dolor es consustancial al catolicismo --con todo y su imaginería de mártires crucificados, sepultados, degollados, fritos, destazados, despellejados o comidos por caníbales-- y los movimientos del Parkinson pontificio, prefiguración y amenaza de rigor mortis, constituyen un nivel moderado --de clasificación B, a lo sumo-- del regocijo romano ante el sufrimiento físico. Como quiera, la transmisión de la agonía pontificia, a fines del mes pasado, me resultó abrumadora, me dio un oso tremendo y me impidió tocar el tema por escrito. Acaso suene demasiado conservador, pero hay ciertos procesos fisiológicos que uno no debiera efectuar en público, como defecar, tener orgasmos o morirse, y me sentí agraviado por un pontífice que parecía decirnos con su acento polaco, y en cada pantalla de televisión del país, la frase que la protagonista de Matador le dirige a su amante en el momento climático de la película: “Mira cómo me muero”.

Tal vez por eso no fue hasta el domingo pasado, cuando el Papa había vuelto a su tierra natal --es decir, cuando había puesto una buena decena de miles de kilómetros entre su humanidad macilenta y la colonia Narvarte--, cuando empecé a comprender el sentido del reality show de tintes forenses con que el jefe máximo del Vaticano pretende evangelizar en los albores del siglo XXI. En la Cracovia de sus inicios, Karol Wojtyla vislumbró una modernidad en la que “el hombre se coloca en el lugar de Dios”, actúa como si éste no existiera y “reclama para sí mismo el derecho del creador de interferir en el misterio de la vida humana, quiere decidir sobre la vida humana a través de la manipulación genética y establecer el límite de la muerte”.

Ese ha sido, pues, el sentido profundo de la gesta político-teológico-mediático-clínica de este sucesor de Pedro: a lo largo de 23 años, Wojtyla se ha dedicado a revertir los múltiples deicidios y las usurpaciones de Dios ideados en el seno de una modernidad que en el Renacimiento empezó a reemplazar la presencia divina por la humana en las composiciones plásticas, que en el XIX descubrió la irrelevancia de Dios en la política, la ciencia y el arte y que, a fines del XX y principios del XXI, lo transfirió de manera definitiva del ámbito público al privado. Wojtyla odia el mercantilismo neoliberal porque, en estas reglas del juego, el pensamiento religioso sólo es viable --es decir, rentable-- si se inscribe en las divisiones de “entretenimiento”, “pasatiempos” o “mascotas”. A su manera, la taxonomía que propone Yahoo (www.yahoo.com) es un reflejo fiel del nuevo orden mundano, y hasta del espiritual, al que aspira el supermercado planetario. O sea que este hombre ha dedicado la primera mitad de su vida a combatir al comunismo, que prohibía a Dios, y la segunda, al capitalismo salvaje, que coloca sus atributos exclusivos en la sección de ofertas. Y sí: la clonación será aprobada en el momento en que se le construya un correlato de ingeniería financiera; la manipulación del genoma en todas sus expresiones (por ejemplo, la operación requerida para optar, de antemano, por hijos genéticamente predispuestos a la religión o al ateísmo) tiene sentido porque aporta rentabilidad y competitividad a las industrias farmacéuticas; la eutanasia, en un mercado de consumidores envejecidos, tiene un mercado creciente, y la prolongación de la vida será un hecho en cuanto se descubra la manera de hacer el cargo, vía tarjeta de crédito, a los potenciales usuarios de ese servicio.

Temo que a Wojtyla ya no le queden ni tiempo ni neuronas para comprender lo que sigue, pero el reposicionamiento de Dios en la sociedad no es sólo consecuencia del nuevo desorden mundial impuesto por los adoradores del mercado, sino también el resultado de luchas humanistas y libertarias que llevan muchos siglos sacándolo (para bien de él) de las constituciones nacionales, de los códigos penales, de los reglamentos de policía y de los manuales de buenas costumbres, y hallándole un sitio de gran dignidad en el corazón de quienes creen en él, en el arte y en el imaginario colectivo. Exista o no --y eso no tiene mayor relevancia en la post-razón tardía que vivimos--, Dios es, sin duda, el más hermoso personaje que haya podido imaginarse jamás y, en el mundo moderno, se encuentra entretejido en las zonas de placer del cerebro humano. Norberto Rivera es a la teología lo que un tanque de guerra a la ingeniería; quienes no formamos parte de las filas de creyentes --y no necesariamente por “ignorancia, indiferencia, miedo o por pertenecer a corrientes hostiles a la religión”, como interpreta el arzobispo--, podemos entender la experiencia divina cada vez que escuchamos la risa de nuestras hijas, o cuando contemplamos actos de creatividad o caridad espontánea, o cuando nos hundimos en las humedades del ser amado.

Pero el pontífice polaco luchó toda su vida por restituir a Dios en su sitial en los enlaces neuronales que dictan el deber y que amenazan con el dolor, y por eso va por el mundo exhibiendo con orgullo sus miserias corporales y sus espasmos incontenibles; por eso goza donde otros sufren, y por eso el gozo ajeno le provoca sufrimiento.

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