No sé
si existe el video snuff o si es una mera leyenda urbana, pero
la estancia de Juan Pablo II en el DF me hizo sentir más cerca que ninguna otra
cosa de la experiencia snuff. La muerte a cuadro fue una
evocación inevitable al contemplar, por cadena nacional, la agonía de un hombre
resuelto a convertir su descomposición física en espectáculo pastoral de masas.
Si uno lo piensa dos veces, resulta que la exhibición del dolor es
consustancial al catolicismo --con todo y su imaginería de mártires
crucificados, sepultados, degollados, fritos, destazados, despellejados o
comidos por caníbales-- y los movimientos del Parkinson pontificio,
prefiguración y amenaza de rigor mortis, constituyen un nivel
moderado --de clasificación B, a lo sumo-- del regocijo romano ante el
sufrimiento físico. Como quiera, la transmisión de la agonía pontificia, a
fines del mes pasado, me resultó abrumadora, me dio un oso tremendo y me
impidió tocar el tema por escrito. Acaso suene demasiado conservador, pero hay
ciertos procesos fisiológicos que uno no debiera efectuar en público, como
defecar, tener orgasmos o morirse, y me sentí agraviado por un pontífice que
parecía decirnos con su acento polaco, y en cada pantalla de televisión del
país, la frase que la protagonista de Matador le dirige a su
amante en el momento climático de la película: “Mira cómo me muero”.
Tal vez
por eso no fue hasta el domingo pasado, cuando el Papa había vuelto a su tierra
natal --es decir, cuando había puesto una buena decena de miles de kilómetros
entre su humanidad macilenta y la colonia Narvarte--, cuando empecé a
comprender el sentido del reality show de tintes forenses con
que el jefe máximo del Vaticano pretende evangelizar en los albores del siglo
XXI. En la Cracovia de sus inicios, Karol Wojtyla vislumbró una modernidad en
la que “el hombre se coloca en el lugar de Dios”, actúa como si éste no
existiera y “reclama para sí mismo el derecho del creador de interferir en el
misterio de la vida humana, quiere decidir sobre la vida humana a través de la
manipulación genética y establecer el límite de la muerte”.
Ese ha
sido, pues, el sentido profundo de la gesta
político-teológico-mediático-clínica de este sucesor de Pedro: a lo largo de 23
años, Wojtyla se ha dedicado a revertir los múltiples deicidios y las
usurpaciones de Dios ideados en el seno de una modernidad que en el
Renacimiento empezó a reemplazar la presencia divina por la humana en las
composiciones plásticas, que en el XIX descubrió la irrelevancia de Dios en la
política, la ciencia y el arte y que, a fines del XX y principios del XXI, lo
transfirió de manera definitiva del ámbito público al privado. Wojtyla odia el
mercantilismo neoliberal porque, en estas reglas del juego, el pensamiento
religioso sólo es viable --es decir, rentable-- si se inscribe en las
divisiones de “entretenimiento”, “pasatiempos” o “mascotas”. A su manera, la
taxonomía que propone Yahoo (www.yahoo.com) es un reflejo fiel del nuevo orden
mundano, y hasta del espiritual, al que aspira el supermercado planetario. O
sea que este hombre ha dedicado la primera mitad de su vida a combatir al
comunismo, que prohibía a Dios, y la segunda, al capitalismo salvaje, que
coloca sus atributos exclusivos en la sección de ofertas. Y sí: la clonación
será aprobada en el momento en que se le construya un correlato de ingeniería
financiera; la manipulación del genoma en todas sus expresiones (por ejemplo,
la operación requerida para optar, de antemano, por hijos genéticamente
predispuestos a la religión o al ateísmo) tiene sentido porque aporta
rentabilidad y competitividad a las industrias farmacéuticas; la eutanasia, en
un mercado de consumidores envejecidos, tiene un mercado creciente, y la
prolongación de la vida será un hecho en cuanto se descubra la manera de hacer
el cargo, vía tarjeta de crédito, a los potenciales usuarios de ese servicio.
Temo
que a Wojtyla ya no le queden ni tiempo ni neuronas para comprender lo que
sigue, pero el reposicionamiento de Dios en la sociedad no es sólo consecuencia
del nuevo desorden mundial impuesto por los adoradores del mercado, sino
también el resultado de luchas humanistas y libertarias que llevan muchos
siglos sacándolo (para bien de él) de las constituciones nacionales, de los
códigos penales, de los reglamentos de policía y de los manuales de buenas
costumbres, y hallándole un sitio de gran dignidad en el corazón de quienes
creen en él, en el arte y en el imaginario colectivo. Exista o no --y eso no
tiene mayor relevancia en la post-razón tardía que vivimos--, Dios es, sin
duda, el más hermoso personaje que haya podido imaginarse jamás y, en el mundo
moderno, se encuentra entretejido en las zonas de placer del cerebro humano.
Norberto Rivera es a la teología lo que un tanque de guerra a la ingeniería;
quienes no formamos parte de las filas de creyentes --y no necesariamente por “ignorancia,
indiferencia, miedo o por pertenecer a corrientes hostiles a la religión”, como
interpreta el arzobispo--, podemos entender la experiencia divina cada vez que
escuchamos la risa de nuestras hijas, o cuando contemplamos actos de
creatividad o caridad espontánea, o cuando nos hundimos en las humedades del
ser amado.
Pero el
pontífice polaco luchó toda su vida por restituir a Dios en su sitial en los
enlaces neuronales que dictan el deber y que amenazan con el dolor, y por eso
va por el mundo exhibiendo con orgullo sus miserias corporales y sus espasmos
incontenibles; por eso goza donde otros sufren, y por eso el gozo ajeno le
provoca sufrimiento.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario