Según
las cifras oficiales del Departamento de Estado, en 2001, año emblemático, el
terrorismo dejó un saldo de 3 mil 240 estadunidenses muertos y 90 heridos. El
total de víctimas en el mundo fue de 4 mil 655, entre muertos y heridos, en un
total de 348 ataques. El año anterior las cifras fueron, respectivamente, de
mil 205 y 426; en 1999 el Departamento de Estado registró 395 atentados que
produjeron, entre muertos y heridos, 939 víctimas. En 1998 el saldo fue de mil
500; en 1997 de 914, y en 1996, de 3 mil 225. Es decir, un promedio anual, en
el último sexenio, de 2 mil 73 bajas anuales. Ciertamente la oficina que dirige
Colin Powell no incluye en esas cifras los actos que perpetran Washington y sus
aliados más cercanos, como el terrorismo de Estado de Israel, que cada año se
cobra cientos o miles de víctimas palestinas. Si el mundo fuera absurdamente
simétrico --que no lo es-- podría decirse que el terrorismo de los buenos mata
un número igual de personas que el terrorismo de los malos, y tendríamos, entonces,
el doble de víctimas anuales: 4 mil 146. Un volumen terrible e inaceptable de
sufrimiento humano, qué duda cabe.
Con el
propósito humanitario y encomiable de reducir esa cifra, el gobierno de George
W. Bush llevaba gastados, hasta mediados de este año, unos 263 mil millones de
dólares. Si la Casa Blanca se decide, a eso habrá que sumarle el costo de
invadir Irak y deponer a Saddam Hussein (200 mil millones de dólares, según lo
dijo en su edición de ayer The Wall Street Journal, citando
a Lawrence Lindsey, jefe del Consejo Económico Nacional de la Casa Blanca).
Habida cuenta de la reticencia de la ONU y de los aliados tradicionales de
Washington (Europa, salvo Inglaterra, y las monarquías petroleras del Golfo,
que sufragaron en buena medida la primera guerra de Bush contra Saddam), la
segunda suma tendría que ser sufragada casi íntegramente por los contribuyentes
de Estados Unidos.
Basta
con observar alguno de los videos de Osama Bin Laden para calibrar la abyección
ideológica y moral del personaje, e igualmente sencillo resulta la tarea de
documentar la maldad de Saddam Hussein y de su régimen.
Pero
hay un abismo entre eso y convertir a ambos personajes en los más peligrosos
enemigos de la humanidad (incluso sumándoles, si gustan, a Kadafi, a los
ayatolas iraníes y a los gobernantes norcoreanos). Comparado con la
drogadicción, el sida o la tuberculosis, el terrorismo es un riesgo
insignificante. Resultan odiosos de necesidad los ejercicios de comparación de
pérdidas de vidas, pero las mil 205 víctimas mortales que las cuentas de Powell
atribuyen en 2000 al terrorismo no guardan ninguna proporción con los 4
millones 300 mil personas que murieron ese mismo año a causa del sida. La
renuencia de los estadunidenses a usar condón provoca anualmente 15 veces más víctimas
que los atentados del 11 de septiembre contra el World Trade Center y el
Pentágono. La tuberculosis, por su parte, provoca en el mundo unos dos millones
de muertos al año, a decir de la Organización Mundial de la Salud. Desde una
perspectiva numérica, la heroína es mucho más peligrosa para los ciudadanos de
la Unión Europea que el conjunto de las organizaciones terroristas del mundo:
entre 1996 y 2001 se registró un promedio anual de 28 europeos muertos o
heridos en actos terroristas; en ese mismo periodo se registraron entre 6 y 7
mil ciudadanos fallecimientos anuales entre ciudadanos del viejo continente que
se consolaron las venas en forma abusiva.
Tal
parece que ahora el gobierno de Estados Unidos va a gastar, en la nueva
destrucción de Irak, los 200 mil millones de dólares que América Latina
necesitaría, en los próximos 20 años, para erradicar las condiciones que hacen
posible la epidemia de cólera. Una suma semejante, invertida en investigación,
desarrollo, atención sanitaria y educación, permitiría reducir sustancialmente
las víctimas del sida en todo el planeta, y acaso descubrir y producir una
vacuna contra el VIH. Pero el presidente Bush no tiene los dos dedos de frente
que se requieren para darse cuenta de que la invasión de Irak es, entre otras
cosas, un desperdicio de recursos imperdonable en el mundo actual, que
constituye un nuevo agravio contra los miles de millones de miserables que lo
habitan y que abonará, por ello, nuevos afanes terroristas contra Estados
Unidos.