La opinión pública de Occidente se ha movilizado para salvar
de la muerte a Amina Lawal, campesina nigeriana condenada a la lapidación por
el juez islámico Nasiru Bello Daji, quien consideró imperdonable que la mujer
haya tenido relaciones sexuales ocasionales con un pretendiente. De esos
encuentros nació Fátima, una bebé de meses. Amina es además madre de otros dos
hijos. A principios de año otra mujer acusada de haberse embarazado fuera del
matrimonio, Safiya Husaini, también sentenciada a la lapidación por un tribunal
islámico nigeriano, fue salvada por la protesta mundial de organizaciones y
gobiernos. En el vecino Níger, los amantes Amadou Ibrahim y Fátima Usman (32 y
30 años, respectivamente) fueron condenados a fines de agosto a morir bajo la
lluvia de piedras, también en cumplimiento de la sharia,
por haber cometido adulterio. En mayo se les había sentenciado a cinco años de
cárcel, pero el padre de la mujer consideró que se trataba de un castigo
demasiado benigno y apeló del fallo ante el tribunal de New Ganu.
En Níger la esperanza media de vida no pasa de los 41 años y
en Nigeria apenas alcanza los 50. En el primer país, casi dos de cada 100
habitantes están contagiados de VIH; en el segundo hay unos 3 millones 500 mil
seropositivos, en una población que oscila entre 101 y 123 millones, según las
fuentes, todas las cuales advierten que sus cifras son inciertas, y no sólo
debido a los más recientes avances de la epidemia, sino también por la falta
tradicional de estadísticas confiables. Aun así se considera a Nigeria el Estado
más densamente poblado de África y uno de los más corruptos del mundo.
Injusticias tan atroces como las que sufren Amina, Safiya,
Amadou y Fátima son sin duda merecedoras del repudio internacional, y las
campañas emprendidas en Occidente para salvar las vidas de esas personas tienen
toda la justificación moral del mundo. La lapidación de los amantes no sólo es
horrenda porque constituye una práctica específica de la pena de muerte, sino
también porque se ejerce contra quienes, desde la perspectiva del derecho
occidental moderno, son inocentes de toda culpa.
Es paradójico, sin embargo, que Estados Unidos y Europa
occidental, obsesionados con las reales o supuestas amenazas terroristas
procedentes de Medio Oriente y Asia Central, no perciban los peligros que se
gestan en los hervideros demográficos africanos, diezmados por el sida,
fanatizados por el Islam más distorsionado que pueda imaginarse y abandonados
por gobiernos inexistentes o en franco proceso de disolución. Los gobiernos de
Libia, Irak e Irán, villanos favoritos del momento, podrán ser dictatoriales y
antioccidentales, pero no puede dudarse de su control efectivo --y hasta
excesivo-- sobre población y territorio. En África central, en cambio, nadie
está a cargo de nada, las instituciones nacionales son menos que embrionarias y
los agravios de Occidente son allí mucho más dolorosos y sangrientos que en
Levante y el centro de Asia. La falta de interés mundial hacia esos países es
criminal, pero además suicida. Ahora los tribunales islámicos de Níger y
Nigeria condenan a la lapidación a los amantes furtivos; un día de éstos, si
las cosas siguen como van, pueden empezar a reclutar a los nuevos mártires de
una guerra
santa contra
Occidente que estará, en todo caso, fundamentada en agravios monumentales.
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