El 11
de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos
no tienen nada que ver, salvo por un dato: ambas fechas marcan el nacimiento
del miedo.
A media
mañana del día 11 unos aviones de la fuerza aérea chilena bombardeaban el Palacio
de la Moneda; mientras tanto, en el resto del territorio chileno, los
uniformados iniciaban una cacería de seres humanos que se prolongó durante más
de tres lustros y que marcó, para los latinoamericanos, el comienzo del terror
omnímodo. Con la canallada del 11 de septiembre la desaparición, la tortura y
la persecución política encarnizada dejaron de ser referentes lejanos e
infierno de minorías y se volvieron parte de nuestra vida cotidiana.
Con o
sin dictaduras formales de por medio, con o sin la interrupción formal de la
democracia, el abogar por el sufragio ciudadano, el leer una polémica
antiquísima entre dos socialdemócratas rusos, el participar en un sindicato, el
tener un tío segundo involucrado en una lucha agraria, el ubicarse a 200 metros
de una revuelta estudiantil, el escribir, pintar, bailar, vestirse diferente,
tener el pelo largo, se convirtieron en delitos de lesa patria. Por
realizar esas actividades o hallarse en esas situaciones uno podía terminar en
la incertidumbre y la penuria del exilio. O peor: en los sótanos de un edificio
gubernamental cualquiera, con la cabeza metida en un bote de excrementos y los
genitales conectados a la corriente eléctrica. O peor: con las manos atadas a
la espalda y la masa encefálica reventada por un balazo a quemarropa. O peor:
convertido en un nombre y una fotografía en una lista enorme de desaparecidos.
Esas eran las reglas del juego en casi todos los países de América Latina.
Entre
los terroristas que se conjuraron para imponernos el miedo como forma de vida
hubo civiles y militares, y muchos de ellos tenían --y aún los conservan-- nombres
y apellidos: Richard Nixon, Henry Kissinger, Augusto Pinochet, Jorge Videla,
Hugo Bánzer, Luis Echeverría, Estela Martínez de Perón, Juan María Bordaberry,
Efraín Ríos Montt, Anastasio Somoza, Joaquín Balaguer...
Entre
campesinos, obreros, estudiantes, maestros, profesionistas, amas de casa,
artistas, abuelas con sus nietos y sobrinas con sus tíos hubo cientos de miles
de muertos. Hoy, hemos empezado a vencer el miedo.
***
En la
mañana del 11 de septiembre de 2001, dos aviones se estrellaron contra las
torres gemelas de Nueva York y un tercero cayó en la sede del Pentágono. Entre
programadores, secretarias, agentes de Bolsa, meseros, mensajeros, agentes de
seguros y otros hubo más de 3 mil muertos. El trágico suceso marcó, además, el
comienzo de una cacería de seres humanos sin nombres ni apellidos (a menos que
uno posea una estructura síquica de cómic de Batman, como la que ostenta George
W. Bush, y sea capaz de tragarse el cuento de Al Qaeda y Osama Bin Laden), una
cacería que aún perdura y que ha costado miles de muertos en el remoto suelo de
Afganistán: niños, adultos y ancianos incinerados vivos, soldados analfabetos
asfixiados en contenedores, pastores aplastados por bombas, jóvenes fanáticos
torturados. Hasta entonces, Afganistán vive en el terror de los talibanes;
desde entonces vive en el terror de los bombardeos y no tiene para cuándo
superar la destrucción, la muerte y el miedo.
Los
estadunidenses, tampoco. Ahora va a cumplirse un año de la tragedia y en la
sociedad estadunidense ha quedado sembrada la posibilidad de nuevos actos de
terror larvados por el odio, y todos en el planeta participamos de ese miedo.
Fuera
de esas paradojas, el 11 de septiembre de 1973 en Chile y el 11 de septiembre
de 2001 en Estados Unidos no tienen en común nada de nada.
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