El 14
de agosto de 1941, cuando todavía faltaba mucha sangre de la Segunda Guerra
Mundial, Franklin D. Roosevelt y Winston Churchill se reunieron a bordo de un
buque de guerra frente a Terranova. Signaron allí la Carta del Atlántico,
documento en el que Washington y Londres se comprometían a establecer “un
sistema permanente y más amplio de seguridad general”, que propiciara “la
máxima colaboración económica de todas las naciones”. Unos meses más tarde, el
primero de enero de 1942, 26 países en guerra contra las potencias del eje
firmaron la Declaración de las Naciones Unidas. El contador de muertos --civiles
y militares-- seguía creciendo, pero le faltaba mucho camino aún para llegar a
su saldo final.
En
octubre del año siguiente, cuando el curso de la guerra se había hecho
favorable para los aliados, representantes de la Unión Soviética, China, Reino
Unido y Estados Unidos firmaron en Moscú una declaración en la que coincidían
en la creación de “una organización general internacional”. Un mes más tarde,
Roosevelt, Churchill y Stalin, reunidos en Teherán, se arrogaron “la suprema
responsabilidad que recae sobre nosotros y sobre todas las Naciones Unidas de
crear una paz que destierre el azote y el terror de la guerra”. Pero todavía
faltaba lo peor del bombardeo sobre Londres, el tramo más espantoso de la
“solución final” contra los judíos, el arrasamiento de Hamburgo y Dresde y los
holocaustos atómicos en Hiroshima y Nagasaki.
En
febrero de 1945, cuando “los tres grandes” se reunieron por última vez, en Yalta,
el destino de Alemania y Japón ya estaba sellado, pero aún no se hallaba la
manera de poner fin a la matanza mundial. El nacimiento oficial de la
Organización de las Naciones Unidas (ONU) tuvo lugar dos meses más tarde, en
San Francisco, todavía con combates en las ruinas de Berlín y en los
archipiélagos del Pacífico. Cuando el conflicto planetario terminó de consumir
sus últimos combustibles, en agosto de ese año, y llegó la hora de hacer
cuentas, se estimó que la especie humana había perdido unos 60 millones de
individuos (25 millones de militares y 35 millones de civiles, incluidos en el
segundo rubro los judíos asesinados por los nazis), se había esfumado un billón
de dólares --de los de aquel entonces-- en gastos de guerra y se había
destruido una parte importante de los bienes de la humanidad. La Unión
Soviética sola perdió un tercio de su riqueza nacional. Se calcula que la
aventura bélica le costó a Japón más de 560 mil millones de dólares. No pudo,
ni podrá hacerse nunca, la suma de las familias destruidas, la multiplicación
de los amores rotos, la masa de los destinos truncados, la inercia de las
trayectorias profesionales desviadas, el peso de las viudeces ni el vacío de
las orfandades.
El
surgimiento de la ONU tenía, cómo dudarlo, el propósito de crear un mecanismo
de administración de diferendos y conciliación de intereses entre los
vencedores de la contienda, pero también estaba presente en la fundación del
organismo un genuino interés por erradicar la guerra como instrumento de
relaciones internacionales. A pesar de las maquinarias de propaganda patriótica
de todos los bandos, con sus discursos, sus películas, sus carteles y sus
programas de radio, se había hecho claro que en los conflictos bélicos hay una
estupidez inherente y colosal. Por eso se escribió que la ONU debía “mantener
la paz y la seguridad internacionales”, contribuir a la “amistad entre las
naciones”, propiciar la “cooperación internacional en la solución de problemas
económicos, sociales, culturales o humanitarios” y comprometer a los estados
miembros “a resolver disputas internacionales por medios pacíficos y a no
utilizar la amenaza o el uso de la fuerza”.
Pero la
semana pasada la ONU, por medio de su Consejo de Seguridad, avaló y legalizó la
guerra colonial emprendida por Estados Unidos y Gran Bretaña --los dos países
que idearon, en una primera instancia, el organismo internacional--.
Debilitadas o desinteresadas del tema, las naciones que habrían podido impedir
este acanallamiento de la organización --Francia, China y Rusia-- dieron luz
verde para que la ONU extendiera a Londres y Washington un certificado de
“potencias ocupantes” en Irak. Con ello, los nuevos piratas disponen de
licencia para saquear. De paso, la ONU dio su aprobación, a
posteriori, a las mentiras de Estado sobre armas químicas y biológicas, a
las masacres de civiles iraquíes perpetradas por las tropas estadunidenses e
inglesas, al asesinato vil de periodistas y a la complacencia de la soldadesca
invasora ante los actos de saqueo y vandalismo que siguieron a la disolución
del régimen sátrapa de Saddam Hussein.
Si
existe algo así como más allá, vida después de la muerte o alma inmortal, es
posible que los 60 millones de fallecidos de la Segunda Guerra Mundial se
sientan agraviados.