Hay
padres que se esfuerzan por dar a sus vástagos una formación completa,
multifacética y de excelencia que les sirva para encontrar en la vida un cauce
triunfal o, cuando menos, desahogado. Actualmente lo políticamente correcto
parece privilegiar las cuotas universitarias y el pago de cursos particulares
por sobre las herencias cuantiosas. Eso no quita que muchos progenitores sueñen
con entregar a sus descendientes, en el momento de estirar la pata, dos o tres
millones de dólares --o más, si se pudiera-- a fin de que los segundos puedan
dedicarse al pasatiempo favorito hasta niveles de calidad total sin necesidad
de preocuparse por cosas como el sustento diario, las tarifas de la peluquería
o los boletos aéreos. También hay los que se desviven por vincular a sus hijos
con los grandes poderes y poderosos de la economía, la política y la cultura,
con la esperanza de que las criaturas logren trepar con éxito las estructuras
sutiles del dinero y la fama. Y no faltan los que recurren al dinero mal
habido, a la defraudación o al homicidio, en el afán de cimentar destinos
cómodos o luminosos para sus sucesores. Algunos jefes de Estado añoran los
tiempos monárquicos en los que era dable heredar el trono y sueñan con la
fórmula que les permita entregar a sus vástagos los muebles republicanos del
despacho presidencial. Otros se conforman con que sus hijos disfruten durante
cuatro, seis o siete años las comodidades irrenunciables inherentes al alto
cargo de papá.
Del
otro lado del mapa ético se encuentran los padres que tienen hijos como
inversión a futuro --una suerte de pensión de vejez cada vez más incierta-- y
los que buscan biencasar a sus hijas, o prostituirlas de manera abierta, o
satisfacerse con ellas. Hay los que convierten a los pequeños en desagüe de su
crueldad y su resentimiento. Están también aquellos para quienes los críos son
una mera secuela colateral e irrelevante de una coyuntura pasional, y los que
no quieren saber nada de los niños antes de que dejen de serlo y se interesan
en sus descendientes sólo cuando éstos empiezan a generarles gratificaciones
perceptibles: un trofeo deportivo, un diploma universitario o la parte
proporcional de un salario.
Es
difícil aislar tales extremos en ejemplos puros. La mayoría de los padres se
pasa la vida triangulando equilibrios entre el cumplimiento del deber, la
satisfacción de la pulsión amorosa y el remordimiento por no hacer todo lo
humanamente posible. Eso se aplica igual a los poderosos que a los
desharrapados. Tal vez el papá del actual presidente Bush se sentía culpable
cuando las tareas de Estado lo obligaban a descuidar al hijo mayor y éste
empezaba a chapotear en la intoxicación alcohólica o religiosa. Acaso Vicente
Fox tuvo que sopesar durante varias noches si era correcto o no celebrar la
boda de emergencia de su pequeño incauto en “la casa de todos los mexicanos”.
El beneficio de la duda podría alcanzar incluso para Carlos Menem, quien
posiblemente pagó horas extra de sicoanalista cuando su hijo Carlitos se fue al
otro mundo por culpa de sus prácticas de júnior de alto riesgo. A fin de
cuentas, y con la excepción de algunos santos religiosos o laicos, uno
desarrolla todos los aspectos de su vida en una permanente negociación entre la
realidad y el deseo, entre el deber y la desidia, entre el esmero y el descuido,
entre el amor y el cansancio. Ese vaivén funciona para habitantes de ciudades
perdidas, para inquilinos de departamentos de utilidad social, para magnates y
estadistas, para estrellas del rock y para premios Nobel de algo.
También
estaba en esa lógica, supongo, un individuo --llamémosle “NN”-- que la semana
pasada fue hallado muerto en un remolque de tráiler, abrazando –dicen-- el
cadáver de su hijo de seis años. Algunos sobrevivientes de la tragedia han
aportado versiones terribles, según las cuales el padre murió primero y luego
el pequeño fue asesinado a golpes por los otros viajeros que seguían vivos y
que estaban desesperados. Se ha dicho también que el menor resultó apachurrado
por el peso de otros cuerpos muertos. Acaso lo que ocurrió dentro del
contenedor pueda precisarse algún día. Como sea, ese joven padre sin nombre ni
pasado ni futuro suscitará la reprobación de algunos: “cómo pudo ser tan
irresponsable”, “mira que llevarse a la criatura”, etcétera. Otra manera de
verlo es que NN compartió con su pequeño todo lo que tenía: la aventura
desesperada, la completa incertidumbre, las penalidades de un viaje hacia el
horizonte de la subsistencia y, al final, una muerte por asfixia, atrapados en
un contenedor repleto de carne humana, en los alrededores de un poblado de cuyo
nombre --Victoria, Texas-- no llegaron a enterarse nunca. Prefiero pensar que
ambos murieron de asfixia, que no hubo golpes ni aplastamientos y que cuando NN
vio que todo estaba perdido tuvo el impulso de abrazar a su hijo, que así
encontraron los cadáveres, y que ese gesto amoroso es un indicio de que, aun en
la pobreza y la ilegalidad, y a pesar de la muerte, fue un buen padre.
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