En febrero pasado la prensa madrileña contó la historia de
una red clandestina que llevaba a la capital española a mujeres procedentes del
África subsahariana con la promesa de un trabajo digno y que, una vez en
territorio español, las obligaba a ejercer la prostitución y las hacía firmar
contratos que implicaban una situación real de esclavitud, a tal punto que el
incumplimiento de las extranjeras podía acarrear su muerte o la de integrantes
de su familia. Unas 150 mujeres fueron rescatadas en el operativo que
desmanteló la organización.
En 1792 Dinamarca prohibió el tráfico de esclavos y al año
siguiente la Convención Francesa aprobó una nueva declaración de los derechos
del hombre que, en forma explícita, suprimía la esclavitud. Hidalgo hizo lo
propio en México, en fecha tan temprana como el 6 de diciembre de 1810, en su
célebre decreto contra la esclavitud, las gabelas y el papel sellado. En
Estados Unidos tuvieron que pasar otros 53 años para que los 3 millones de
esclavos negros se beneficiaran con la Emancipación, dictada por Abraham Lincoln,
y otros cien para que los descendientes de los cautivos pudieran disponer de
instrumentos legales contra la discriminación. En Brasil la esclavitud fue
legal hasta 1888, año en que fue abolida por la llamada Ley Aurea. En la
formalidad de los códigos, la reducción de seres humanos a objetos de propiedad
ha persistido en algunos países periféricos y perdidos, como Mauritania, donde
la práctica fue abolida apenas en 1980. A mediados del siglo pasado (1951) un
comité ad hoc de Naciones Unidas informó con optimismo que la
práctica disminuía con rapidez en todos los países. Sin embargo, el mundo
contemporáneo --6 de mayo de 2003-- sigue siendo un lugar lleno de esclavos.
Hace dos años, la Organización Internacional del Trabajo
dijo en su informe anual que el trabajo forzoso, la esclavitud y el tráfico de
seres humanos --especialmente de mujeres y niños-- “están creciendo con la
mundialización, adoptando nuevas e insidiosas formas”. Según el documento, las
redes de traficantes suelen engañar a sus víctimas “con promesas falsas de
empleos legales en restaurantes, bares, clubes nocturnos, factorías,
plantaciones y casas privadas, pero una vez que están aislados les quitan los
pasaportes o documentos de viaje, se restringen sus movimientos y se retienen
sus salarios hasta que hayan rembolsado la deuda del transporte, cuyo valor
queda a criterio del traficante. Como pueden revender las deudas de las mujeres
a otros traficantes o empleadores, sus víctimas pueden quedar atrapadas en un
ciclo infernal de perpetua servidumbre por deudas. Además, para evitar que los
trabajadores se vayan, se suele recurrir a matones que los vigilan, así como al
empleo de la violencia, con amenazas y retención de documentos”.
A mediados de marzo pasado, en Brasil, el presidente Luiz
Inacio Lula da Silva presentó un Plan Nacional para la Erradicación del Trabajo
Esclavo. El número de personas que sobreviven en condiciones de esclavitud en
ese país sudamericano varía significativamente de acuerdo con las fuentes. El
gobierno lo calcula en 25 mil, pero organizaciones no gubernamentales
multiplican esa cifra por cuatro o por seis. Hace 10 años, el sociólogo Jose de
Sousa Martins estimó que unos 60 mil brasileños eran víctimas del trabajo
forzado.
En 1996 La Jornada dio a conocer la
situación de los trabajadores oaxaqueños en las empresas agroexportadoras del
Valle de San Quintín, Baja California, situación que se acercaba mucho a la de
los peones acasillados en las haciendas porfirianas. Habría que preguntarse qué
ha ocurrido allí en estos últimos siete años.
En las naciones y regiones más marginadas del planeta la
esclavitud sigue funcionando sobre la base de la compraventa de seres humanos.
Es el caso de Sudán, donde se puede comprar un esclavo por 100 dólares. En las
llamadas economías emergentes, la práctica suele estar vinculada a fábricas de
empresas trasnacionales: maquiladoras, plantaciones, construcción y minería. En
Francia, España y otros integrantes de la Unión Europea, la esclavitud está
preponderantemente relacionada con la industria de los servicios sexuales.
En su libro La nueva esclavitud en la economía
global (Siglo XXI, Madrid), Kevin Bales, el más conocido especialista
en el asunto, calcula que unos 27 millones de personas en todo el mundo se
encuentran en situación de esclavitud. Tal vez sea una cifra exagerada, o tal
vez se quede corta. Con un solo esclavo que hubiera, sería suficiente para
cuestionar la buena voluntad y la eficacia de los organismos internacionales y
los discursos de Estado de todos los países del mundo.
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