Una vez
los yugoslavos compraban pan, mandaban a sus hijos a la escuela y se aburrían
por la tarde. A la mañana siguiente amanecieron metidos en una ducha de balazos
de la que no habrían de salir en una década. Y no es que todas las sociedades --ni
siquiera es el caso de la que conformaban los eslavos del sur-- sean un
hervidero de odios que tarde o temprano hacen saltar la tapa del recipiente. El
problema es que la convivencia pacífica y el imperio de la legalidad son
cáscaras muy delgadas como para resistir mucho tiempo los bruscos movimientos
del conjunto de seres vivos.
Los
estadistas suelen ser demasiado vanidosos para aceptarlo en público pero, si se
les confronta con la durabilidad de sus obras, están más cerca de los
jardineros que de los constructores de pirámides. Un invierno económico crudo
puede terminar con el más apacible de los jardines sociales y dejarlo hecho un
lodazal sangriento.
Los
jefes de los gobiernos europeos saben --aunque no lo reconozcan abiertamente--
que su remanso continental y sus seis décadas de paz pueden ser un paréntesis
precario. Con la excepción de Hiroshima y Nagasaki, los peores excesos bélicos
que ha visto el mundo han ocurrido en tierras del Viejo Continente, hoy
convertido en profesor planetario de paz. Es un tanto extraño que el maestro
imparta su asignatura con los bolsillos llenos de portaaviones, bombas
atómicas, misiles de largo alcance, submarinos y cazabombarderos de última
generación. Actualmente Europa occidental es, después de Estados Unidos, el
sitio con mayores instrumentos de destrucción per cápita.
Tal vez
sea por eso que la Unión Europea ejerce su ministerio con cierto grado de
pavor. El profesor pacifista sabe que, en cualquier momento, puede convertirse
en un criminal violento e incontrolable: cuenta con los medios y tiene graves
antecedentes por homicidio. A fin de cuentas, la diferencia histórica entre África
y Europa no estaba tanto en el grado de refinamiento de sus civilizaciones
cuanto en la sofisticación tecnológica de sus arsenales, y así sigue siendo.
Cuando huele a petróleo la democracia británica con todo y sus lores, sus
comunes, su corona y su Tate Gallery, se transforma en un simio aullante que la
emprende a garrotazos contra el propietario del yacimiento.
Ahora,
en su advocación de prefecto de escuela, la Unión Europea ordena la
confiscación universal de las armas de destrucción masiva y amenaza con usar su
propia fuerza contra los rebeldes que se nieguen a entregarlas. El documento
aprobado ayer en Luxemburgo por los cancilleres de la unión debe considerarse
como una pieza meramente literaria, porque a nadie en su sano juicio se le
ocurre que los ejércitos europeos vayan a quitarle por la fuerza sus bombas
atómicas a Israel, Pakistán o India. La “universalización” del desarme prevista
en el acuerdo no ha de incluir, por supuesto, el desmantelamiento de los
artefactos nucleares franceses e ingleses y menos los estadunidenses, rusos o
chinos y no será, en consecuencia, tan universal como se pretende.
La
cáscara de la convivencia pacífica es frágil y precaria. El traje del profesor
de paz es muy delgado como para ocultar la pelambre de pitecántropo que todavía
crece en la piel de Europa.