Las
políticas antimigratorias son, en general, abominables, porque coartan la lucha
por la sobrevivencia de seres humanos sin recursos, porque impiden el ejercicio
de una de las pulsiones más antiguas y arraigadas de la especie --el nomadismo,
el viaje, el movimiento--, porque agravian la libertad de tránsito y porque son
casi siempre racistas y clasistas: quien disponga de una cuenta millonaria en
dólares, ya sea cantante, industrial o narcotraficante, tiene muy pocas
probabilidades de enfrentar humillaciones de extranjería en un aeropuerto o una
frontera terrestre. En cambio, los cientos de millones de desheredados que
sobreviven como pueden la intemperie de la globalización económica se las ven
cada vez más negras para mudar de país cuando el suyo, de origen, se les acaba
o incendia. Eso es: impedirles el movimiento en tales circunstancias equivale a
prohibir la salida a quienes quedan atrapados en un edificio en llamas.
Las
estrategias antimigración de los países ricos son variadas y muy imaginativas.
La alemana no logra ocultar su inspiración racista y niega la nacionalidad a
bebés nacidos en territorio alemán que no sean, además, hijos de alemanes. Hace
un año el gobierno austriaco decretó que todos los residentes extranjeros que
no sean ricos o influyentes están obligados a aprender alemán. Holanda, tan
permisiva en cosas de sexo y mariguana, estableció la expulsión inmediata de
los solicitantes de asilo que ingresen al país sin documentos de identidad,
como si fuera siempre posible conservar el pasaporte en medio de una
persecución política en Sierra Leona. Las autoridades italianas se arrogaron el
derecho automático de expulsar de su territorio a todo extranjero que se quede
sin trabajo. Y así por el estilo.
En ese
museo de horrores, las políticas antimigratorias estadunidense y española son
de las más desvergonzadas e irritantes: la gringa, porque Estados Unidos
es un país construido por inmigrantes; la española, porque España es una nación
de emigrantes.
Se ha
vuelto un lugar común, en el caso de Estados Unidos, el recordatorio de que ese
país no sería ni la sombra de lo que es si no tuviera a sus irlandeses, sus
italianos, sus griegos, sus mexicanos, sus cubanos, sus rusos, sus africanos,
sus paquistaníes, sus chinos y sus coreanos, entre muchas otras comunidades
surgidas de la inmigración. Si Washington practicara sin hipocresía los
controles fronterizos --que no se ejercen para impedir la llegada de personas
de todo el mundo, sino para presionar a la baja los salarios de los
indocumentados o para chantajear a las naciones expulsoras de mano de obra, o
para satisfacer las fobias y las paranoias de los anglosajones menos ilustrados--
no sólo sacrificaría el dinamismo social y cultural del país (del cual
posiblemente Bush no tenga la menor idea), sino también la competitividad de su
industria y agricultura.
En
cuanto a España, la más reciente reforma aznarista a la Ley de Extranjería (23
de mayo), que según El
Mundo “potencia
los procedimientos de control y expulsión de inmigrantes ilegales”, no sólo es
un atropello a los derechos humanos, sino que constituye una ofensa a las
buenas maneras. Muchos latinoamericanos resultan afectados por las nuevas
disposiciones, adoptadas tanto en función de los acuerdos de la Unión Europea
como de intereses electorales del Partido Popular, cuya directiva, a lo que
puede verse, no sabe que del otro lado del Atlántico millones de españoles han
encontrado destinos de refugio, bienestar y afecto.
Desde
tiempos de las independencias, a nadie en su sano juicio se le ocurre en América
Latina coartar o perseguir a los españoles de cualquier signo: franquistas o
republicanos, artistas o tenderos, científicos o industriales, hombres o
mujeres, gallegos o sevillanos, curas o cantineros. Han sido recibidos con los
brazos abiertos, han aportado y se han beneficiado. En la actualidad el
gobierno de Madrid calcula que casi 2 millones de ciudadanos españoles residen
en forma permanente en el extranjero y buena parte de ellos vive en República
Dominicana, Ecuador, Colombia y otros países latinoamericanos a cuyos migrantes
se persigue y acosa, hoy día, en tierras españolas. Y aunque las víctimas no
sean latinoamericanas, sino tunecinas, marroquíes o ghanesas, la renovada fobia
del gobierno español contra los migrantes, más que una práctica violatoria de
los derechos humanos y más que una injusticia, es, también, una vulgaridad y
una carencia de modales.
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