Colin
Powell fue a Santiago de Chile a decir, en la Asamblea General de la
Organización de Estados Americanos, que la Cuba de Fidel Castro es “un anacronismo
en nuestro hemisferio”. Tiene razón. El régimen de La Habana está tan
envejecido como su líder máximo, se sostiene en prácticas políticas de museo --de
museo del horror, en muchos casos-- y en una ideología que parece más
decimonónica que vigesimónica: ahora resulta que a Castro y a los suyos el
colapso del leninismo los tiene sin cuidado porque en realidad su revolución
era martiana. Si logra sobrevivir unas siete décadas más, el castrismo
terminará descubriendo una gran fuente de inspiración ideológica en los Reyes
Católicos. Powell tiene razón. A estas alturas, la Revolución Cubana suena a
himno nacional --cualquiera de los latinoamericanos es bueno para el ejemplo--
convertido en programa político y los dilemas de la cúpula gobernante en la
isla --maldición común a los socialismos reales-- se desplaza en forma
sostenida del ámbito de la sociología del poder al de la geriatría clínica.
El
único problema con la apreciación del secretario de Estado es que Powell la
emite en representación de otro gran anacronismo, que es el actual
conservadurismo estadunidense. Es cierto que, en términos ideológicos, Castro
permanece anclado en la década de los 60, pero el presidente George W. Bush se
empeña en devolver a Estados Unidos a la década de los 40, cuando Washington
hizo reventar bombas atómicas sobre civiles japoneses que, por el simple hecho
de serlo, se encontraban en el bando de los malvados, según la teología civil
de Harry Truman. Sesenta años después, Bush ordenó el descuartizamiento de
iraquíes --hombres, mujeres, niños y ancianos-- con base en el razonamiento
lógico de que formaban parte del eje del mal.
Hay
mucho de atroz, sin duda, en el hecho de que la gloriosa revolución cubana
forme criminales a los que después fusila, como ocurrió con los secuestradores
de un lanchón, todos los cuales nacieron, fueron a la escuela y aprendieron
valores bajo el régimen de Castro. El sueño americano prescinde
de los pelotones de fusilamiento, pero dispone de procedimientos mucho más
sádicos y enfermos para ajusticiar a los delincuentes que genera. Por lo demás,
en materia de fabricar cadáveres con apego a derecho, Texas, la Texas que
gobernara el actual presidente de Estados Unidos, no compite con Cuba --un
practicante modesto de la pena de muerte--, sino más bien con China, el otro
adalid de las dictaduras del proletariado en tiempos de globalización y
competitividad.
En la
isla caribeña hay una vieja y oprobiosa intolerancia ideológica, una
impresentable negación de libertades políticas fundamentales y un totalitarismo
de partido que huele, ciertamente, a naftalina. Pero en Estados Unidos se sigue
jurando el cargo de Presidente sobre una Biblia, en las escuelas públicas Bush
ha puesto a competir la teoría evolucionista con el dogma creacionista, el
primer mandatario no es electo por la ciudadanía sino por un puñado de
electores, no existe alternancia en el poder fuera del duopolio
demócrata-republicano y el actual jefe del Ejecutivo ocupa la Casa Blanca en
contra del deseo de la mayoría de los votantes, la cual dio su sufragio a Al
Gore.
Cuba es
gobernada por un mesiánico cuya genialidad ha sido minada en forma lenta pero
implacable por la esclerosis. A Estados Unidos lo dirige --formalmente, al
menos-- un hombre mediocre y de limitaciones intelectuales evidentes, pero
igualmente mesiánico e iluminado. Y ambos, cada cual a su manera, están
convencidos de que las discordancias ante sus respectivos idearios pueden
resumirse como “maldad” y que pueden y deben ser erradicadas mediante la
destrucción física de sus adversarios. No hay más rutas que las suyas y no hay
otra forma de encuentro que la colisión. A Bush le encanta amenazar con sus
facultades para administrar la muerte a poblaciones remotas y Castro disfruta
exhibiendo disposición al martirio: la suya (qué más le da, después de la vida
que se ha dado y con su entrada a perpetuidad garantizada en las enciclopedias)
y la del conjunto de los cubanos, mucho más incierta. El anacronismo histórico
de Castro y el anacronismo coyuntural de Bush se han encontrado para
complementarse mutuamente; de hecho, se necesitan el uno al otro. Tal vez
Powell lo sepa y se comporte en forma hipócrita, o tal vez lo ignore
honestamente y esté, simplemente, diciendo tonterías. Ojalá que en unos pocos
años estemos hablando de otros asuntos.
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