En el otoño
del hemisferio norte la bóveda celeste se hace más alta y límpida, incluso en
la ciudad de México. Los equilibrios del mundo son más poderosos de lo que
supone nuestra arrogancia al revés, que pretende capaz a la especie humana de
arruinar en unas cuantas décadas los roces y los vínculos entre masas de
trillones de toneladas de nitrógeno, silicio, carbono, hierro, hidrógeno y
oxígeno.
Arriba
de estos cielos despejados de noviembre crece una incomprensible y ominosa
tonsura en la cabellera planetaria de ozono, y el oriente de Europa se ha
vuelto un horizonte de bombazos diarios y helicópteros gringos infartados que
vomitan a sus ocupantes antes de derrumbarse sobre suelo enemigo. Y la economía
es, hoy más que nunca, un barco tan borracho como sus pilotos (perdón, amigos
borrachos, por compararlos con gobernantes tecnócratas) que amenaza con
matarnos a todos cuando encalle en los dientes de sierra de las gráficas.
Pero si
uno voltea al cielo azul, toma prestado un poco de aire frío y hasta limpio de
este otoño, recuerda que las necedades ideológicas y estratégicas de los Reagan
y los Chernenko estuvieron cerca de borrarnos del mundo hace unos lustros y que
se logró, pese a todo, evitar la pesadilla del holocausto atómico; que el
colapso soviético no tuvo las consecuencias apocalípticas que se pensaba y que
la Revolución Conservadora terminó mucho antes de lo que se pensaba y de lo que
habrían querido sus impulsores.
Cuando
se observa las nubes altas y aborregadas de este noviembre es inevitable
descubrir, en ese signo, que la presencia humana en este planeta no es ni buena
ni mala sino todo lo contrario y que la digestión cósmica --tan lenta que
apenas nos incumbe-- no va a turbarse por un poco más o un poco menos de
monóxido de carbono emitido por unos micos un tanto extraños que aprendieron,
por accidente de la evolución, a comerciar entre ellos, a matarse mutuamente a
distancia, a aparearse fuera de sus periodos de celo, a fabricar dioses y
motores de combustión interna, a ser virtuosos del violoncelo y a escudriñar el
cosmos.
La
aventura humana no va a terminarse abruptamente porque una transnacional se
empecine en hacernos tragar productos transgénicos y producir fluorocarbonos, o
porque haya mandatarios desoladoramente brutos, porque una potencia planetaria
aviente de golpe todo su arsenal sobre las cabezas enturbantadas de los
iraquíes o porque un espíritu enfermo de odio resuelva despedazar de un bombazo
a dos decenas de judíos turcos a todas luces inocentes y ajenos a cualquier
conflicto.
Cosas
como esas seguirán pasando, por mucho que los vientos estacionales pasen un
trapo húmedo sobre el azul del cielo.
Y al
revés: la más emponzoñada de las atmósferas puede ser cuna de actos de piedad y
creación, y hasta en las inversiones térmicas, que ya están próximas, seguirán
naciendo cachorros humanos de mirada limpia.
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