Uno de
los efectos colaterales más perniciosos de estos tiempos violentos que vivimos
es que crean condiciones propicias para la grandilocuencia: no sólo hay que
convivir con la muerte, la represión, las explosiones físicas (provocadas por
mártires de la dinamita, humildes asesinos peatonales, pero también por
sofisticados criminales de Estado que recurren al helicóptero y al misil inteligente)
y sociales, con su humo espeso de incertidumbre, sino que además hay que
aderezar la vivencia con frases contundentes, procedentes de todos los bandos,
sobre el destino, la libertad, el futuro y demás tonterías. Para hacerse ver y
escuchar en este mundo hay que bañar en sangre un país, derribar un gobierno,
robarse muchos millones de dólares de algún erario o, por lo menos, causarle un
estallamiento de vísceras al representante más próximo del enemigo histórico.
En este
entorno de odas sin sustancia y de epopeyas sin literatura, los actos pequeños
y simples de resistencia ante la idiotez cobran un valor especial. Es el caso
de Shirin Ebadi, la abogada iraní galardonada con el Premio Nobel de la Paz
este año, quien mañana asistirá a la ceremonia de entrega del galardón, en
Oslo, sin el velo que los machos del Islam prescriben a las mujeres.
La
lógica comercial que impera en el mundo impulsa a la conversión de cualquier
ente físico o moral en un producto. Los luchadores sociales y políticos de
Occidente han ido sucumbiendo a la mercadotecnia y en número creciente se
presentan al público en envases atractivos y sugerentes. Ebadi no es una mujer
fotogénica ni demasiado elocuente ni particularmente simpática, y en sus
comparecencias televisivas se respira el tedio de las convicciones profundas y
sosegadas. La dedicación a la defensa de los derechos humanos, de la equidad de
género y de la solución pacífica de los conflictos no da lugar a momentos
estelares, a situaciones climáticas y a veces ni siquiera a finales felices. La
abogada iraní pareció recibir la noticia del Nobel con una satisfacción
meramente pragmática: la recepción del premio simplemente la colocaría en
mejores condiciones para proseguir su desgastante lucha de décadas.
La
asistencia de Ebadi a Oslo con la cara desprovista del hiyab,
ese trapo inmundo que los ayatolas se empecinan en poner sobre la cara de las mujeres
para sentirse, ellos, menos inseguros, no es una decisión exenta de riesgos.
Hace 12 días la abogada fue agredida en la Universidad de Teherán por un grupo
de cegehacheros musulmanes --los equivalentes de la intolerancia-- que le
impidieron pronunciar una conferencia y reclamaron que la nueva Premio Nobel
sea condenada a muerte. La mujer es considerada, por los entusiastas de la sharia --entre
quienes se cuenta el líder supremo de la Revolución Islámica, Ali Jamenei--,
empleada de Occidente y traidora a la patria. La hostilidad de los ayatolas
hacia Ebadi se ha traducido, de hecho, en cosas más graves que el griterío de
unos estudiantes tripulados. En 1979, Año I de la República Islámica, la
abogada se vio obligada a renunciar a su plaza de juez --la primera juez de
Irán y presidenta, entre 1975 y 1979, de la Audiencia de Teherán--, y de
entonces a la fecha ha sido encarcelada varias veces y ha pasado largos
periodos en régimen de libertad condicional.
Comparado
con la obra de Shirin Ebadi en materia de justicia y derechos humanos, su gesto
de ir a recibir el Premio Nobel con la cara descubierta puede parecer
insignificante. Pero mañana, cuando sea galardonada, su rostro sin velo será
una ventana por la cual habrán de asomarse miles de mujeres, niñas y ancianas
iraníes, afganas, saudiárabes y kuwaitíes, entre otras, que a estas alturas, y
muchas cruzadas sangrientas después, todavía no pueden ver el mundo sin velos
de por medio.
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