En los
tiempos que corren hay que ser un poco descarado para aceptar la titularidad
del Ministerio de Defensa de un país occidental sin antes exigir que el
despacho cambie de nombre y se denomine Ministerio de Ataque. Es el caso de
España, cuyos soldados han sido enviados a participar en la agresión contra un
pueblo más bien remoto que nunca había causado daño a español alguno. El
gobierno de José María Aznar, fascista dentro de España y fascista en el
extranjero, no sólo ha convalidado el asesinato de decenas de miles de iraquíes
por las fuerzas angloestadunidenses que invadieron ese país, sino que envió
tropas propias a ayudar en el avasallamiento colonial para ver qué migajas
contractuales recogen: con suerte, en unos años será posible ver los logos de Repsol
o de BBVA asociados a los consorcios gringos e ingleses a los que se adjudique
el petróleo, el gas, el agua y el efectivo robados a los iraquíes.
En el
marco de ese operativo,
las autoridades de Madrid han colocado en el territorio de la nación árabe un
número no divulgado de espías del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) para
que trabajen bajo las órdenes de los ocupantes estadunidenses. No es difícil
imaginar las tareas de esos agentes en un país en plena guerra --como es Irak,
por más que George Walker Bush desayune, coma y cene pavo con papas en Bagdad--:
recabar información sobre las redes de la resistencia nacional, infiltrarlas e
identificar a sus combatientes para que los militares invasores puedan
asesinarlos o capturarlos. El sábado pasado siete de esos espías españoles
murieron cuando el convoy en el que viajaban fue atacado por fuerzas iraquíes
cerca de Swaira, al sur de Bagdad. El reportero de Sky News, David Bowden,
quien pasó poco después por el lugar, contó que un niño de ocho o nueve años
pateaba el cadáver de uno de los agentes españoles.
Hay que
reconocer que la agresión a un despojo fúnebre denota una grave falta de
contención y de civilidad, pero también una cólera exacerbada por muchos
agravios. Héctor mató en combate a Patroclo, el gran amor de Aquiles. Poco más
tarde éste hizo pasar la punta de una lanza por el cogote del culpable de su
desgracia, ató las muñecas de su cuerpo inerte a las colas de sus caballos y
arrastró el cadáver de Héctor frente a las murallas de Troya, ante los ojos
desesperados de sus padres, Príamo y Hécuba.
Unos
milenios después, y no demasiado lejos de la ubicación arqueológica de Troya --en
el pueblo turco de Truva--, los modales no han cambiado mucho. El pequeño y
furibundo transgresor de Swaira no es, por cierto, el único en Irak que se
solaza haciendo maldades a los cuerpos inertes de adversarios. A fines de la
semana antepasada, cerca de Mosul, tres soldados gringos que quedaron atrapados
en un embotellamiento, fueron muertos a tiros, y sus cadáveres apuñalados,
degollados y machacados con ladrillos. Sí. Y antes de eso, a mediados de julio,
los ocupantes se divirtieron durante varios días con los cuerpos descuartizados
de Uday y Qusay Hussein. Tras su asesinato, los hijos del depuesto dictador
fueron afeitados, ensamblados como rompecabezas, pintados de color rosa
solferino, estirados de la boca para que salieran sonrientes en la foto y
expuestos al escarnio mediático universal en una carpa refrigerada,
especialmente dispuesta para el espectáculo, en el aeropuerto de Bagdad. El
responsable de esa profanación de mal gusto no fue, por cierto, un niño de
primaria, sino el presidente del país más poderoso del mundo.
Pero el
bombardeo y el allanamiento de un país independiente expresa una falta de
modales mucho más grave y condenable que las canalladas que puedan hacerse
mutuamente los invasores y los invadidos en el terreno fácil de los cadáveres
de sus enemigos. Ahora el ministro de “Defensa” de España, un buenazo llamado
Federico Trillo, viene con voz muy enojada a decirle al mundo que los siete
cadáveres profanados en Swaira corresponden a otros tantos ciudadanos españoles
“que trabajaban por la paz y la seguridad en Irak”. Flaco favor les hace a sus
espías este funcionario. Creo que a ningún agente de seguridad le gustaría que
disfrazaran su cadáver y que, por razones propagandísticas de Estado, le
pusieran, a guisa de sudario, un hábito de monja.
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