Hay cierta continuidad entre las expediciones de conquista a
Afganistán e Irak y los planes pomposos para volver a la Luna y posar en Marte
unos pies envueltos en calzado neumático. La sed de los votos de noviembre se
hace sentir desde ahora en un gobierno estadunidense que se ha quedado sin
enemigos verosímiles en la Tierra y voltea la vista a la soledad y la aridez de
los valles marcianos como próximos desafíos para vender a su opinión pública.
En realidad, los pomposos anuncios cósmicos de George Walker
Bush no representan una incursión en el futuro, sino una manera de refugio en
el pasado, concretamente en los años 50 y 60, cuando los gobernantes de Estados
Unidos y la Unión Soviética descubrieron que era mucho más barato enfrentarse
en combates simbólicos fuera de la atmósfera que destruir sus respectivos
países a punta de detonaciones nucleares. No es casual el hecho de que los
primeros satélites de ambos bandos, al igual que los cosmonautas y astronautas,
hayan viajado en la punta de misiles balísticos intercontinentales desarmados
de sus cabezas atómicas y adaptados con prisa para los torneos espaciales.
Desde un punto de vista humanitario, hay que agradecer el que estadunidenses y
soviéticos hayan enviado sus misiles al espacio exterior en vez de
reventárselos mutuamente en la cabeza. Pero, en la lógica costo-beneficio de la
investigación científica, las misiones espaciales de aquellos años fueron
básicamente un capricho y las piedras lunares traídas por los astronautas y las
sondas automáticas costaron una delirante millonada.
La épica cósmica lograda por Kennedy y Krushev en los
primeros años 60 se agotó en una década. Cuando Nixon, emulando al primero,
anunció la conquista de Marte en cosa de 10 años, su promesa sonó hueca y
farsista, y además la economía ya no estaba para despilfarros. La carrera
espacial había terminado siendo insostenible, de modo que las dos
superpotencias abandonaron el afán exploratorio y se pusieron a considerar, en
los años 80, ya en tiempos de Reagan y de Brejnev, la militarización de la
actividad espacial. La Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), lanzada por el
primero, conocida popularmente como “la guerra de las galaxias”, reactivó la economía
de algunas regiones de Estados Unidos; concretamente, Nueva Inglaterra se llenó
de efímeros centros de tecnología de punta que se quedaron sin contratos en
cuanto la extinción del enemigo hizo innecesaria la nueva escalada.
Actualmente el programa espacial ruso procura reunir y
limpiar los escombros del soviético; la NASA, por su parte, hace mucho tiempo
que dejó de ser la gran promotora de tecnología y se abastece de partes en
tiendas Radio Shack. La aburrida construcción de la Estación Espacial Internacional
ha representado la homologación de los ritmos astronáuticos a las posibilidades
económicas reales del Occidente desarrollado, y los niños del presente tienen
más conocimientos sobre la superficie marciana que los astrónomos de hace dos
décadas. Los viajes cósmicos no van a recuperar nunca la épica de los años 60
ni la poética de Ray Bradbury y Arthur C. Clark.
En esas condiciones, las arias espaciales entonadas por Bush
resultan un fraude de lo más pinche. En el peor de los casos, el actual presidente
de Estados Unidos carece de cualquier posibilidad de dirigir el programa
cósmico de su país más allá de 2008, es decir, si es que se concreta la
tragedia de su reelección. Pero el desplante ha tenido ya consecuencias
nefastas para la investigación científica: a raíz de la reasignación de la
correspondiente reasignación presupuestal en la agencia espacial de Estados
Unidos, por ejemplo, el telescopio espacial Hubble se ha quedado sin
posibilidad de recibir mantenimiento y quedará del todo inutilizado, en
consecuencia, en 2007 o 2008. Las panorámicas enviadas por el explorador
Spirit, difundidas hasta el hartazgo por los medios informativos, son un
espejismo. Con Bush en la Presidencia, el horizonte de Marte está más lejano
que nunca.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario