- Abusos y costumbres del decasílabo dactílico
- Sostiene Plaqueta: chairos viajan
No hay manera de evitarlo: los restos de uno acabarán en el camposanto, en el tracto digestivo de un caníbal, inventariados en una facultad de medicina o, pasarán, en estado de cenizas, unas buenas décadas en el librero, hasta que el biznieto indiferente que no nos conoció, en un arranque de renovación doméstica, las arroje al inodoro. En este espacio-tiempo en que nos tocó existir, no ser es la norma y ser es más bien la excepción: ¿cuántos millones de años transcurrieron antes de tu nacimiento? ¿Cuántos pasarán después de tu muerte? ¿Cuánto dura tu vida? A mi modesto entender, tal vez no sea una buena idea acortar aún más esa brevedad, de por sí abrumadora, por despecho amoroso, por vergüenza profunda, por frustración radical o por amor a la patria. Y, sin embargo, esta última es una palabra tradicionalmente usada para convocarnos a que nos saquemos las tripas entre prójimos y a que derramemos hasta el último mililitro de sangre para defender un centímetro cuadrado de territorio.
Versión franquista
Hace un cuarto de siglo, en 1982-1983, la mayoría de habitantes de América del Norte compartían mi cobardía, según un estudio realizado con base en la Encuesta Mundial de Valores de esos años: sólo 16 por ciento de los estadunidenses, 12 por ciento de mexicanos y canadienses anglófonos, y apenas 4 por ciento de los quebequenses, se manifestaban dispuestos a sacrificar su vida por la patria. Y es que, a pesar de lo aprendido en la escuela, no es fácil disponerse a recibir un bayonetazo en la barriga cuando no se padece un cáncer terminal o cuando todavía es posible hacer planes sobre un paseo bajo el sol, una berenjena frita, una sesión amorosa o una tarde de plática bajo la lluvia.
Versión castrista
Ir al campo de batalla a dejarse perforar por un cañonazo es una acción tan contra natura que, para realizarla, se requiere de mecanismos de motivación adicionales al patriotismo. Tal vez haya sido con ese propósito que se inventó el género de himno nacional latinoamericano, una cruza de cantos partisanos con poesía neoclásica que derrocha mármoles, bronces, laureles e inmortalidades poco confiables, tropicalizaciones en serie de La Marsellesa e injerencias de la clerecía en un territorio hasta entonces reservado a los juglares, ensayo de ordenamiento positivista del desmadre en que se encontraban nuestras repúblicas a mediados del siglo antepasado.
Los latinoamericanos decimonónicos hicieron sus himnos con un mismo molde: casi todos -salvo Colombia y Venezuela, creo- están compuestos en cuartetas de decasílabos dactílicos, cuyos versos pares son habitualmente agudos. No hablo de insecticidas altamente especializados, sino de ritmos poéticos que, gracias a su uso y abuso en los cantos patrios, se han asociado a la solemnidad tan polvorienta como ensangrentada, pero que a veces no son horribles. Los usó sor Juana, a quien se atribuyó falsamente la invención de ese metro ("Con las flechas me hieres de amor"), y en el siglo pasado los emplearon Federico García Lorca ("Esta noche ha pasado Santiago"), César Vallejo ("Padre polvo que subes de España") y Carlos Pellicer ("La sandía pintada de prisa"), entre otros picudísimos, y sí, también Rubén Darío dio rienda suelta a su mal gusto (está bien, despelléjenme) en versos de 10 sílabas, como los del Himno a Bolívar ("¡Gloria al genio! a la faz de la tierra / de su idea corramos en pos, / que en su brazo hay ardores de guerra / y en su frente vislumbre de Dios"). No puedo dejar de preguntarme si la lectura de ese texto tendrá, en el organismo de Hugo Chávez, un efecto similar al que produce la ingesta de Viagra en otros individuos.
Copio de la venerable Métrica española, de Tomás Navarro, filólogo rodano ya fallecido, quien es a los versos en español lo que Carlos Linneo a las especies zoológicas: "El tipo dactílico del decasílabo, acentuado en tercera, sexta y novena, venía interviniendo, en combinación con otros versos, desde el cosante de don Diego Hurtado de Mendoza, siglo XIV: 'A aquel árbol que mueve la foxa' (...) La relativa intensidad con que de ordinario se pronuncia la última sílaba de los vocablos esdrújulos explica que cuando el citado verso empieza por una palabra trisílaba de esta especie, se coloque el apoyo rítmico sobre la sílaba final de tal palabra, aun cuando el acento prosódico por su parte se mantenga en su posición inicial."
Si lo anterior les suena a puro cacle cacle, no se preocupen. Lo importante es que los himnos patrios latinoamericanos están compuestos, casi todos, con un misma fórmula métrica y prosódica, y con base en una misma obsesión conceptual (queremos paz pero qué antojo de una guerra, la patria es hermosísima y hay que apresurarse a fallecer en su defensa), lo que explica que se parezcan tanto entre ellos como una Big Mac de Malasia y una de Moscú. Salvo los de Puerto Rico, Nicaragua y Venezuela, más bien apacibles, y con excepción de los de Brasil, Colombia y Venezuela (el primero usa endecasílabos; el segundo, en heptasílabos, podría cantarse al ritmo de "Adiós, Mamá Carlota", y el tercero, en hexasílabos, con la música de un villancico), las semejanzas formales son tan pronunciadas que las letras y la música resultan intercambiables. Hagan la prueba: se puede cantar el himno salvadoreño con la melodía del mexicano, el ecuatoriano con el ritmo del guatemalteco, el uruguayo con los acordes del chileno, y así. Por lo demás, en casi todos está presente la convocatoria a dejar el bofe en el campo de batalla. Miren nada más:
"Coronados de gloria vivamos
o juremos con gloria morir" (Argentina),
"Que los hijos del grande Bolívar
han ya mil y mil veces jurado
morir antes que ver humillado" (Bolivia),
"Ricaurte en San Mateo
en átomos volando
'Deber antes que vida', con llamas escribió" (Colombia),
"Nuestros pechos serán tu baluarte,
con tu nombre sabremos vencer" (Chile),
"Cuando alguno pretenda tu gloria manchar,
verás a tu pueblo, valiente y viril,
la tosca herramienta en arma trocar" (Costa Rica, que no tiene fuerzas armadas),
"Al combate corred, bayameses,
que la Patria os contempla orgullosa.
¡No temáis una muerte gloriosa
que morir por la Patria es vivir!" (Cuba),
"Si mañana tu suelo sagrado
lo amenaza invasión extranjera,
tinta en sangre tu hermosa bandera
de mortaja al audaz servirá" (Guatemala),
"Por guardar ese emblema divino
marcharemos, ¡Oh Patria!, a la muerte" (Honduras),
"Antes, patria, que inermes tus hijos
bajo el yugo su cuello dobleguen,
tus campiñas con sangre se rieguen,
sobre sangre se estampe su pie" (estrofa en desuso en México),
"Suene el grito '¡República o muerte!',
nuestros pechos lo exhalen con fe" (Paraguay),
"Que es santuario de amor cada pecho
de la patria se siente vivir;
y es su escudo invencible, el derecho;
y es su lema: ser libre o morir" (Dominicana).
La semana entrante seguiré con el tema y ofreceré, como gesto de desagravio a posibles himnófilos ofendidos, una pequeña himnoteca en línea. Patria o muerte, y sostiene Plaqueta:
Pobres hombres antiquísimos que se soplaron el proceso de ensayo y error para descubrir qué se podían comer y qué no. ¿Y el Trucutú? Híjole, se zampó un conium maculatum y ya se nos murió, mano. Algunos habrán tenido mejor suerte, y en vez de fallecer o probar algo tan aburrido como la col, se toparon con los alucinógenos. ¡El antecedente arcaico de las raves!
Pero mucho antes de las electrofiestas en el Ajusco, estuvieron los años 60, década en que los chairos -entonces jipis- (re)descubrieron una fuente de diversión infinita en el consumo de hongos, peyote, semillas de campánula y otros portentos naturales.
Todo posible uso lúdico quedó sepultado bajo una imbatible capa de solemnidad quesque chamánica. ¡Bah, pues quédense con su Carlos Castaneda y su monte-cerro-desierto hostil, verán qué chidos hongos hawaianos pido a Holanda por Internet!